se ve desde el mar con magnífica claridad». Este no es precisamente el texto de una postal.
La base naval de Simonstown, originalmente construida por los holandeses pero conquistada por los británicos en la década de 1790, se encontraba en la orilla occidental de la bahía de Simon, a unos pocos kilómetros al sur de Ciudad del Cabo. Tan pronto como el barco ancló en la bahía, Ross organizó la construcción de un observatorio magnético, mientras que McCormick marchó para ascender los estratos horizontales de arenisca silícea y visitar los viñedos de Constantia. Joseph Hooker escribió a su padre sobre la relación entre los dos cirujanos. «McCormick y yo somos excelentes amigos y no existen celos entre nosotros […]. No le interesa nada más que la caza de aves y la colección de rocas. Yo soy nolens volens [lo quiera o no] el naturalista, por lo cual disfruto de la ventaja del camarote del capitán y me considero recompensado con ello en abundancia».
Entretanto, el sargento de la Marina Cunningham lidiaba con el eterno problema de la Armada: los desertores. Los marineros Coleston y Wallace se habían escabullido, pero un alguacil los había arrestado y devuelto al barco (resultó que los dos hombres serían reincidentes, pues volverían a huir del barco en Hobart tan solo unos pocos meses después). A pesar de los rigores del viaje, muy pocos hombres desertaron en los cuatro años que duró la expedición. Es posible que eso se debiera a que estuvieron bien cuidados y relativamente bien pagados. Por lo general, empero, el porcentaje de desertores reflejaba lo agradable o no del lugar en el que el barco estaba. En 1825, el capitán Beechey, del HMS Blossom, registró que catorce de sus marineros habían desertado en Río de Janeiro. Sin duda, los incentivos para desertar en la Antártida debieron de ser mucho menores.
A pesar de todo, Cunningham disfrutó de algo de tiempo libre. El último día de marzo bajó a tierra firme para relajarse un poco. «La cerveza […] se servía en raciones de un cuarto [dos pintas, casi un litro] por “bípedo”, lo que se decía que contribuía a desordenar los áticos de la gente». De todos los eufemismos que existen para referirse a la ebriedad, creo que «desordenar el ático» es uno de los más poéticos.
El 6 de abril de 1840, después de una escala de tres semanas, la expedición zarpó de Simonstown. Y ya era hora, si hemos de creer lo que apunta Cunningham en su diario. Tres días después de disfrutar de esa cerveza en la costa, se subieron a bordo tres «terneros» muy grandes. Uno de ellos se soltó y corneó a un tal señor Evans en el muslo. Esa misma tarde, y quizá relacionado con lo anterior, Cunningham informó de «una primera guardia muy problemática debido a que varios miembros de la tripulación estaban borrachos». Era hora de partir.
Dejaron atrás el puerto, pusieron rumbo a mar abierto y pasaron junto al HMS Melville, el buque insignia del almirante Elliot, comandante supremo de la base de Simonstown, cuya tripulación subió a las jarcias para proferir tres hurras cuando los barcos se cruzaron. La naturaleza no fue tan respetuosa. Se levantó un viento del oeste tan fuerte que el Terror quedó atrás y tuvo que ser remolcado para abandonar el puerto. Para cuando salió a mar abierto, el Erebus se había perdido de vista. A pesar de disparar cohetes y utilizar señales pirotécnicas durante toda la noche, no recibió respuesta de su barco hermano.
Las condiciones hostiles de la costa de Sudáfrica eran conocidas por todos los marineros que habían navegado por aquellas aguas. Allí se encontraban las corrientes de los océanos Índico y Pacífico, a lo largo de una extensión de trescientos veinte kilómetros de plataforma continental conocida como la corriente de las Agujas, que creaba lo que Ross describió como «un mar durísimo y caótico. Los vientos soplaban desde prácticamente todos los puntos de la brújula». Para evitarlo, llevó al Erebus hacia el sur, aunque perdió en el trayecto dos de sus valiosos termómetros marinos, que el mal tiempo arrancó de sus cabos. Frente a ellos había un largo trayecto hasta Tasmania, o la Tierra de Van Diemen, que era como todavía se conocía oficialmente: más de 9500 kilómetros a través de algunos de los mares más virulentos del mundo, una extensión que, por su latitud, se conocía como los Cuarenta Rugientes.
