Michael Palin

Erebus


Скачать книгу

una influencia tan grande como para destruir los afectos más profundos del corazón y hacer que un padre tratara a su hija con tal insensibilidad y rigor». Por fortuna, una de las mejores cualidades de James Ross era su persistencia. Cuando decidía algo, no era fácil disuadirlo. Mantuvo el contacto con Anne, y ella con él. Su perseverancia se vería al final recompensada.

      El HMS Terror pronto zarpó en otra misión. Abandonó Medway en junio de 1836 como buque insignia de la última ambiciosa expedición de George Back para ampliar los conocimientos sobre el noroeste del océano Antártico. Hacia septiembre ya estaba atascado en el moviente hielo y sufrió su presión durante todo el invierno. Al final, el trozo de hielo se desprendió de la plataforma y, todavía encajado en un témpano flotante, navegó a la deriva hasta llegar al estrecho de Hudson. Con el casco dañado y asegurado con una cadena, el Terror alcanzó por los pelos la costa de Irlanda, donde embarrancó sin más ceremonias.

      Antes del desastre, George Back tuvo unas palabras de elogio hacia el Terror que podrían haberse dirigido a todas las bombardas: «Hondo y de gruesa madera como era y, aunque cada acometida hundía el bauprés en el agua, su cabeceo era tan tranquilo que apenas se tensaban los cabos». Su descripción del barco en buen tiempo hace que el sapo parezca un príncipe: «Con los sobrejuanetes y todas las bonetas desplegadas por primera vez, el gallardo barco exhibió orgulloso todo su expandido plumaje y flotó majestuosamente sobre las olas del mar».

      El Erebus no tuvo una ocasión similar para impresionar. Aunque había estado sumamente cerca de entrar en acción, al final simplemente había cambiado un muelle por otro. En Chatham se le retiró el aparejo y volvió a engrosar la lista de «ordinarios». Estaba convirtiéndose en el barco que «casi zarpa» de la Marina Real.

      Capítulo 3

       El sur magnético

       8

      Durante todo el principio del siglo xix, el océano Antártico continuó siendo terra incognita. La expedición de James Weddell al Polo Sur entre 1822 y 1824 —descrita en sus memorias de 1825— llegó más al sur que ninguna otra hasta entonces, pero no avistó tierra alguna.

      Cuando la recién formada Asociación Británica para el Avance de la Ciencia se reunió en Newcastle en el verano de 1838, el magnetismo terrestre era uno de los temas más importantes del orden del día. Se estimaba que había llegado el momento de cobrarse el premio. Una vez que entendieran el funcionamiento del campo magnético de la Tierra y lo codificaran, las brújulas y los cronómetros podrían disponerse con absoluta precisión y la navegación dejaría de ser un proceso errático que dependía de los cielos y suposiciones. El resultado sería el equivalente decimonónico de un GPS.

      Uno de quienes defendía con más intensidad la necesidad de esta investigación era Edward Sabine, un oficial de la Artillería Real que había navegado con Ross y Parry al Ártico. Como asesor científico del Almirantazgo, durante los últimos diez años había defendido con vehemencia que Gran Bretaña debía utilizar su superioridad naval para recabar información valiosa sobre el campo magnético de la Tierra. Pero también estaba de acuerdo con el influyente Alexander von Humboldt, un noble prusiano que había realizado los primeros estudios sobre el geomagnetismo durante un célebre viaje a Sudamérica en 1802, en que, solo si los diversos países colaboraban, podría reducirse el mundo a una serie de principios claros, empíricos y científicos.

      La teoría que vinculaba el geomagnetismo y la navegación ya había sido desarrollada por Carl Friedrich Gauss, un astrónomo de la Universidad de Gotinga. Para poner sus ideas en práctica, Sabine y otros propusieron que se estableciese una red de estaciones de observación a lo largo de todo el orbe que informarían de sus datos simultáneamente. James Clark Ross había descubierto el polo norte magnético y establecido que era diferente del norte geográfico, también llamado «norte verdadero». Ahora, el siguiente paso lógico era centrarse en las zonas terrestres inexploradas y, en particular, en las partes más remotas del hemisferio sur.

