orla de listones de madera. Recostado en esa cerca había un fornido guardia, al que rodeaba un pequeño grupo de desocupados que estiraban sus cuellos y ponían en tensión sus ojos con la vana esperanza de ver algo de lo que tenía lugar dentro.
Yo me había formado la idea de que Sherlock Holmes se daría prisa en entrar en la casa y se zambulliría de golpe en el estudio del mismo. Por lo visto, nada estaba más lejos de sus propósitos. Se paseó tranquilamente por la acera, contempló de manera inexpresiva el suelo, el cielo, las casas de la acera de enfrente y la línea de verjas, todo ello con un aire despreocupado que me pareció a mí que lindaba con la afectación en circunstancias como aquellas. Una vez que hubo terminado ese escrutinio, se encaminó lentamente por el sendero, o, mejor dicho, por la orla de césped que lo flanqueaba, manteniendo la vista clavada en el suelo. Se detuvo dos veces, en una ocasión le vi sonreír y oí que lanzaba una exclamación satisfecha. En el suelo húmedo arcilloso se veían muchas huellas de pies, pero como los policías habían ido y venido por el sendero, yo no acertaba a comprender cómo mi compañero podía abrigar esperanzas de descubrir allí algo de interés. Sin embargo, después de las demostraciones extraordinarias de la rapidez de su facultad de percepción, no dudaba de que él fuera capaz de descubrir muchas cosas que para mí estaban ocultas.
En la puerta de la casa trabamos conversación con un hombre alto, de cutis blanco y cabellos blondos, que tenía en la mano un cuaderno. Este individuo había corrido hacia nosotros y estrechado con efusión la mano de mi compañero, diciéndole:
—Ha sido usted muy amable viniendo. Lo he dejado todo intacto.
—¡Salvo eso! —le contestó mi amigo, apuntando hacia el sendero—. Ni aunque hubiera pasado por ahí una manada de búfalos podrían haberlo revuelto más. Sin embargo, es seguro que usted, Gregson, había sacado ya sus deducciones antes de permitir eso.
—¡Son tantas las cosas que he tenido que hacer en el interior de la casa! —contestó el detective de manera evasiva—. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí, y yo confié en que él cuidaría este detalle.
Holmes me miró y arqueó burlonamente las cejas, diciendo:
—Estando sobre el terreno dos hombres como usted y Lestrade, no será gran cosa lo que le quede por descubrir a una tercera persona.
Gregson se frotó las manos, satisfecho, y contestó:
—Creo que hemos hecho todo lo que se puede hacer; sin embargo, es este un caso raro, y yo sabía que a usted le gustan estas cosas.
—¿Vino acaso usted hasta aquí en un coche de alquiler? —preguntó Holmes.
—No, señor.
—¿Ni tampoco Lestrade?
—No, señor.
—Entonces, vamos a examinar la habitación.
Después de esa observación, que no venía al caso, se metió en la casa muy despacio, seguido de Gregson, en cuyas facciones se retrataba el asombro.
Un pasillo de poca extensión, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y a la despensa. A derecha e izquierda del pasillo se abrían dos puertas, una de las cuales llevaba, sin duda, cerrada muchas semanas. La otra daba al comedor, que era el cuarto donde había tenido lugar el misterioso hecho. Holmes entró, y yo le seguí con el sentimiento de opresión que inspira la presencia de la muerte.
Era una habitación cuadrada y amplia, pareciéndolo aún más por la ausencia de mobiliario. Las paredes estaban revestidas de un papel vulgar y chillón, pero que dejaba ver en algunos lugares manchones de moho y, aquí y allá, grandes tiras que se habían despegado y colgaban hacia el suelo, dejando al descubierto el revestimiento amarillo que había debajo. Enfrente de la puerta había una ostentosa chimenea con una repisa de imitación de mármol blanco. En un ángulo de la repisa había pegado un muñón de una vela de cera colorada. La solitaria ventana se hallaba tan sucia, que la luz que dejaba pasar era tenue y difusa y lo teñía todo de una tonalidad gris apagada, intensificada todavía más por la espesa capa de polvo que recubría toda la habitación.
Yo me fijé más adelante en todos estos detalles. De momento, mi atención se centró en la figura abandonada, torva, inmóvil, que yacía tendida sobre el entarimado y que tenía clavados sus ojos inexpresivos y ciegos en el techo descolorido. Era la figura de un hombre de unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de estatura mediana, ancho de hombros, de pelo negro ondulado y brillante y barba corta y áspera. Vestía levita y chaleco de grueso popelín de lana, pantalones de color claro y cuello de camisa y puños inmaculados. Un sombrero de copa, bien cepillado y alisado, se veía en el suelo, junto al cadáver. Tenía los puños cerrados y los brazos abiertos, en tanto que sus miembros inferiores estaban trabados el uno con el otro, como indicando que los forcejeos de su agonía habían sido dolorosos. Su rostro rígido tenía impresa una expresión de horror y, según me pareció, de odio; una expresión como yo no había visto jamás en un rostro humano. Esta contorsión terrible y maligna de las facciones, unida a lo estrecho de su frente, su nariz achatada y su mandíbula, de un marcado prognatismo, imprimían al muerto un aspecto singularmente parecido al de un mono, y su postura retorcida y forzada aumentaba todavía más esa impresión. Yo he visto la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con aspecto más tenebroso que en aquella habitación oscura y siniestra, que daba a una de las principales arterias de un suburbio londinense.
Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí.
—Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto yo he visto hasta ahora, y yo no soy un novato.
—No hay clave alguna —dijo Gregson,
—Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade. Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención.
—¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor.
—¡Totalmente seguros! —exclamaron ambos detectives.
—Pues entonces esta sangre es la de otro individuo, quizás el asesino, si se ha cometido, en efecto, un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias que rodeaban la muerte de Van Jansen, de Utrecht, ocurrida el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted el caso, Gregson?
—No, señor.
—Pues léalo; debería usted leerlo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo ha sido ya hecho antes.
Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban de aquí para allá, por todas partes, palpando, presionando, desabrochando, examinando, en tanto que sus ojos conservaban la misma expresión de lejanía de la que he hablado ya. Tan veloz fue el examen, que difícilmente podría uno adivinar la minuciosidad con que había sido llevado a cabo. Para terminar, oliscó los labios del muerto y después echó una ojeada a las suelas de sus botas de charol.
—¿Nadie lo ha movido? —preguntó.
—Tan solo lo requerido para el examen que nosotros hemos hecho.
—Pueden llevarlo de inmediato hasta el depósito de cadáveres —dijo—. No hay nada más que averiguar.
Gregson tenía a mano una camilla y cuatro hombres, que acudieron a su llamada, alzaron y se llevaron al desconocido. Al levantarlo se oyó el tintineo de un anillo que cayó y rodó por el suelo. Lestrade se apoderó de él y se quedó mirándolo, lleno de confusión.
—Aquí ha estado una mujer —exclamó—. Este es un anillo de boda de una mujer.
Mientras hablaba nos lo enseñaba en la palma de su mano. Todos nos agrupamos en torno suyo con la mirada fija en el anillo. No cabía la menor duda de que aquel aro de oro liso había servido de adorno al dedo de una novia.
—Esto complica la tarea —dijo Gregson—. ¡Y bien sabe Dios que ya tenía bastantes complicaciones!
—¿Está