Unos vientos del oeste implacables soplaban incesantemente sobre el Índico, sin ninguna masa terrestre que impidiera su avance. La combinación de un viento de popa fuerte y enormes olas era un regalo envenenado. Esta situación permitía al Cutty Sark realizar el trayecto entre Londres y Sídney en menos de ochenta días, pero también podía ser muy peligroso. Para Ross, el desafío no tenía que ver con la navegación. Sus órdenes científicas y de exploración implicaban que, en lugar de dejar que lo llevara el viento, tenía que navegar contra él a cada tanto para investigar las islas que había en el camino. No siempre era posible. Solo tuvieron tiempo de atisbar la costa de las islas del Príncipe Eduardo, donde McCormick registró su asombro al ver una cala «literalmente forrada de pingüinos» antes de que una espectacular tormenta los arrastrara más allá y acabara con cualquier posibilidad de desembarco.
El enorme poder de los elementos sorprendió incluso a alguien que había viajado tanto como el capitán del Erebus. En un momento dado, Ross vivió «la lluvia más intensa que jamás he contemplado […], truenos y los relámpagos más vívidos acompañaron a este gran diluvio, que se prolongó sin cesura durante más de diez horas».
La resistencia del barco y de su tripulación se puso a prueba hasta el límite, pues el viento, que soplaba con fuerza 10, cambiaba de dirección de forma tan virulenta «que pasábamos la noche sumidos en la angustia, temerosos de que nuestros barcos se hundieran a causa de algunas de las imprevisibles olas que rompían contra la borda, o por si, debido a las frecuentes sacudidas y golpes que recibía el barco […], perdíamos alguno de los palos».
Parece asombroso que alguien viviera en aquellas latitudes azotadas por las tempestades, pero así era, y se había pedido a Ross que llevase provisiones a algunos de esos hombres: un grupo de once cazadores de elefantes marinos varados en la isla de la Posesión, en el archipiélago de las islas Crozet. Parecía que el viento iba a empujar al Erebus más allá de la isla, pero, empleando una habilidad considerable, Ross dio la vuelta y puso proa al oeste. Como no pudo enviar un bote a la orilla, anclaron a cierta distancia y seis de los cazadores acudieron a ellos. Estos no impresionaron a Ross. «Parecían más esquimales que seres civilizados […]. Tenían las ropas literalmente empapadas de aceite y despedían un terrible hedor». McCormick se mostró menos severo. Describió al señor Hickley, el portavoz de los cazadores, como «su líder, de aspecto viril, que parecía disfrazado a la perfección de “Robinson Crusoe”». Hooker consideró que Hickley era un hombre espectacular, «como si fuera algún príncipe africano, especialmente sucio, pero, a pesar de ello, el más independiente de los hombres». Dejaron a los cazadores de focas una caja de té, paquetes de café y una carta de su patrón, que, según apuntó McCormick, «pareció decepcionar al líder del grupo […], que evidentemente no esperaba que un barco les llevara víveres, sino que los recogiese».
Ross, consciente de las instrucciones del Almirantazgo, puso rumbo a su siguiente destino oficial. De nuevo, las observaciones magnéticas fueron el motivo primordial de la elección del siguiente punto de su ruta. «Es probable que las islas Kerguelen resulten especialmente adecuadas para tal propósito», escribieron los lores del Almirantazgo. Sin duda alguna, no resultaban especialmente adecuadas para nada más. Estas islas, descubiertas por el francés Yves-Joseph de Kerguelen-Tremarec en 1772, se encuentran indudablemente muy lejos de todo: según la primera frase de una página web de viajes que consulté, están «a 3300 kilómetros de cualquier tipo de civilización» (lo de «cualquier tipo» es lo que me parece más prometedor). Para remate, están cubiertas de glaciares y tan al sur que fue allí donde Ross anotó el primer avistamiento de hielo antártico de la expedición. No es sorprendente que el capitán Cook las bautizase como las «islas de la Desolación».
Mientras el Erebus se acercaba a esta fortaleza yerma, la entrada del 8 de mayo de 1840 del diario de McCormick ofrece la triste historia de la muerte de uno de los miembros más pequeños de su dotación, Old Tom, un gallo que se había traído de Inglaterra con una gallina con el propósito de colonizar la isla que ahora habían alcanzado, pues el establecimiento de nuevas especies en islas remotas era uno de los objetivos de la misión. «Tom […] ha muerto hoy —escribió—, cuando ya tenía a la vista los que iban a ser sus nuevos