Holmes fue pasando las hojas del volumen que tenía sobre sus rodillas, y dijo de pronto:
—Aquí está:
“Ku Klux Klan. Nombre que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se produce al levantar el gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la guerra civil en los estados del Sur por algunos excombatientes de la Confederación, y se formaron rápidamente filiales de la misma en diferentes partes del país, especialmente en Tennessee, Luisiana, las dos Carolinas, Georgia y Florida. Se empleaba su fuerza con fines políticos, en especial para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, por un aviso enviado a la persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas pero sabidas; por ejemplo: un tallito de hojas de roble, en algunas zonas, o unas semillas de melón o de naranja, en otras. Al recibir este aviso, la víctima podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la región. Cuando se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte indefectiblemente y, por lo general, de manera extraña e imprevista. Era tan perfecta la organización de la sociedad y trabajaba esta tan sistemáticamente, que apenas se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad, o en que alguno de sus ataques dejase un rastro capaz de conducir a quienes lo perpetraron. La organización floreció por espacio de algunos años, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de los Estados Unidos y de las clases mejores de la comunidad en el Sur. Pero en el año 1869 el movimiento sufrió un súbito colapso, aunque haya habido en fechas posteriores algunos estallidos esporádicos de la misma clase.”
—Fíjese —dijo Holmes, dejando el libro— en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide con la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos. Pudiera muy bien tratarse de causa y efecto. No hay que asombrarse de que algunos de los personajes más implacables se hayan lanzado sobre la pista de aquel y de su familia. Ya comprenderá usted que el registro y el diario pueden complicar a alguno de los hombres destacados del Sur, y que es posible que haya muchos que no duerman tranquilos durante la noche mientras no sean recuperados.
—De ese modo, la página que tuvimos a la vista...
—Es tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: “Se enviaron las semillas a A, B y C”, es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las anotaciones siguientes nos dicen que A y B se largaron, es decir, que abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias siniestras para este, según me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un poco de luz sobre esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, solo hay una probabilidad favorable para el joven Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé. Nada más se puede decir ni hacer por esta noche, de modo que alcánceme mi violín y procuremos olvidarnos durante media hora de este lastimoso tiempo y de la conducta, más lastimosa aún, de nuestros semejantes los hombres.
A la mañana siguiente había escampado, y el sol brillaba con amortiguada luminosidad por entre el velo gris que envuelve a la gran ciudad. Cuando yo bajé, ya Holmes se estaba desayunando.
—Discúlpeme que no le espere —me dijo—. Preveo que se me presenta un día atareadísimo en la investigación de este caso del joven Openshaw.
—¿Qué pasos va usted a dar? —le pregunté.
—Dependerá muchísimo del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que, a fin de cuentas, me llegue hasta Horsham.
—¿No va usted a empezar por ir allí?
—No, empezaré por la City. Tire de la campanilla, y la doncella le traerá el café.
Para entretener la espera, cogí de encima de la mesa el periódico, que estaba aún sin desdoblar, y le eché un vistazo. Mi mirada se detuvo en unos titulares que me helaron el corazón.
—Holmes —le dije con voz firme—, llegará usted demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando la taza que tenía en la mano—. Me lo estaba temiendo. ¿Cómo ha sido?
Se expresaba con tranquilidad, pero vi que la noticia le había conmovido profundamente.
—Me saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el titular Tragedia cerca del puente de Waterloo. He aquí el relato:
“Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el guardia de Policía Cook, de la sección H, estando de servicio cerca del puente de Waterloo, oyó un grito de alguien que pedía socorro, y el chapoteo de un cuerpo que cae al agua. Pero como la noche era oscurísima y tormentosa, fue imposible salvar a la víctima, no obstante acudieron en su ayuda varios transeúntes. Se dio, sin embargo, la alarma, y pudo ser recuperado el cadáver más tarde, con la intervención de la policía fluvial. Resultó ser el de un joven, como se dedujo por un sobre que se le halló en el bolsillo, que se llamaba John Openshaw, que tiene su casa en Horsham. Se conjetura que debió ir corriendo para alcanzar el último tren que sale de la estación de Waterloo, y que, en su apresuramiento y por la gran oscuridad, se salió de su camino y fue a caer al río por uno de los pequeños embarcaderos destinados a los barcos fluviales. El cadáver no mostraba señales de violencia, y no cabe duda alguna de que el muerto fue víctima de un accidente desgraciado, que debería servir para llamar la atención de las autoridades acerca del estado en que se encuentran las plataformas de los embarcaderos en la orilla del río”.
Permanecimos callados en nuestros sitios por algunos minutos. Nunca he visto a Holmes más deprimido y conmovido que en esos momentos. Y dijo, por fin:
—Esto hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. Este se ha convertido en un asunto personal y, si Dios me da salud, he de echar mano a esta cuadrilla. ¡Pensar que vino a pedirme socorro y que yo lo envié a la muerte!
Saltó de su silla y se paseó por el cuarto, poseído por una excitación incontrolable, con las enjutas mejillas cubiertas de rubor, y abriendo y cerrando sus manos largas y delgadas. Por último, exclamó:
—Tiene que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo consiguieron desviarlo de su camino y que fuese a caer al agua? Para ir directamente a la estación no tenía que pasar por el Embankment. Aun en una noche semejarte, estaba, sin duda, el puente demasiado concurrido para sus propósitos. Ya veremos, Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
—¿Va usted a la policía?
—No, me convertiré yo mismo en policía. Cuando tenga tejida la red podrán arrestar a esos hábiles pajarracos, pero no antes.
Mis tareas profesionales me absorbieron durante todo el día, y era ya entrada la noche cuando regresé a Baker Street. Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran ya cerca de las diez cuando entró con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de la hogaza de pan y se puso a comerlo con voracidad, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Está usted hambriento —dije yo.
—Muriéndome de hambre. Se me olvidó comer. No probé bocado desde que desayuné.
—¿Nada?
—Ni una miga. No tuve tiempo de pensar en la comida.
—¿Tuvo éxito?
—Sí.
—¿Alguna pista?
—Los tengo en el hueco de mi mano. No tardará mucho el joven Openshaw en verse vengado. Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de fábrica. ¡Es cosa bien pensada!
—¿Qué quiere decir?
Holmes cogió del aparador una naranja y, después de partirla, la apretó, haciendo caer las semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la parte interna de la patilla escribió: “S.H. para J.C.”. Luego lo lacró y puso la dirección: “Capitán James Calhoun, barca Lone Star. Savannah, Georgia”.
—Le estará esperando cuando entre en el puerto —dijo, riéndose por lo bajo—.