hambre».
Cuando el Erebus y el Terror se acercaron al ecuador, entraron en las latitudes entre los alisios del noreste y del sureste. «Violentas ráfagas de viento y torrentes de lluvia se alternaban con calmas y brisas incomprensiblemente ligeras —observó Ross—, que, combinadas con el calor sofocante de una atmósfera tan cargada de electricidad, hicieron que esta parte del viaje fuera desagradable e insalobre». Si a Ross, en su espacioso camarote de popa, esta parte del trayecto le pareció incómoda, podemos imaginar cómo lo debieron de pasar aquellos que estaban bajo cubierta, por mucho que abrieran las escotillas.
El 3 de diciembre de 1839, el Terror cruzó el ecuador antes que el Erebus. William Cunningham, que jamás había cruzado esta imaginaria línea antes, era, por lo tanto, un «novato», y el resto de la tripulación, vestida para la ocasión como el rey Neptuno y sus asistentes, lo sometió a la tradicional ceremonia de cruce del ecuador, que él mismo narró en su diario:
Me hicieron sentar en la silla del barbero, y empezó el proceso de afeitado, para lo que me enjabonaron con una brocha de pintor; el jabón consistía en todo tipo de porquería que puede encontrarse en un barco (incluidos excrementos). A mis espaldas, la bomba trabajaba a máxima potencia. Tras ser rasurado a base de bien con el trozo de una argolla de hierro, me arrojaron de espaldas en una vela llena de agua […] y acabé empapado […], tras lo cual tuve el placer de ver a casi otros treinta pasar por un proceso similar.
A mediodía, se «empalmó la braza de la mayor» (una expresión que se utilizaba para anunciar una ración extra de ron)* y, «después de la cena, todo el mundo se entregó a los bailes y las diversiones».
Su primera Navidad lejos de casa se celebró con el entusiasmo tradicional. Tras las plegarias y un sermón del capitán Ross, trece de los oficiales se sentaron en la santabárbara para disfrutar de un menú compuesto por sopa de guisantes, pavo asado y jamón, nabos, pudín de ciruelas y tarta de calabaza. Dos días después, desayunaron un delfín recién pescado y, cinco días más tarde, los miembros del Erebus despidieron a la década que llegaba a su fin «con todo el mundo en cubierta bailando al son del violín». A bordo del Terror, al tocar la medianoche, el capitán Crozier hizo que el contramaestre empleara su silbato para convocar a todos a empalmar la braza de la mayor, «y debo decir —escribió Cunningham— que jamás había visto a un grupo de marineros responder más rápido a una llamada en toda mi vida». El violín empezó a tocar «Rule, Britannia!» y, con bailes y bromas que se prolongaron hasta las dos de la mañana, la tripulación «acabó de dar la bienvenida a la década de 1840 con tres sonoros hurras».
Podría decirse que la expedición iba a las mil maravillas, pero el caso es que progresaba muy lentamente.
La necesidad de mediciones paralelas constantes forzaba a ambos barcos a seguir un rumbo indirecto y muy largo. Habían cruzado el ecuador magnético el 7 de diciembre, momento en que Ross anotó con satisfacción que el agua de su brújula de inclinación Fox (un magnetómetro utilizado para medir el ángulo entre el horizonte y el campo magnético de la Tierra) quedó en una posición perfectamente horizontal. La había visto ya apuntar directamente hacia arriba en el polo norte magnético y, si la expedición tenía éxito, la vería apuntar directamente hacia abajo cuando llegaran al polo sur magnético. Ahora, las observaciones indicaban que estaban sobre o muy cerca de la línea de menor intensidad: la zona de calma ecuatorial magnética, por así decirlo. Ross quería explorar en mayor profundidad este fenómeno, por lo que ordenó que el barco avanzara en zigzag para cruzar una y otra vez la línea. Al final, para alivio de los marineros —si bien no de los científicos—, desembarcaron en la isla de Santa Elena el 31 de enero de 1840.
Aquella era la prisión abierta a la que se había llevado a Napoleón tras su derrota en Waterloo. A pesar de que eran conscientes de que ya había escapado de una isla, la de Elba, se había considerado que aquel punto perdido en medio del Atlántico era uno de los lugares más seguros del mundo. Y, en efecto, fue allí donde el francés murió, menos de veinte años después.
