mi plan?
Estaban todos sentados en la proa del navío, tan lejos del hedor de la bodega como podían. Candy seguía en un cierto estado de shock: los actos que acababa de presenciar que eran obra suya —pronunciar una palabra que ni siquiera había oído en su vida— tenían que estudiarse con detenimiento.
Pero ese no era el momento de pensar. Mizzel tenía un plan, y quería compartirlo.
—Vamos a tener que arrojar al mar todos los smatterlings. Hasta el último de ellos.
—Mucha gente pasará hambre —dijo Galatea.
—No necesariamente —contestó Mizzel. Exhibía una astuta expresión en su rostro marcado con cicatrices y curtido—. Hacia el oeste se encuentra la isla de las Seis en punto.
—Babilonium —dijo Candy.
—Exacto. Babilonium. La Isla del Carnaval. Mascaras y desfiles y ferias y peleas de insectos y música y bailes y bichos raros.
—¿Bichos raros? —preguntó Galatea—. ¿Qué clase de bichos raros?
—De todo tipo. Cosas demasiado pequeñas, cosas demasiado grandes, cosas con tres cabezas, cosas sin cabeza alguna. Si quieres ver bichos raros y monstruos, Babilonium es el lugar perfecto para encontrarlos.
Mientras el anciano hablaba, Skebble se había levantado y acercado a la puerta para escudriñar al zethek que tenían preso.
—¿Has visto esos espectáculos de bichos raros de Babilonium? —le preguntó a Mizzel.
—Por supuesto. Trabajé en Babilonium en mi juventud. También gané mucho dinero.
—¿Haciendo qué? —dijo Galatea.
Mizzel pareció algo incómodo.
—No quiero entrar en detalles —dijo—. Digamos simplemente que tenía algo que ver con… esto, gases corporales… y llamas.
Nadie dijo nada durante un segundo o dos. Entonces Charry habló claramente:
—¿Te tirabas pedos de fuego? —dijo.
Todos contuvieron sus risas con un gran esfuerzo de voluntad.
Todos menos Skebble, quien soltó una risotada.
—¡Era eso! —dijo—. Era eso, ¿no es cierto?
—Me ganaba la vida —dijo Mizzel, con una mirada de odio fija en Charry y las orejas encendidas—. Ahora, por favor, ¿puedo continuar mi historia?
—Por favor —dijo Skebble—. ¿Adónde quieres llegar?
—Bueno, creo que si pudiéramos navegar con este maldito barco hasta Babilonium, probablemente podríamos encontrar a alguien que nos comprara el zethek y le exhibiera en alguno de esos espectáculos de bichos raros.
—¿Nos darían mucho dinero por un trato así?
—Nos aseguraremos de que así sea. Y cuando hayamos cerrado el trato, volvemos a Tazmagor, mandamos limpiar la bodega y compramos otro cargamento de pescado.
—¿Tú qué opinas? —preguntó Candy a Skebble.
Echó una ojeada a la criatura amarrada, rascándose la barba desaliñada.
—No perdemos nada intentándolo —contestó.
—¿Babilonium, entonces? —dijo Candy.
—¿Qué? ¿Tenéis algún problema? —dijo Skebble impertinentemente. Habían sido dos horas desalentadoras y llenas de acontecimientos. Estaba visiblemente agotado, con las energías gastadas—. Si no queréis venir con nosotros…
—No, no, vendremos —dijo Candy—. Nunca he estado en Babilonium.
—¡El patio del recreo de Abarat! —dijo Malingo—. ¡Diversión para toda la familia!
—Bien, pues… ¿a qué esperamos? —dijo Galatea—. ¡Podemos ir tirando los smatterlings mientras seguimos el rumbo!
Por casualidad, Otto Houlihan se encontraba en Gorgossium en ese momento, esperando para verse en una reunión con el Señor de la Medianoche. No eran unas previsiones apetecibles. Debería informar de que había estado muy cerca de capturar a la chica en la Cripta de Hap y que había fracasado, y que probablemente ella y el geshrat que la acompañaba se habrían precipitado hasta su muerte. Las noticias no pondrían contento a Carroña, de eso estaba seguro.
Esto puso nervioso a Houlihan. Recordaba perfectamente el banquete de las pesadillas que había presenciado en la Duodécima Torre. No quería morir igual que el miserable minero que había muerto entonces. En un intento por apartar todos estos pensamientos de su mente, se había escabullido hasta una pequeña posada llamada El Loco Encadenado, donde podía beber algo de vodka hobarookiano. Quizá era el momento de pensar —mientras bebía— en dejar su vida de cazador y encontrar un modo menos arriesgado de ganar dinero. Como patrocinador de peleas de insectos, quizá; o lanzador de cuchillos. Lo que fuera, mientras no tuviera que volver a Gorgossium a esperar…
Sus meditaciones frías y húmedas se vieron interrumpidas por el sonido de unas risas en el exterior. Se tambaleó hasta fuera para ver a qué venía ese escándalo. Varios clientes, muchos de ellos en un estado de embriaguez igual o peor que el suyo, estaban dispuestos en un corro, señalando algo en el suelo que rodeaban.
El Hombre Entrecruzado se acercó para verlo. Allí en el lodo había uno de los habitantes más horrorosos de Gorgossium: un gran zethek. Aparentemente había colisionado con un árbol y había caído al suelo, donde ahora se encontraba; parecía aturdido y sacudía hojas de su pelo y escupía barro. Los borrachos seguían riéndose de él.
—¡Venga, reíros de mí! —dijo la criatura—. Kud ha visto algo con lo que os aterrorizaríais. Una cosa terrible es lo que he visto.
—Ah, ¿sí? —dijo uno de los borrachos—. ¿Y qué era?
Kud escupió un último bocado de barro.
—Una bruja —dijo—. Me ha atacado con malas artes. Casi me mata con su Palabra.
Houlihan se abrió camino a codazos entre el gentío y agarró el ala del zethek para que no tratara de escapar. Entonces le miró fijamente la cara rota y aturdida.
—¿Has dicho que te has enfrentado a esa chica? —preguntó.
—Sí.
—¿Iba sola?
—No. Estaba con un geshrat.
—¿Estás seguro?
—¿Insinúas que no sé cómo es un geshrat? He estado bebiendo su sangre desde que era un bebé.
—Olvida el geshrat. Háblame de la chica.
—¡No me zarandees! No me gusta que me zarandeen. Yo soy…
—Kud, el zethek. Sí, lo he oído. Y yo soy Otto Houlihan, el Hombre Entrecruzado.
En cuanto Houlihan se presentó, la multitud que se había estado agolpando se disipó de repente.
—He oído hablar de ti —dijo Kud—. Eres peligroso.
—No para mis amigos —contestó Otto—. ¿Quieres ser mi amigo, Kud?
El zethek no se lo pensó más de un momento.
—Por supuesto —dijo la criatura, inclinando la cabeza respetuosamente.
—Bien —dijo el Hombre Entrecruzado—. Volvamos a la chica. ¿Has oído su nombre?
—El geshrat la llamó… —Frunció el ceño—. ¿Cómo era? ¿Mandy? ¿Dandy?
—¿Candy?
—¡Candy! ¡Sí! ¡La llamó Candy!
—¿Y en qué isla has visto a esa chica?
—En ninguna isla —contestó Kud—.