de tantas expediciones árticas y antárticas desde la década de 1830 en adelante, de la que algo sabía, después de haberla presidido durante tres años.
Así pues, me dirigí a la sede de la Real Sociedad Geográfica, en Kensington, y expuse al director de Iniciativas y Recursos, Alasdair MacLeod, mi obsesión y la osada tarea que quería llevar a cabo. ¿Había pistas sobre el paradero del HMS Erebus?
MacLeod frunció el ceño y pensó durante unos instantes: «Erebus… Mmm… ¿Erebus?». Entonces se le iluminaron los ojos. «Sí —contestó con aire triunfal—, ¡sí, por supuesto! ¡Tenemos las medias de Hooker!».
De hecho, tenían bastante más que eso, pero aquella fue mi primera incursión en el territorio de la investigación marítima, y, desde entonces, las medias de Hooker se han convertido en una especie de talismán espiritual para mí. No eran nada especial: de color crema, altas, hasta la rodilla, de tejido grueso y algo crujientes. Pero, a lo largo del año pasado, que he pasado viajando por el mundo acompañado del Erebus y en el que he estado a punto de ahogarme entre libros, cartas, planes, dibujos, fotografías, mapas, novelas, diarios, bitácoras de capitanes, diarios de abastos y demás sobre documentos del barco, he agradecido a las medias de Hooker el hecho de que me hicieran dar los primeros pasos de este viaje tan extraordinario.
Michael Palin
Londres, febrero de 2018
Prólogo
El superviviente
Una imagen de sonar, tomada en 2014, del pecio del Erebus. Fue descubierto en una parte poco profunda del mar, tan cerca de la superficie que al principio sus mástiles debieron de asomar entre las olas.
Bahía de Wilmot y Crampton, Nunavut, Canadá, 2 de septiembre de 2014. Cerca de la costa de una isla desolada, llana y sin ningún rasgo extraordinario, una de las miles del Ártico canadiense, donde los cielos, el mar y la tierra grises se funden a la perfección en un todo, un pequeño barco de casco de aluminio bautizado como el Investigator se mueve lenta, cuidadosa y rítmicamente sobre la superficie de un mar de color azul hielo. A remolque, justo por debajo de la línea de flotación, arrastra un esbelto cilindro plateado de alrededor de un metro de longitud. Dentro del cilindro viaja un sensor acústico que envía y recibe ondas. Las ondas de sonido rebotan en el lecho marino y regresan al cilindro, desde el que se transmiten por cable al barco y se traducen a imágenes del lecho del mar.
No hay mucho ruido en el Investigator más allá del monótono zumbido de sus motores. Hace buen tiempo, el cielo está despejado y un sol acuoso brilla sobre un mar tranquilo como un espejo. Todo es silencioso. Pasa el tiempo, pero poca cosa más.
De pronto, hay cierto revuelo: el cilindro ha evitado por los pelos golpearse contra un banco de arena; todos los que están a bordo se centran en asegurarse de que su caro sonar permanece intacto. En ese momento, Ryan Harris, un arqueólogo marino, echa un vistazo de reojo a la pantalla antes de acudir en su ayuda y ve algo más que arena y piedras en el fondo del mar. Algo que, de inmediato, lo pone en estado de alerta.
En la pantalla hay una forma oscura: algo sólido e inusual, tendido allí mismo, a poca profundidad, en el fondo, a solo once metros por debajo de él. Da un grito de aviso. Sus colegas se arremolinan frente a la pantalla del ordenador. Él señala hacia la forma. No dan crédito a lo que ven: bajo el plateado sensor cilíndrico del Investigator, hay un casco de madera cuyos detalles son poco precisos pero con un contorno claramente definido. La popa está rota, como si le hubieran dado un mordisco, los baos quedan a la vista y está cubierto por una capa de vegetación submarina que parece lana. Lo que están contemplando es un barco. Un barco que desapareció de la faz de la Tierra, junto con toda su tripulación, hace ciento sesenta y ocho años. Un barco que tuvo una de las vidas y muertes más extraordinarias de la historia naval británica y que, de este día en adelante, protagonizará una de las más notables resurrecciones.
