Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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usted que ha muerto?

      —Sí.

      —¿Asesinado?

      —No puedo asegurarlo. Es posible.

      —¿Y qué día murió?

      —El lunes.

      —Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya recibido hoy esta carta suya?

      Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

      —¿Qué? —rugió.

      —Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.

      —¿Puedo verla?

      —Desde luego.

      Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche.

      —¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.

      —No, pero la de la carta sí que lo es.

      —Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.

      —¿Cómo puede saber eso?

      —El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual solo puede significar que no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!

      —Sí, había un anillo. El anillo con su sello.

      —¿Y está usted segura de que esta es la letra de su marido?

      —Una de sus letras.

      —¿Una?

      —Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco bien.

      “Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, que quizá tarde algún tiempo en rectificar.

      Ten paciencia,

      Neville.”

      —Escrito a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al correo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco, una persona que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?

      —Ninguna. Esto lo escribió Neville.

      —Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.

      —Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.

      —A menos que se trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.

      —¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!

      —Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy.

      —Eso es posible.

      —De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto.

      —Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comunicación tan intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la plena seguridad de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?

      —He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?

      —No tengo ni idea. Es incomprensible.

      —¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?

      —No.

      —Y a usted le sorprendió verlo en Swandam Lane.

      —Mucho.

      —¿Estaba abierta la ventana?

      —Sí.

      —Entonces, él podía haberla llamado.

      —Podía, sí.

      —Pero, según tengo entendido, solo lanzó un grito inarticulado.

      —En efecto.

      —Que a usted le pareció una llamada de auxilio.

      —Sí, porque agitaba las manos.

      —Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho levantar las manos.

      —Es posible.

      —Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.

      —Como desapareció tan bruscamente...

      —Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.

      —No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera.

      —En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?

      —Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.

      —¿Había mencionado alguna vez Swandam Lane?

      —Nunca.

      —¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?

      —Nunca.

      —Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros. Ahora comeremos y después nos retiraremos, pues mañana es posible que tengamos una jornada muy atareada.

      Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin resolver podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evidente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la lámpara: con una vieja pipa de brezo entre los labios; los ojos ausentes, fijos en un ángulo del techo; los labios desprendiendo volutas de humo azulado y él callado, inmóvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así estaba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una