del Almirantazgo.
Barrow y Banks forjaron a su alrededor un círculo de científicos y navegantes emprendedores. Inspirados en gran medida por el trabajo del naturalista alemán Alexander von Humboldt, su objetivo era contribuir a un esfuerzo internacional para cartografiar, registrar y clasificar el planeta, su geografía, su historia natural, su zoología y su botánica. Serían ellos quienes marcarían el paso de una época dorada de la exploración británica, motivados más por la curiosidad científica que por la gloria militar.
La prioridad de Barrow era la región ártica, que solo se había explorado parcialmente. Desde que John Cabot, un italiano asentado en Bristol, había descubierto Terranova en 1497, había surgido un intenso interés en descubrir una ruta norteña hasta «Catay» (China) y las Indias que compitiera con la ruta por el sur doblando el cabo de Hornos (en esa época, dominada por españoles y portugueses). Desde su escritorio en las oficinas del Almirantazgo, John Barrow fue el principal defensor de esta causa. Utilizó todos los contactos concebibles y se sirvió de su influencia de todas las maneras imaginables para impulsar la exploración. Defendía que, si la Marina Real descubría un paso del Noroeste que uniera los océanos Atlántico y Pacífico, los beneficios para Gran Bretaña en términos de viajes más seguros y cortos hacia y desde el lucrativo Oriente serían inmensos.
Alrededor de 1815, el año de la batalla de Waterloo, unos balleneros —los héroes olvidados de la exploración polar y, además, los únicos que se adentraban con frecuencia en las aguas de los océanos Ártico y Antártico— regresaron del norte con noticias de que el hielo se estaba rompiendo alrededor de Groenlandia. Uno de ellos, William Scoresby, opinaba que, si se atravesaba la masa de hielo que se extendía entre las latitudes de 70 y 80o N, luego las aguas estarían despejadas hasta el mismo polo, lo que ofrecía la tentadora perspectiva de un paso marítimo al Pacífico. Utilizó pruebas de la existencia de ballenas arponeadas frente a Groenlandia, con los arpones todavía en el costado, al sur del estrecho de Bering, para respaldar sus argumentos.
Barrow, que se sentía atraído por la idea de un mar polar sin hielo, convenció a la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural que ofreciera una serie creciente de recompensas a todo aquel que penetrase en las aguas del Ártico. Estas iban desde las cinco mil libras para el primer barco que alcanzara los 110º O hasta un premio de veinte mil libras por descubrir el propio paso del Noroeste. Con el apoyo de sir Joseph Banks, Barrow fue a continuación a hablar, en conjunto con la Real Sociedad, con el primer lord del Almirantazgo, Robert Dundas, 2.o vizconde de Melville, con la intención de que aprobara dos expediciones árticas financiadas con dinero público: una con el objetivo de dar con un paso por mar del Atlántico al Pacífico y la otra con el de dirigirse al Polo Norte para comprobar si era cierto que, más allá del hielo, las aguas estaban despejadas.
A Robert Dundas, esta sugerencia debió de parecerle una oportunidad caída del cielo. Dundas era un escocés cuyo padre se había hecho tristemente célebre por ser el primer ministro de la historia del país en ser defenestrado por malversación de fondos públicos, y llevaba seis años en el Almirantazgo, la mayoría de los cuales los había pasado luchando contra los recortes de presupuesto aplicados a la Marina Real. La propuesta de Barrow ofrecía un medio de mantener a algunos de los barcos existentes ocupados y, de ese modo, ayudaba a contrarrestar las críticas de que la Marina Real tenía tantos barcos que no sabía qué hacer con ellos. Por consiguiente, acogió de muy buen grado las propuestas de Barrow.
El Almirantazgo propuso el liderazgo de una de las expediciones a un marinero escocés, John Ross. John era el tercer hijo del reverendo Andrew Ross y procedía de una familia que vivía cerca de la ciudad de Stranraer, en Wigtownshire, cuyo excelente puerto natural era una parada habitual para los barcos de la Marina Real. En aquella época era habitual que las familias permitieran que sus hijos se alistaran en la Marina para completar su escolarización, y John se había incorporado a filas como voluntario de primera clase a la edad de nueve años. Para cuando tenía trece, había sido transferido al Impregnable, un buque de guerra de noventa y ocho cañones. A partir de ese momento, había emprendido una carrera distinguida y había participado en numerosos combates. A finales de 1818, cuando le llegó la carta que lo nombraba líder de la expedición en busca del paso del Noroeste apoyada por el Almirantazgo, tenía cuarenta años, contaba con el respeto de sus colegas y había pasado la mayor parte de su vida al servicio de la Marina.
