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Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.

      —¡Por olvidarlo!

      —Me explicaré —dijo—. Yo creo que, en un principio, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor, pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.

      —Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.

      —¿Y qué demonios supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del sol. Aunque girásemos alrededor de la luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.

      Estaba ya a punto de preguntarle qué tipo de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo comprender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le incumbía. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran de índole útil para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito. Cuando tuve listo el documento, no pude menos que sonreír. He aquí el resultado:

      Sherlock Holmes - Área de sus conocimientos:

      1. Literatura: Cero.

      2. Filosofía: Cero.

      3. Astronomía: Cero.

      4. Política: Ligeros.

      5. Botánica: Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.

      6. Geología: Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un vistazo la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado.

      7. Química: Exactos, pero no sistemáticos.

      8. Anatomía: Profundos.

      9. Literatura sensacionalista: Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.

      10. Toca el violín.

      11. Experto boxeador y esgrimista de palo y espada.

      12. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.

      Ya tenía escrito todo eso en mi lista cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: “Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo desde ahora renunciar a mi propósito”.

      Veo que he mencionado más arriba su habilidad con el violín. Era esta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Yo sabía que él era capaz de ejecutar perfectamente piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los Lieder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su rodilla. A veces las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban fantásticas y agradables. Era obvio que reflejaban los pensamientos que lo poseían, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a pensar o si los sonidos que emitía eran nada más que el resultado de un capricho o fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era cosa corriente que terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.

      En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y yo empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más distintas clases sociales. Una de ellas era un hombre pequeño y pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, y que vino tres o cuatro veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo; me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer anciana en chancletas. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio. Siempre se disculpaba por causarme aquella molestia diciendo:

      —Me es indispensable hacer uso de esta habitación como oficina de negocios, y estas personas son mis clientes.

      De nuevo era una ocasión que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante, pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia iniciativa.

      Fue un día 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le indiqué en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un buen vistazo.

      Su título era bastante ambicioso, El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo lo que tenía a su alrededor. Me dio la impresión de que aquello era una mezcolanza de cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las deducciones me parecieron traídas por los cabellos y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no era posible engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que mientras este no llegase a conocer los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como un nigromante.

      Decía el autor: “Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un Océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por