Clive Barker

Días de magia, noches de guerra


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ocasión y provocaban salpicaduras frías.

      Candy decidió que era el momento de romper su silencio y ofrecer algunas palabras de ánimo.

      —¡Vamos a conseguirlo! —le dijo—. Solo tenemos que llegar a la costa. No queda más de medio kilómetro.

      Methis no contestó. Simplemente siguió volando, y su vuelo se hacía más errático con cada movimiento de sus alas.

      Candy ahora podía oír las olas chocando contra la costa, y su visión de los árboles cubiertos de niebla se hacía más y más clara. Le pareció un lugar en el que reposaría su cabeza y dormiría un rato. Había perdido la cuenta del tiempo que hacía que no disfrutaba de un sueño largo y placentero.

      Pero antes tenían que alcanzar la costa, y ahora con cada metro que avanzaban esa parecía una posibilidad cada vez más y más remota.

      Methis se estaba esforzando mucho; su respiración era cruda y dolorosa.

      —¡Podemos hacerlo! —le dijo Candy—. Te lo prometo…

      Esta vez la criatura exhausta le respondió.

      —¿Qué quieres decir con «podemos»? No veo que tú batas tus alas.

      —Lo haría si tuviera alas que batir.

      —Pero no las tienes, ¿no es así? Solo eres una carga.

      Mientras hablaba, el oleaje creció delante de ellos y una criatura gigantesca —no un mantizaco, sino algo que parecía más una morsa rabiosa— surgió del agua. Sus fauces con dientes irregulares se cerraron de golpe a pocos centímetros del hocico de Methis, y después el monstruo volvió a sumergirse en el mar, alzando una gran pared de agua helada.

      Se produjo un momento de pánico cuando Methis volaba cegado por la salpicadura del agua, y lo único que podía hacer Candy era agarrarse a él y esperar que todo fuera bien. Entonces sintió un fuerte viento contra su cara y se sacudió el agua de los ojos justo a tiempo para ver que Methis estaba subiendo abruptamente para eludir un segundo ataque. Ella se deslizó hacia abajo por su espalda húmeda y seguramente habría perdido su sujeción y se habría caído si él no se hubiera estabilizado de nuevo.

      —¡Malditos gilleyants! —gritó.

      —¡Sigue debajo de nosotros! —le advirtió Candy.

      El gilleyant estaba emergiendo de nuevo, esta vez gruñendo mientras sacaba su volumen inmenso fuera del agua. Después volvió a caer con otra gran salpicadura.

      —Bueno, no nos está alcanzando —dijo Methis.

      El encuentro había otorgado algo de frescura al zethek. Voló en dirección a la isla, manteniendo su nueva elevación, al menos hasta que estuvieron tan cerca de la costa que el agua no tenía más que uno o dos metros de profundidad. Fue entonces cuando volvió a bajar e hizo un aterrizaje muy poco elegante sobre la arena mullida de color ámbar.

      Permanecieron tumbados en la playa durante un rato, jadeando de alivio y cansancio. A los dientes de Candy no les llevó mucho tiempo empezar a castañetear. Los retozos del gilleyant la habían empapado hasta los huesos, y ahora el viento hacía que se congelara.

      Se puso en pie, rodeándose con los brazos.

      —Tengo que encontrar un fuego o voy a coger una neumonía.

      Methis también se levantó, con una expresión tan abatida como siempre.

      —Me atrevería a decir que ya no nos volveremos a ver después de esto —dijo—. Supongo que debería desearte suerte.

      —Oh, bueno, eso está bien.

      —Pero no lo haré. Me parece que no haces más que causar problemas, y cuanta más suerte tengas más problemas causarás.

      —¿A quién?

      —A bestias inocentes como yo —gruñó Methis.

      —¡Inocentes! —dijo Candy—. Viniste a robar pescado, ¿recuerdas?