Ross, que recibió el mando del HMS Isabella, hizo uso de cierto nepotismo e incorporó a la expedición a su sobrino de dieciocho años, James Ross. Inspirado y animado por el ejemplo de su tío, James se había alistado en la Marina Real al cumplir los once años y había sido aprendiz de su tío en el Báltico y el mar Blanco, frente al norte de Rusia. Se incorporó al Isabella como guardiamarina, que, tradicionalmente, suponía el primer paso para convertirse en oficial.
James era alto y fornido y había aprovechado bien su carrera en la Marina. Había aprendido mucho sobre los últimos avances científicos, especialmente en los campos de la navegación y el geomagnetismo. La habilidad de entender y utilizar las fuerzas magnéticas de la Tierra constituía uno de los grandes trofeos de la ciencia a principios del siglo xix, y James Clark Ross (añadió el «Clark» más adelante, para distinguirse de su tío) tendría un papel clave en su investigación.
Al mando del HMS Trent, uno de los barcos a los que se confió la misión de alcanzar el Polo Norte, estaba John Franklin que, con treinta y dos años, era también un marinero profesional. Como John Ross, había entrado en combate durante las guerras napoleónicas, en las que se había visto obligado a entrar en acción de súbito a bordo del HMS Polyphemus en la batalla de Copenhague, con tan solo quince años. Después había sido guardiamarina con Matthew Flinders durante una expedición que cartografió buena parte de la costa de Australia (o Nueva Holanda, que es como se la conocía entonces). El joven Franklin había aprendido mucho de Flinders, quien, a su vez, había adquirido buena parte de sus conocimientos del capitán Cook. Antes de cumplir los veinte años, Franklin había ganado más experiencia de combate como oficial de señales en el HMS Bellerophon durante la batalla de Trafalgar. A los veintidós años ya era teniente. Cuando James Ross, de una belleza sobrecogedora, se encontró por primera vez con el orondo John Franklin, prematuramente calvo y de cara redonda, en Lerwick (en las islas Shetlands) en mayo de 1818, cuando el Isabella y el Trent se preparaban para zarpar hacia el Ártico, debió de contemplarlo como una especie de héroe. No podía saber entonces que sus caminos volverían a cruzarse en el futuro, ni que sus nombres estarían íntimamente ligados a la dramática historia del HMS Erebus.
Como muchos de los mandos navales de la época, Franklin era un polímata culto que mostraba un especial interés en la ciencia del magnetismo. Esta era su primera misión al Ártico y se la tomó muy en serio. Andrew Lambert, su biógrafo, valora qué le rondaba la cabeza en aquellos momentos: «Puede que no tuviera pedigrí universitario, ni el estatus de un miembro de la Real Sociedad, pero había viajado por todo el mundo, hecho observaciones y combatido a los enemigos del rey. Era alguien y, si a la empresa le aguardaba un futuro brillante, era posible que obtuviera un ascenso». Por desgracia, la expedición, que él esperaba que alcanzara el extremo oriental de Rusia, no superó una tormenta entre los icebergs cerca de Spitsbergen, y John Franklin regresó a Inglaterra al cabo de seis meses.
La expedición de John Ross al paso del Noroeste gozó, en un principio, de mejor fortuna. Tras alcanzar los 76º N y cruzar sin percances la bahía de Baffin, el Isabella y su compañero, el Alexander, se encontraron en el extremo de un cabo en la zona noroccidental de la bahía. Era la boca del estrecho de Lancaster, que luego se conocería como la entrada del paso del Noroeste. Pero fue también allí donde Ross cometió un grave error que se demostraría una mácula permanente para su reputación. Al mirar hacia el oeste desde el cabo, llegó a la conclusión de que no se podía pasar por el estrecho, porque parecía que más adelante había unas altas montañas. Pero lo cierto es que no eran montañas, sino nubes. Tan convencido estaba de lo que vio, empero, que no solo no ordenó subir a cubierta a ningún oficial para que confirmara lo que había visto (todos estaban abajo, jugando a cartas), sino que incluso bautizó la imaginaria cordillera con el nombre de montañas Croker, en honor al primer secretario del Almirantazgo. Fue un episodio muy