McCormick, siempre dispuesto a emprender una excursión, se hizo con un caballo y trotó montaña arriba para ver dónde había pasado Napoleón sus últimos días. El gran emperador francés se había visto reducido a vivir en direcciones absurdas con nombres como «Los escaramujos» antes de alojarse en la más grande y elegante casa de Longwood. McCormick se llevó una evidente decepción al descubrir que Longwood tenía un aspecto decadente y de abandono. «La sala de billar de Napoleón está llena de espigas de trigo», anotó con tristeza en su diario. En lo que había sido la sala de estar de Napoleón encontró una aventadora. Continuó revisando la casa casi en ruinas, embargado por el asombro y cierta pena. «Esta estancia lleva al dormitorio, bajo cuya segunda ventana descansó la cabeza del gran Napoleón cuando abandonó este mundo». Uno casi siente cómo su voz desciende hasta convertirse en un respetuoso susurro. Al día siguiente, visitó la tumba de Napoleón, alrededor de la cual «chapoteaban patos irrespetuosos».
Entretanto, el Erebus estaba resultando un buen hogar para Joseph Hooker. «Aquí soy muy feliz y vivo cómodo —escribió a su padre—. No estoy a menudo ocioso». Él y Ross compartían un interés similar por las ciencias, por lo que se llevaban bien. El capitán le había concedido espacio en su camarote para sus plantas, y «una de las mesas bajo la ventana de popa es completamente mía». En una carta a sus hermanas, Hooker ofrece un retrato íntimo de su relación. «Dibujo prácticamente a diario, en ocasiones durante todo el día y hasta las dos o las tres de la madrugada, siguiendo las instrucciones del capitán. Por la noche, él se sienta en un lado de la mesa, a escribir y pensar, y yo, al otro, a dibujar». Ross había ordenado que se arrastraran redes para recoger criaturas marinas, otra cosa que encantaba a Hooker. «McCormick no les presta atención, así que me las traen a mí». La única queja de Hooker era que la expedición progresaba muy lentamente. No culpaba de ello, como no es sorprendente, a la obsesión de Ross por seguir las líneas magnéticas. En lugar de ello, responsabilizaba de los retrasos al otro barco: «El Terror ha sido un miserable lastre para nosotros, pues de vez en cuando hemos tenido que recoger velas [para que no se quedara muy atrás]».
Sin duda alguna, parece que el Terror fue el más relajado y menos cerebral de los dos barcos en esta época. En su diario, Cunningham anota lo más destacado del día: «Se sacrificó un ternero por la tarde y las vísceras que se tiraron por la borda atrajeron a un tiburón que cazamos alrededor de las diez de la noche con un anzuelo y un cebo hecho con la tripa del ternero. Se resistió mucho a que lo izáramos a bordo. Era de la especie azul y medía 297 centímetros». Al día siguiente, anotó: «Se ha diseccionado al señor Jack Shark [Juan Tiburón] y todos cuanto había a bordo han disfrutado de un espléndido banquete gracias a él; su carne era blanca como la leche y en absoluto desdeñable». Al día siguiente, el tiempo fue «extremadamente clemente […]. Nos terminamos lo que quedaba del tiburón para cenar». Hacia el 26 de febrero habían vuelto a quedarse atrás, pero Cunningham no parecía preocupado por ello. «El final del día ha sido tranquilo —escribió—. Me sentí particularmente contento, no sé por qué motivo».
El 6 de marzo hubo una gran excitación a bordo del Erebus cuando, mientras estaban al pairo para una de sus rutinarias mediciones de profundidad, el cabo con un peso descendió 16 000 pies (4876,8 metros), la mayor profundidad registrada durante el viaje. Al acercarse al cabo de Buena Esperanza, el diario de Ross registra repetidos avistamientos de albatros, una de las aves marinas de mayor tamaño, con una envergadura de hasta tres metros y capaz de alcanzar velocidades de ochenta kilómetros por hora. El buen tiempo empezó a cambiar. El 11 de marzo, la niebla era tan densa que el Terror tuvo que disparar uno de sus cañones para establecer la posición del Erebus, que respondió con otro cañonazo. Sin embargo, luego, con un oleaje muy fuerte, que Cunningham consideró «el más fuerte que he visto desde que navego», los dos barcos volvieron a separarse. En esta ocasión, no fue el Terror el que se retrasó. Llegó a Simonstown, en el cabo de Buena Esperanza, veinticuatro horas antes que el Erebus.
McCormick estaba en cubierta el viernes 12