      —¡Oh, basta ya con esta charla mojigata! Iba a robar unos pocos peces. ¡Qué gran problema! ¡Por eso me das por todos lados con tu magia, me ponéis en una jaula y me vendéis a un espectáculo de bichos raros, y después me haces llevarte en mi espalda! Bueno, ¿sabes qué? Te puedes congelar aquí por lo que a mí respecta. —Batió sus alas con fuerza, de forma deliberada, dirigiendo la corriente helada en dirección a Candy. Ella tembló.

      —Que te diviertas —dijo con una sonrisa burlona—. Con suerte, quizá el Galigali explota. Eso te mantendrá caliente.

      Candy tenía demasiado frío como para malgastar palabras en una respuesta. Simplemente miró al zethek batir las alas violentamente para alcanzar velocidad de despegue y después ascendió torpemente en el aire. Se tomó un momento para buscar la dirección a Gorgossium, después se dirigió hacia allí por encima del agua, permaneciendo cerca de las olas mientras iba con la esperanza, presuntamente, de localizar algún pez desafortunado.

      En menos de un minuto, había desaparecido de su vista.

      Capítulo 2

      Oscuridad y anticipación

      Al mismo tiempo que Methis regresaba a la Isla de Medianoche, una embarcación pequeña —una que ningún zethek atacaría, por mucha hambre que tuviera— zarpaba del Puerto Sombrío, en el lado este de Gorgossium. El navío era una barcaza funeraria, adornada maravillosamente de proa a popa con velas negras y plumaje de mirlo rodeando el lugar en que los fallecidos reposarían normalmente. Esa era una barcaza funeraria sin cuerpo, sin embargo.

      Además de los ocho remeros que trabajaban para impulsar la embarcación a través de las aguas heladas a un ritmo muy poco fúnebre, había un pequeño contingente de soldados stitchlings, que estaban sentados alrededor del borde del navío, preparados para repeler a cualquier atacante. Eran la mejor de las tropas, cada uno de ellos estaba preparado para dar su vida por su amo. ¿Y quién era ese amo? El Señor de la Medianoche, por supuesto.

      Estaba de pie, vestido con ropas voluminosas de seda quemada tres veces —la más negra y portentosa; la seda de todas las melancolías— y escudriñaba las aguas del Izabella desprovistas de toda luz mientras el navío aceleraba.

      A parte de los soldados y los remeros, había dos acompañantes más en la embarcación, pero ninguno de ellos hablaba. Habían aprendido a no interrumpir a Christopher Carroña cuando estaba en medio de sus meditaciones.

      Al final pareció dejar a un lado sus pensamientos y se volvió hacia los dos hombres que había llevado con él.

      —Os estaréis preguntando a dónde nos dirigimos hoy —dijo.

      Los hombres intercambiaron algunas miradas, pero no dijeron nada.

      —Hablad. O uno o el otro.

      Fue Mendelson Shape —cuyos antepasados habían estado al servicio de la dinastía Carroña durante generaciones— quien aventuró una respuesta.

      —Yo he estado pensando, Señor —dijo con la mirada baja.

      —¿Y ya has llegado a alguna conclusión?

      —Creo que quizá vayamos camino de la Ciudad de Commexo. He oído un rumor sobre que Rojo Pixler está planeando un descenso a las zonas más profundas del Izabella para ver qué vive allí abajo.

      —Yo he oído el mismo rumor —dijo Carroña, aún escudriñando las aguas oscuras—. Espía las profundidades y ha establecido contacto con las bestias que viven en las fosas oceánicas.

      —Los Requiax —dijo Shape.

      —Sí. ¿Cómo es que los conoces?

      —Mi padre afirmaba que vio el cuerpo de uno de su especie, señor, arrastrado a la orilla cerca de la Cala de Fulgore. Era enorme, aunque estaba prácticamente devorado y podrido. Aun así… su ojo o el agujero en el que había estado… era