Arqueada de las islas Kerguelen para desembarcar. Se habían avistado las velas del HMS Terror; era la primera vez que se divisaban en un mes. Pero el oleaje era tan fuerte que el Erebus tardó tres días, durante los cuales dio veintidós bordadas muy cerradas, en llegar a su fondeadero, y pasó otro día entero antes de que el Terror se le uniera. Luego, ambas naves tardaron otros dos días en ser remolcadas hasta la entrada del puerto, donde al fin echaron ancha, se bajaron los botes y se desembarcar los materiales necesarios para construir un observatorio.
La comunidad internacional había seleccionado ciertos días para realizar mediciones magnéticas simultáneas, o días de término. Ross se aseguró con detalle de tener a mano y listos, allí donde estuviera, los instrumentos para registrar la actividad magnética en ese lugar al mismo tiempo que todos los demás en el resto del mundo anotaban sus mediciones. Esto obligaba a asegurarse de que los equipos de medición se conservaban de forma adecuada. A tal fin, se construyeron en la playa del puerto de la Natividad de la isla dos observatorios, uno destinado a las mediciones magnéticas y otro, a las observaciones astronómicas, a tiempo para los días término del 29 y 30 de mayo. Se generó una gran expectación cuando, posteriormente, se coordinaron e hicieron públicos los resultados. La actividad detectada en Kerguelen resultó notablemente similar a la observada y medida en Toronto, más o menos a la misma latitud, pero en el otro extremo de la Tierra.
A Joseph Hooker le interesaban los desafíos que presentaban las islas Kerguelen por otros motivos. La expedición del capitán Cook había identificado solo dieciocho especies de plantas, pero Hooker encontró al menos treinta solo durante el primer día. Incluso cuando no podía salir del barco, sacó partido del embate de las olas que provocaban los fuertes temporales. «Permite que te cuente la placentera ocupación a la que dediqué los días en que los terribles vientos me confinaron a bordo […]. A pesar de la oscilación del barco, dibujé para todos vosotros», escribió en una carta dirigida a su familia. Lo más fascinante para Hooker fue el descubrimiento del maravilloso vegetal llamado Pringlea antiscorbutica, un tipo de repollo que crecía en las islas Kerguelen y que ya el botánico del capitán Cook, el señor Anderson, había identificado como un alimento milagroso para los marineros. Su tubérculo, que sabía a rábano picante, y sus hojas, que se parecían a la mostaza o al berro, eran tan eficaces en la prevención del escorbuto que se había servido durante ciento treinta días a la expedición de Cook, período durante el cual no se registró ningún caso de la enfermedad. Los hombres de Ross comenzaron a utilizar ese repollo milagroso de inmediato, lo cual gozó de aceptación general. Cunningham se encuentra entre quienes dejaron constancia de su agrado. «Me ha gustado mucho el sabor del repollo silvestre».
El 24 de mayo de 1840 celebraron el vigesimoprimer aniversario de la reina Victoria disparando salvas y sirvieron pudín de ciruela, carne en conserva y una doble ración de ron por la noche. Justo al día siguiente, recibieron por la fuerza un recordatorio de lo lejos que estaban del estío inglés cuando empezó a descargar sobre ellos una tremenda ventisca. Al caer la oscuridad, Cunningham la describió como «un huracán completo» sobre el barco. «Nunca he oído el viento soplar tan fuerte como lo ha hecho esta noche».
McCormick, el cirujano, compartía el entusiasmo de Hooker por las islas Kerguelen, pero desde una perspectiva geológica. «Estas, y Spitzbergen, en el hemisferio opuesto, constituyen, a mi parecer, las tierras más asombrosas y pintorescas que he tenido la suerte de visitar», anotó con entusiasmo en su diario. Y eso a pesar del hecho de que «ni las islas del Ártico ni las del Antártico tienen árboles ni arbustos […] que las animen». A McCormick no le interesaba lo que podía encontrar en las negras rocas basálticas de aquella solitaria isla, sino lo que había habido allí miles de años antes. «Bosques enteros […] de madera fosilizada están enterrados bajo grandes ríos de lava», escribió maravillado al descubrir bajo unos escombros un tronco de árbol fosilizado con una circunferencia de más de dos metros. Su intención era explicar ese fenómeno. En Inglaterra, encontrar corales y otras formas de vida tropical incrustadas en la caliza del norte de Devon le había parecido una experiencia fascinante. Por los mismos motivos, le intrigaba descubrir bosques de coníferas sepultados en las islas de Kerguelen, completamente yermas. «Me he preguntado cómo pudieron existir jamás en este lugar». Pasarían todavía otros setenta años antes de que Alfred Wegener propusiera la audaz teoría de que los propios continentes podrían haberse desplazado a lo largo del tiempo, y otros cincuenta años más hasta que la teoría de las placas tectónicas se probara.
