John Barrow lo recomendaba sin ambages: «Es un joven oficial extremadamente capaz, que, gracias a su talento, atención y energía, se ha elevado hasta la cima de la Marina». La respuesta a por qué Crozier nunca alcanzó esa cima propiamente dicha es un misterio. Parece que algo en su personalidad lo impidió, quizá una falta de sofisticación o de confianza en tierra, una excesiva conciencia de su limitada educación formal. Su biógrafo, Michael Smith, lo describe como un hombre «firme como una roca, en el que se podía confiar», pero añade: «Crozier había nacido para ser segundo al mando».
Edward Joseph Bird, de treinta y siete años, fue nombrado primer teniente del Erebus. También él había navegado junto a Ross, últimamente como segundo de a bordo del HMS Endeavour en una de las expediciones de Parry. Sir Clements Markham, un geógrafo y explorador victoriano que durante muchos años presidió la Real Sociedad Geográfica, describió a Bird como «un excelente marinero, discreto y retraído». Lucía barba, se peinaba hacia delante su prematuramente ralo cabello y tenía una constitución notablemente similar a la del rollizo John Franklin. Ross confiaba ciegamente en él.
En junio, Crozier escribió a Ross con ligera frustración, preocupado porque aún no se había escogido a ningún primer oficial que lo acompañara a bordo del Terror. Parecía que no quería tomar esa decisión por sí mismo. «Personalmente, no conozco a nadie de ningún rango que nos convenga, pero por fuerza tiene que haber muchos —escribió, y añadió, de forma un tanto enigmática—. No queremos un filósofo». En esa época, las palabras «filósofo» y «científico» eran a menudo intercambiables, así que no está claro si Crozier estaba meramente indicando que prefería a un hombre con conocimientos navales o señalando que se sentía incómodo rodeado de intelectuales. Al final, Archibald McMurdo, un escocés competente, fue elegido como primer teniente de Crozier. Conocía el Terror, pues había sido tercer teniente a bordo cuando la nave había evitado por muy poco la destrucción en el hielo durante la expedición de Back en 1836. En cuanto a Charles Tucker, fue nombrado maestro navegante del Erebus, a cargo de la navegación de la expedición.
Otros miembros de la tripulación con experiencia en el Ártico eran Alexander Smith, primer oficial, y Thomas Hallett, administrador. Ambos habían servido con Ross y Crozier en el Cove. Thomas Abernethy, que fue nombrado artillero, era una presencia reconfortante. Aunque sus deberes en cuanto a la artillería eran prácticamente honoríficos, era un hombre grande y asombrosamente fornido que había acompañado a Ross en muchas de sus aventuras en el Ártico, y se había convertido en uno de sus hombres de confianza y en un amigo. Había estado a su lado, por ejemplo, cuando alcanzaron el polo norte magnético.
Por fortuna para los futuros investigadores e historiadores, dos cargos del Erebus recayeron en hombres que registraban todas sus aventuras con minucioso detalle: Robert McCormick y Joseph Dalton Hooker. McCormick, que había estado en el Beagle con Charles Darwin, era el cirujano de a bordo y un naturalista, una combinación que hoy puede parecer extraña, pero que era muy comprensible en esa época prefarmacéutica en la que los médicos preparaban sus propias medicinas utilizando las plantas como principio activo —de hecho, la Ley de Boticarios de 1815 hizo que el estudio de la botánica fuera obligatorio en el proceso de formación de un médico—. McCormick era, como suele decirse, todo un personaje, y estaba bastante complacido de haberse conocido. En el Beagle, McCormick se irritaba cada vez más con la libertad que el capitán Fitzroy concedía a Darwin, a quien, a pesar de no tener ningún estatus naval oficial, se le permitía a menudo desembarcar en la orilla para llevar a cabo sus investigaciones mientras que McCormick tenía que permanecer a bordo. Al final, McCormick consiguió que lo eximieran de seguir en la expedición, sin que nadie lamentara su partida. Parece que la mala relación era mutua. «Decidió hacerse molesto para el capitán —le recriminó Darwin, que añadió—: Era un filósofo muy anticuado».
McCormick sin duda era un hombre que había leído mucho sobre historia natural, geología y ornitología, y en algún momento impresionó —o quizá presionó— a Ross lo bastante como para garantizarse un puesto en la expedición. Así que allí estaba, con sus libros, sus instrumentos y sus cajas de especímenes, a bordo del HMS Erebus. Por muy tendencioso que sea, su diario constituye una fuente de información fabulosa sobre los cuatro años que pasó el barco en el océano Antártico.
