mucho —contestó Candy.
—A muchos tipos les gusta, sin embargo —continuó el Capitán—. Si tú corazón es oscuro, ese es el lugar al que vas, ¿no? Es donde te sientes como si fuera tu hogar.
—Hogar… —murmuró Candy.
—¿Añoras el tuyo? —preguntó.
—No. No. Bueno… a veces. Un poco. Solo por mi madre, en realidad. Pero no, eso no era en lo que estaba pensando. —Señaló Gorgossium con un movimiento de cabeza—. Se me hace extraño pensar que alguien pueda llamar a ese funesto lugar su hogar.
—Cada uno a su Hora, como escribió el poeta —dijo Malingo.
—¿Cuál es tu Hora? —le preguntó Candy—. ¿Adónde perteneces?
—No lo sé —contestó Malingo tristemente—. Perdí a mi familia hace mucho tiempo, o al menos ellos me perdieron a mí, y no espero volver a verles de nuevo en esta vida.
—Podríamos intentar encontrarles por ti.
—Algún día, quizá. —Bajó su voz hasta convertirla en un susurro—. Cuando no tengamos tantos dientes mordisqueando nuestros talones.
Se produjo una repentina explosión de risa en la cabina del timón, lo cual puso fin a la conversación. Candy se acercó para ver qué pasaba. Había un pequeño televisor —con cortinas a cada lado de la pantalla, como en un teatro— en el suelo. Mizzel, Charry y Galatea la estaban mirando, muy entretenidos con las payasadas de un muchacho de dibujos animados.
—¡Es el Niño de Commexo! —dijo Charry—. ¡Es un salvaje!
Candy había visto la imagen del Niño muchas veces ya. Era difícil avanzar mucho por Abarat sin encontrarse con su cara constantemente sonriente en un cartel o una pared. Sus payasadas y sus eslóganes se usaban para vender de todo, desde cunas hasta ataúdes, y todo lo que uno quisiera entre medio. Candy miró la parpadeante pantalla azul durante un rato, recordando el encuentro que había tenido con el hombre que había creado el personaje: Rojo Pixler. Lo había conocido en Martillobobo, brevemente, y durante las muchas semanas que habían transcurrido desde entonces había esperado encontrárselo de nuevo en algún punto del camino. Él era parte de su futuro, lo sabía, aunque no sabía cómo ni por qué.
En la pantalla, el Niño estaba haciendo travesuras, como de costumbre, para la diversión de su corta audiencia. Eran cosas simples y disparatadas.
Salpicaba con pintura; tiraba la comida. Y, en medio de todo esto, trotaba la inexorablemente feliz figura del Niño de Commexo, expendiendo sonrisas, tartas y «un poquito de amor» —como decía para rematar todos sus espectáculos— al mundo.
—Oye, señorita Miseria —dijo Mizzel, volviéndose hacia Candy—. ¡No te estás riendo!
—Es que no creo que sea muy gracioso, eso es todo.
—¡Es el mejor! —dijo Charry—. ¡Dios Lou, las cosas que dice!
—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —dijo Galatea, imitando a la perfección la voz chillona del Niño—. ¡Eso es lo que yo es! ¡Feliz! ¡Feliz! Fel…
La interrumpió un grito de pánico de Malingo.
—Tenemos problemas —gritó—. ¡Y vienen de Gorgossium!
Capítulo 4
Los carroñeros
Candy fue la primera en salir de la cabina y aparecer en cubierta. Malingo estaba mirando por el telescopio de Mizzel y estudiaba el cielo amenazante en dirección a Gorgossium. Había cuatro criaturas de alas oscuras volando hacia el barco pesquero.
Eran visibles porque sus entrañas resplandecían a través de las pieles translúcidas, como si estuvieran llenas de fuego. Farfullaban algo mientras se acercaban, el parloteo de seres locos y hambrientos.
—¿Qué son? —inquirió Candy.
—Son zethekaratchia —la informó Mizzel—. Zethek, en corto. Los que siempre están hambrientos. Nunca comen suficiente. Por eso podemos ver sus huesos.
—No son buenas noticias —supuso Candy.
—No lo son.
—¡Se llevarán el pescado! —dijo Skebble, saliendo de las entrañas del navío. Aparentemente se había estado ocupando del motor, ya que estaba cubierto con manchas de aceite y llevaba un gran martillo y una llave inglesa aún mayor.
—¡Cerrad las bodegas! —gritó a su tripulación—. ¡Rápido, o perderemos la captura! —Señaló a Candy y a Malingo con un dedo pequeño y regordete—. ¡Eso también va por vosotros!
—Si no pueden conseguir el pescado, ¿no vendrán a por nosotros? —dijo Malingo.
—Tenemos que salvar los peces —insistió Skebble. Agarró a Malingo del brazo y le arrastró hasta las bodegas repletas.
—¡No discutas! —dijo—. ¡No quiero perder la captura! ¡Y se están acercando!
Candy siguió la mirada de él en dirección al cielo. Los zethek estaban a menos de nueve metros del navío y se precipitaban al mar crepuscular para comenzar su recolecta.
A Candy no le gustaba la idea de intentar protegerse de esas criaturas sin armas, así que cogió la llave inglesa que llevaba Skebble en su mano izquierda.
—Si no te importa, ¡me quedo con esto! —dijo, y se sorprendió incluso a sí misma.
—¡Quédatelo! —dijo él, y fue a ayudar al resto de la tripulación con la tarea de cerrar las bodegas.
Candy se dirigió a la escalera que había al lado de la cabina del timón. Se puso la llave entre los dientes —una experiencia nada agradable: sabía a aceite de pescado y al sudor de Skebble— y trepó por la escalera y se volvió hacia los zethek cuando llegó a lo alto. La visión de la chica sobre la cabina del timón, con la llave en la mano a modo de garrote, les hizo dudar. Ya no se abalanzaban sobre el Parroto Parroto, sino que se cernían a tres o cuatro metros por encima de este.
—¡Bajad! —les gritó Candy—. ¡Atreveos!
—¿Estás loca? —voceó Charry.
—¡Baja! —la llamó Malingo—. Candy, ba…
¡Demasiado tarde! El zethek más cercano mordió el anzuelo de Candy y se abalanzó sobre ella, intentando arrancarle la Cabeza con sus largos y huesudos dedos.
—¡Buen chico! —dijo ella—. Mira lo que tengo para ti.
Blandió la llave inglesa en un arco completo. La herramienta era pesada, y realmente tenía muy poco control sobre esta, así que fue más un accidente que un propósito que acabara golpeando a la criatura. Dicho eso, el golpe fue considerable. El zethek salió disparado por el cielo y golpeó los tablones de la cabina con tanta fuerza que se rompieron.
Durante un segundo permaneció inmóvil.
—¡Le has matado! —dijo Galatea—. ¡Ja, ja! ¡Bien por ti!
—No… no creo que esté muerto… —dijo Candy.
Candy podía oír lo que Galatea no podía. El zethek estaba gruñendo. Lentamente alzó su cabeza de gárgola. De su nariz brotaba sangre oscura.
—Me… has… herido…
—Acércate —retó Candy, haciendo señas a la bestia a través de los tablones rotos del techo—. Volveré a hacerlo.
—La chica es una suicida —comentó Mizzel.
—Tú amigo tiene razón —dijo el zethek—. Eres una suicida.
Tras estas palabras, el zethekaratchia abrió la boca y siguió abriéndola, más y más, hasta que se hizo tan grande como para arrancar la cabeza de Candy de un mordisco. De hecho,