      Hasta ese momento, la exploración antártica nunca se había tomado muy en serio. La mayoría de los datos que se tenían sobre las tierras del sur procedía del capitán Cook, quien, en la década de 1770, había cruzado en dos ocasiones el círculo polar antártico… y la experiencia no le había entusiasmado demasiado. Según escribió, aquel era un terreno de «espesas nieblas, ventiscas, frío intenso y todos los demás elementos que hacen la navegación peligrosa». En su mayor parte, la región se había dejado en manos de balleneros y cazadores de focas privados.

      En cualquier caso, descripciones como la de Cook no hicieron sino aumentar la fascinación del público por el lugar. Para los románticos, la Antártida representaba el misterio de lo desconocido y lo salvaje. Por ejemplo, la «Balada del viejo marinero», de Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798, describe un barco maldito que navega a la deriva en el océano Antártico.

      Sopló la buena brisa, corrió la blanca espuma,

      siguió libre la estela;

      éramos los primeros que jamás irrumpieran

      en aquel mar callado.

      En el poema de Coleridge, el viaje acaba en desastre. El héroe de la única novela de Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), encuentra en el océano Antártico todo tipo de peligros y depravaciones, desde naufragios hasta canibalismo. Es un lugar de frío y oscuridad infernales. Un sitio donde las almas atormentadas sucumben a la locura. El tipo de lugar que los griegos llamaban Érebo.

      Mientras los artistas y los poetas estaban ocupados asustándose a sí mismos y al público, los científicos, como a menudo sucede, iban en otra dirección, la del conocimiento y la lógica, la de la exploración y la explicación. Imbuidos del espíritu de la Ilustración, la existencia o inexistencia de un continente en el Polo Sur constituía otro misterio que había que resolver. Ahora, las exigencias de la ciencia y un sentimiento recién despertado del potencial del ser humano se combinaban para empezar a desentrañarlo.

      Existían, además, otros motivos. El eminente astrónomo sir John Herschel insistió en las aplicaciones prácticas de una expedición al Polo Sur en una reunión celebrada en Birmingham y apeló a más que a meros argumentos científicos. «Las grandes teorías físicas —afirmó—, con su estela de consecuencias prácticas, son preeminentes objetos nacionales, que comportan gloria y utilidad». Con este empujoncito chauvinista, el comité de Herschel redactó un memorando de resolución que se presentó al primer ministro, lord Melbourne.

      A lo largo del invierno el debate se inclinó de un lado y, luego, de otro, pero el 11 de marzo de 1839, lord Minto, el primer lord del Almirantazgo, informó finalmente a Herschel de que se había concedido el permiso para una expedición antártica. Sería una empresa de prestigio y, en consecuencia, necesitaba un líder de primer orden. Por fortuna, entre los más cualificados para encabezarla había dos célebres exploradores polares: James Clark Ross y John Franklin. Uno era el hombre que había rechazado el título de caballero; el otro era el hombre que se había comido sus botas.

      La carrera reciente de Ross lo había hecho célebre. También Franklin había tenido éxito, aunque quizá gozara de menor fama. En 1825, tres años después de su primer viaje al Ártico, había lanzado una segunda expedición por tierra. Durante los meses de invierno se había dedicado a hacer meticulosas observaciones científicas. Cuando las condiciones mejoraron, condujo a sus hombres en la exploración de seiscientos cincuenta kilómetros de costa desconocida, al oeste del río Mackenzie. Y, al final de la temporada, tras haber aprendido la lección de sus experiencias anteriores, Franklin decidió no continuar su avance para no poner en peligro la vida de sus hombres y regresó a Londres.

      Nombrado caballero en 1829 y con una mejor reputación como navegante y líder de expediciones, en el año 1830 Franklin recibió la orden de tomar el mando del HMS Rainbow, una corbeta de veintiocho cañones y quinientas toneladas, con órdenes de navegar al