Joseph Dalton Hooker era hijo de William Jackson Hooker, de Norwich, quien, gracias a la influencia del ubicuo sir Joseph Banks, había sido nombrado catedrático de Botánica de la Universidad de Glasgow. William comprendió muy pronto que su hijo tenía un talento precoz. Con seis años había identificado correctamente un musgo que crecía en una pared de Glasgow como Bryum argenteum. A los trece años, ya estaba obsesionado con la botánica y recitaba largas listas de nombres de plantas en latín.
A través de su amplia red de contactos, William Hooker se había enterado de la expedición al Antártico propuesta y, al comprender que ofrecía la oportunidad de que un joven naturalista se labrara una reputación, utilizó toda su influencia para conseguir un nombramiento para su hijo. Después de todo, aquella era, por motivos tanto científicos como comerciales, una edad de oro para la botánica. Como escribe Jim Endersby, el biógrafo de Hooker, «gran parte de la riqueza del Imperio británico se encontraba en las plantas», desde la madera y el cáñamo para los barcos, al índigo, las especias, el té, el algodón y el opio que transportaban. Comprender cómo, dónde y por qué las cosas crecían donde lo hacían suponía un beneficio inconmensurable para el Gobierno. Por ello, tenía todo el sentido del mundo que hubiera un botánico en la expedición.
Al final, el único cargo oficial que quedaba para Hooker era el de cirujano adjunto, y, a tal fin, Joseph se formó como médico rápidamente. Pero era evidente cuál era su principal interés. «Probablemente ningún botánico del futuro visitará jamás los países a los que voy, y eso hace de este viaje una perspectiva sumamente atractiva», escribió a su padre. El 18 de mayo de 1839, seis semanas antes de su vigesimosegundo cumpleaños, Joseph Hooker recibió la noticia de que su nombramiento como segundo cirujano del HMS Erebus había sido confirmado. Sería el hombre más joven a bordo.
A lo largo de toda la expedición, tanto Hooker como su superior inmediato, McCormick, mantuvieron meticulosos y detallados diarios, probablemente animados por el ejemplo de Charles Darwin. (Hooker le dijo a su padre que dormía con un juego de pruebas de El viaje del Beagle bajo la almohada). Como era habitual en las expediciones financiadas con dinero público, todos los diarios y cuadernos escritos a bordo se consideraban propiedad del Almirantazgo y tenían que entregarse al final del viaje. Y, como señala M. J. Ross, biógrafo y bisnieto de sir James, no había ningún científico profesional en esa expedición: todos los oficiales y la tripulación eran miembros de la Marina Real y, por lo tanto, estaban sometidos a estas restricciones. Las cartas que se enviaban a casa, no obstante, estaban exentas de examen o apropiación, lo que hace la abundante correspondencia del joven Hooker con su familia todavía más valiosa. Estas misivas se caracterizan por una informalidad y una franqueza que resultaría imposible de encontrar en un informe oficial.
Tras recibir su nombramiento, se ordenó a Hooker que se presentara en el muelle de Chatham, donde, como explica en su diario, «pasé casi cuatro tediosos meses […] a la espera de que los barcos estuvieran completamente listos y equipados». Estaba alojado, o «encasquetado», como se decía en la Marina, en una antigua fragata llamada HMS Tartar. Por aquel entonces, era habitual utilizar buques de guerra retirados como alojamiento temporal. Algunos, como el famoso Fighting Temeraire, inmortalizado por Turner, se emplearon como barcos prisión y tenían la mala fama de ser lugares indescriptiblemente inmundos.
Otros miembros de la tripulación también se encontraban alojados en el Tartar, entre ellos el sargento William Cunningham, que estaba a cargo del pelotón de marines formado por un cabo y cinco soldados que se había asignado al HMS Terror. Un destacamento similar viajaría a bordo del Erebus. El papel de los reales marines era ejercer como una especie de fuerza policial. Tenían la misión de mantener el orden y la disciplina a bordo, buscar a los desertores y retornarlos a la nave, ejecutar los castigos, recoger y enviar el correo, racionar el alcohol, vigilar la embarcación cuando estuviera atracada en un puerto y ofrecer una guardia de honor