uno de alquiler. El coche Hansom de cuatro ruedas que llaman Growler es mucho más estrecho que el particular llamado Brougham.
»Fue ese el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelo arcilloso, extraordinariamente apto para que se graben en el mismo las huellas. A usted le parecerá, sin duda, una simple franja de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban un sentido para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan imprescindible y tan olvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las fuertes pisadas de los guardias, pero observé también la pista de dos hombres que habían pisado primero el jardín. Era muy fácil afirmar que habían pasado antes que los otros, porque en algunos sitios sus huellas habían quedado borradas del todo al pisar los segundos encima. Así fabriqué mi segundo eslabón, que me informó que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo que calculé por la longitud de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña y elegante que dejaron sus botas.
»Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía enfrente al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, este había sido cometido por el individuo alto. El muerto no tenía herida alguna en su cuerpo, pero la expresión agitada de su rostro me proporcionó la certeza de que él había visto lo que le venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedad cardíaca, o por cualquier causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando olisqué los labios del muerto pude percibir un leve olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de que se le había obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a tomarlo por la expresión de odio y de horror que tenía su rostro. Había llegado a este resultado por el método de la exclusión, porque ninguna otra hipótesis se amoldaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que se trata de una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, el obligarle a la víctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odesa, y de Leturier, en Montpellier.
»Después se me presentó el gran interrogante del móvil. Este no había sido el robo, puesto que no le habían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema con que me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas suyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirse en la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista.
»Pero la cuestión quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo para obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado acerca de algún punto concreto de la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente. Procedí a continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y al largo de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión de que la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino, debido a su emoción. Pude comprobar que la huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por ello aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de cara rubicunda. Los hechos han demostrado que estaba en lo cierto.
»Al salir de la casa procedí a hacer lo que Gregson había olvidado. Telegrafié a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta en lo relativo al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de que ya anteriormente había acudido Drebber a solicitar la protección de la ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y solo me quedaba atrapar al asesino.
»En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre que había entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas que descubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo. ¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además, es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona que sabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas por Londres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público? Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli.
»Si él había trabajado de cochero, no había razón de suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que este no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que averiguaron dónde estaba el hombre tras del que andaba yo. Aún está fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio inesperado por completo, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de ilaciones lógicas sin una ruptura ni una grieta.
—¡Sorprendente! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean públicamente reconocidos. Debería usted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por usted.
—Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó—. ¡Fíjese! Eche un vistazo a esto —agregó, dándome un periódico.
Era el acontecimiento del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso. “El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del individuo llamado Hope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al señor Joseph Stangerson. Quizá ya nunca se hagan públicos los detalles del caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muy autorizada de que el crimen fue consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieron el amor y el mormonismo. Según parece, ambas víctimas en su juventud pertenecieron a los Santos del Último Día, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera producido ningún otro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo más elocuente la eficacia de nuestra policía detectivesca, enseñando a todos los extranjeros que deben obrar prudentemente saldando sus cuestiones personales en su propio país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta inteligente captura se debe por completo a los dos funcionarios de Scotland Yard, los señores Lestrade y Gregson. El criminal fue arrestado, según parece, en las habitaciones de un tal señor Sherlock Holmes, persona que ha demostrado poseer algún talento en la especialidad detectivesca a título de aficionado y que, con maestros como aquellos, podrá quizá llegar con el paso del tiempo, a adquirir hasta cierto punto su misma habilidad. Se espera que, como reconocimiento para sus servicios, se organice alguna clase de homenaje en honor de dichos funcionarios.”
—¿No se lo mencioné desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, riéndose—. El final de todo nuestro Estudio en escarlata es ese: ¡conseguir para ellos un homenaje!