—dijo él, aferrándose a su valor—. Vivimos aquí en un país civilizado en el que no caben esta clase de idioteces. ¿De dónde procede la carta?
»—De Dundee —contesté, examinando la estampilla de Correos.
»—Algún bromazo absurdo —dijo mi padre—. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con documentos? No haré caso alguno de semejante absurdo.
»—Yo, desde luego, me pondría en comunicación con la policía —le dije.
»—Para que encima se me riesen. No haré nada de eso.
»—Autoríceme entonces a que lo haga yo.
»—De ninguna manera. Te lo prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante tontería.
»De nadó valió el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco. Sin embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.
»El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo, el comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que hay en los altos de Portsdown Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues me parecía que hallándose fuera de casa estaba más alejado del peligro. En eso me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi padre había caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan en aquellos alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me trasladé hasta allí a toda prisa, pero murió sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el jurado no titubeó en dar su veredicto de muerte producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese la idea de asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de pies, ni robo, ni constancia de que se hubiese observado por las carreteras la presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir a ustedes que yo estaba muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se había tramado a su alrededor algún complot siniestro.
»De esa manera tortuosa fue como entré en posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me desembaracé de la misma. Les contestaré que no lo hice porque estaba convencido de que nuestras dificultades se derivaban, de una manera u otra, de algún incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan apremiante en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero del año ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante todo este tiempo yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia y que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré a tranquilizarme: ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que había caído sobre mi padre.»
El joven sacó del chaleco un sobre arrugado y, volviéndolo boca abajo encima de la mesa, hizo saltar del mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.
—He aquí el sobre —prosiguió—. El estampillado es de Londres, sector del Este. En el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: “K. K. K.”, y las de “Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol”.
—¿Qué ha hecho usted? —preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A decir verdad —y hundió el rostro dentro de sus manos delgadas y blancas— me sentí perdido. Algo así como un pobre conejo cuando la serpiente avanza retorciéndose hacia él. Me parece que estoy entre las garras de una catástrofe inexorable e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede guardarme.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Sherlock Holmes—. Es preciso que usted actúe, hombre, o está usted perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos estos de entregarse a la desesperación.
—He acudido a la policía.
—¿Y qué?
—Pues escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha llegado a la conclusión de que las cartas han sido bromas pesadas, y que las muertes de mis parientes se deben a simples accidentes, según dictaminó el jurado, y no debían ser relacionadas con las advertencias.
Holmes agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó:
—¡Qué inaudita imbecilidad!
—Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que permanezca en la casa.
Otra vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:
—¿Cómo ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir inmediatamente?
—Nada sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el apuro en que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.
—En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato fuera de los que nos ha expuesto, ni ningún detalle sugeridor que pudiera servirnos de ayuda.
—Sí, tengo una cosa más —dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta y, sacando un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa, agregando—: Conservo un vago recuerdo de que los estrechos márgenes que quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi tío echó los documentos al fuego eran de este mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de su habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la destrucción. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un libro. El encabezamiento decía “Marzo, 1869”, y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias:
“4. Vino Hudson. El mismo programa de siempre.
7. Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine.
9. McCauley se largó.
10. John Swain se largó.
12. Visitado Paramore. Todo bien”.
—Gracias —dijo Holmes, doblando el documento y devolviéndoselo a nuestro visitante—. Y ahora, no pierda por nada del mundo un solo instante. No disponemos de tiempo ni siquiera para discutir lo que me ha relatado. Es preciso que vuelva usted a casa ahora mismo, y que actúe.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Solo se puede hacer una cosa, y es preciso hacerla en el acto. Ponga usted esa hoja de papel dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una carta en la que les dirá que todos los demás papeles fueron quemados por su tío, siendo este el único que queda. Debe usted expresarlo en una forma que convenga. Después de hacer esto, colocará la caja encima del reloj de sol, de acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—No piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo. Creo que eso lo lograremos por medio de la ley, pero tenemos que tejer aún nuestra tela de araña, mientras que la de ellos está ya tejida. Lo primero en que hay que pensar es en apartar el peligro apremiante que le amenaza. Lo segundo consistirá en aclarar el misterio y castigar a los criminales.
—Le doy a usted las gracias —dijo el joven, levantándose y echándose encima el impermeable. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Seguiré, desde luego, su consejo.