Por lo que respecta a la vida animal de la isla, parece que McCormick la consideraba más bien una ocasión de practicar su puntería. Es imposible leer una página entera de sus extensos diarios sin maravillarse, o quizá desesperar, ante su inagotable capacidad de admirar las criaturas de la creación para, más tarde, cazarlas. El 15 de mayo identificó una paloma antártica o picovaina, un «ave singular y bellísima […], tan valiente y confiada que parece extraña en esta isla, a la que su presencia confiere encanto y animación, sobre todo para un amante de las razas aladas como yo». Al día siguiente, añadió de manera sucinta: «He abatido mi primera paloma antártica». Una semana después, mientras acompañaba al capitán Ross y a una partida de exploración, cazó «cinco cercetas y charranes, y regresé […] a las cinco de la tarde». El día siguiente, «cacé un petrel gigantesco […] y una gaviota de lomo negro que nos sobrevoló». El día 30, «me dirigí a la orilla alrededor de mediodía, cacé una gaviota de lomo negro desde el bote y un cormorán grande al desembarcar». Y el día no había llegado a su fin. En el camino de vuelta al barco, tras visitar al capitán Ross en el observatorio, cazó «dos palomas antárticas, dos petreles gigantescos, dos cormoranes y una cerceta que volaba sobre el cabo».
A McCormick le gustaban las aventuras, pero en el transcurso de una expedición en tierra firme su espíritu audaz estuvo a punto de costarle la vida. Después de haber salido a buscar minerales y haber llenado su mochila con «algunos de los mejores especímenes de cristales de cuarzo […], que pesarían en total unas cincuenta libras [unos veintidós kilos]», al caer la noche se encontró con el paso cortado por unas cascadas torrenciales. Abandonó la mochila y, al final, se abrió camino hasta la base de un acantilado solo para darse cuenta de que desde allí no podría llegar al barco. «La oscuridad de la noche —recordó un poco después— solo se veía aliviada por el resplandor intermitente de la espuma blanca y vaporosa que los torrentes enviaban hacia el cielo; las espectaculares ráfagas de viento, acompañadas por un diluvio, se combinaban con ceñudos e intimidantes acantilados negros para formar una escena inimaginable». Cuando al fin regresó al barco, le ofrecieron té acompañado, precisamente, de unas palomas antárticas asadas que «nuestra atenta y amable tripulación había cazado en mi ausencia».
Mantenerse activo era la clave para sobrevivir en cualquier barco tan atestado como aquel, especialmente en aquellos lugares salvajes e inhóspitos, en los que debía de resultar demasiado fácil perder cualquier sensación de propósito. El capitán Ross siempre se aseguraba de que hubiera trabajo que hacer, ya fuera construyendo o trabajando en los observatorios. Por supuesto, desde un punto de vista personal, el imperativo científico de la expedición —fuera la historia natural, la zoología, la botánica o la geología— era claramente algo que lo motivaba y apasionaba tanto como a McCormick y a Hooker.
Para saber cómo respondían a esta situación los marineros comunes, solo disponemos de los diarios del sargento Cunningham. Y lo cierto es que estos ofrecen un retrato bastante lastimoso de unos hombres que trataban de hacer las cosas lo mejor posible en unas condiciones espantosas. Hubo tormentas y fuertes vientos cuarenta y cinco de los sesenta y ocho días que pasaron en las islas Kerguelen. El viento, la lluvia y la nieve azotaron el puerto mientras se esforzaban por trasladar el equipo a la orilla y de vuelta al barco. Lo más cerca que llega el sargento Cunningham a registrar algo parecido a la satisfacción es un día en el que cazó y cocinó varios cormoranes. Estos, según anotó, conformaron un «auténtico manjar». Por lo demás, la entrada de su diario del 19 de julio es representativa del resto de las jornadas: «Un intenso frío glacial; servicio religioso por la mañana. Otro de esos domingos horribles que un hombre pasa en un barco como este».
Al menos, aquel sería su último domingo en las islas Kerguelen, pues, a la mañana siguiente, el 20 de julio, tras varios días siendo empujados al fondeadero por los vientos