Todavía se muestra orgulloso, tan cerca de la superficie que, hace tiempo, sus dos mástiles más altos debían de asomar por encima de las olas. El casco es fuerte, a pesar del impacto o hundimiento en popa. Filamentos de kelp, una larga alga marrón, cubren la silueta de los maderos como si fueran vendajes holgados. Se han roto sus tres mástiles, y también el bauprés. Algunos trozos de estos yacen en el nido de escombros que lo rodea. Entre los restos del naufragio, semienterrados en la arena, se encuentran dos de sus hélices, ocho anclas y parte del timón del barco. En algunos puntos, sus tres cubiertas se han hundido una sobre otra. Muchos de los baos maestros que discurren de lado a lado del barco parecen todavía muy sólidos, aunque casi todos los tablones de la superficie han desaparecido, lo que, al contemplarlo desde arriba, confiere al barco el aspecto de un pescado a medio filetear.
En la cubierta superior, un enorme cabrestante de hierro fundido permanece intacto. Cerca de él hay dos bombas Massey de aleación de cobre. Algunas claraboyas y los iluminadores patentados Preston, que habrían llevado luz a los hombres bajo cubierta, están en buen estado.
Algunas partes de la cubierta inferior, donde se habría desarrollado la vida del barco, han quedado expuestas y otras todavía permanecen ocultas. Los cofres en los que los marineros guardaban sus pertenencias, y sobre los que se sentaban para comer, se distinguen bajo la acumulación de sedimento y algas muertas. Los baos están numerados para señalar las posiciones en las que se habrían colgado las hamacas. Las escaleras y las escotillas que dan acceso a las cubiertas superiores están fantasmalmente abiertas. La cocina de a bordo, en la que se preparaban las comidas, también está intacta y en su sitio. A proa, todavía se distingue el contorno de la enfermería.
Más atrás, parte del camarote del capitán, de la sala de oficiales y varios de los camarotes de los oficiales son reconocibles a través de un bosque de madera hundida. En uno de ellos hay un camastro, con cajones debajo. El espejo —la pared de popa del barco— es el que ha sufrido más daños, pero el dormitorio del capitán junto a él sigue en su lugar, así como unas taquillas y un calentador. El sollado, la más baja de las tres cubiertas, es la menos dañada, pero también en la que resulta más difícil adentrarse. Aun así, se han recuperado de ella un zapato, botes de mostaza y cajas de almacenaje. Los buceadores también han encontrado un juego de platos con dibujos chinescos, el tallo de una copa de vino, una campana del barco, un cañón de seis libras de bronce, varios botones decorados, una hebilla de cinturón del Cuerpo de Marines Reales adornada con un león coronado sobre una corona y un frasco de medicina de un cristal grueso con el nombre «Samuel Oxley, Londres» grabado en los lados. Originalmente contenía un brebaje fabricado por Oxley a partir de esencia concentrada de jengibre jamaicano. La anunciaba como una cura para «el reumatismo, la indigestión, los gases, los dolores de cabeza y los mareos nerviosos, la hipocondría [me encanta la idea de que exista una medicina contra la hipocondría], el ánimo alicaído, la ansiedad, los temblores, los espasmos, los calambres y la parálisis». Esta pócima sobrehumana que todo lo cura sigue siendo, para mí, uno de los descubrimientos más emocionantes realizados en el HMS Erebus. Es un recordatorio de que las aventuras épicas y la fragilidad cotidiana a menudo van de la mano.
Durante el ochenta por ciento del año, el mar se hiela y sella de nuevo los secretos del barco. Pero, cuando el hielo se derrite, gente como Ryan —que ha hecho más de doscientas inmersiones— y el resto del equipo de submarinistas regresarán al agua en busca de más detalles preciosos. Mi sueño sería conocer el Erebus de una forma tan íntima como ellos lo han hecho. Aunque sea una sola vez. Lo que necesito ahora de Hooker no son sus medias, sino su traje de submarinista.
Capítulo 1
Hecho en Gales