le obedeció al instante.
—Ahora cálmate —le instruyó Carroña—. Deja que la llave haga el trabajo.
Shape afirmó y volvió cojeando hacia la puerta. Volvió a colocar la mano sobre la llave, y esta vez —aunque apenas la presionó— giró sola dentro de la cerradura. Asombrado, y bastante asustado, Shape se retiró de delante de la puerta con el trabajo hecho.
La llave no solamente giraba dentro de la cerradura, se iba escurriendo dentro de la puerta al mismo tiempo, como si les prohibiera cambiar de opinión. En respuesta a sus giros, una zona de la puerta entera alrededor de la cerradura —quizá treinta centímetros cuadrados— empezó a chirriar y a moverse. No se trataba de un mecanismo corriente: a medida que su efecto se extendía, salían olas de energía de la Pirámide como el calor de una olla hirviendo. La puerta se estaba abriendo, y su forma se hacía eco de la forma del mismo edificio: un triángulo inmenso.
De la oscuridad del otro lado surgió un hedor. No era el olor a los muertos fallecidos hace tiempo ni a las especias en las que les habían conservado. Ni tampoco era el olor de la antigüedad; la fragancia seca y apagada de un tiempo que había pasado y que no volvería. Era el hedor de algo mucho más vivo. Pero fuera quien fuera la forma de vida que estuviera desprendiendo ese olor de su sudor, babas o lágrimas, no era nada que ninguno de los tres se hubiera encontrado nunca. Ni siquiera Carroña, que estaba hartamente familiarizado con el mundo en toda su corrupción, nunca había olido nada parecido antes. Observó la oscuridad más allá de la puerta con una leve sonrisa extraña en su rostro. Mendelson, por otro lado, decidió que ya había tenido bastante.
—Esperaré en la embarcación —dijo apresuradamente.
—No, no lo harás —dijo Carroña, agarrándole por el cuello—. Quiero que te conozcan.
—¿Conozcan? —dijo Leeman Vol—. ¿Son… son muchos?
—Esto es una de las cosas que hemos venido a averiguar —contestó el Señor de la Medianoche—. Sabes contar, ¿no, Shape?
—Sí.
—¡Entonces entra y vuelve con un número! —dijo Carroña, y arrastrando a Shape en dirección a la puerta, le dio a su sirviente un empujón.
—¡Espera! —protestó Shape, con su voz temblorosa por el miedo—. ¡No quiero ir solo!
Pero era demasiado tarde. Ya había atravesado el umbral. Se produjo una respuesta inmediata en el interior; el estruendo de un número infinito de cosas con caparazones se alzó de sueños cobardes, frotando sus duras y espinosas piernas, desplegando sus ojos acechantes…
—¿Qué tienes aquí? —quiso saber Vol—. ¿Escorpiones hobarookianos? ¿Un grandioso nido de moscas aguja?
—¡Lo descubrirá él! —dijo Carroña, señalando con la cabeza en dirección a Shape.
—¡Luz, Señor! —suplicó Shape—. Por favor. Al menos algo de luz para que pueda ver.
Tras un momento de dudas, Carroña pareció ablandarse y, sonriendo a Shape, introdujo la mano en sus ropas, como si pretendiera producir algún tipo de lámpara. Pero lo que sacó parecía más un tapón pequeño, que colocó en el dorso de su mano izquierda.
Allí empezó a girar y, mientras lo hacía, desprendía olas de luz parpadeante, que iban creciendo en luminosidad.
—¡Cógelo! —dijo Carroña, y lanzó el tapón a Shape.
Shape hizo un torpe intento de atraparlo, pero el objeto fue más listo que él, rodó entre sus dedos y golpeó el suelo. Siguió girando dentro de la Pirámide, mientras crecía su luminiscencia.
Shape apartó la vista del tapón para mirar el espacio que la ambiciosa luz estaba llenando. Soltó un pequeño gemido de terror.
—Espera —dijo Leeman Vol—. Solo puede haber un insecto que desprenda un hedor así.
—¿Y cuál es? —preguntó Carroña.
—Sacbrood —contestó Vol, con la voz llena de terror.
Carroña asintió.
—Oh, Dioses… —murmuró Vol y avanzó unos pasos hacia la puerta para ver mejor la multitud de dentro—. ¿Los pusiste tú allí?
—Yo sembré las semillas, sí —contestó Carroña—. Hace incontables años. Sabía que algún día los necesitaríamos. Tengo un asunto muy importante que encargarles.
—¿Cuál es ese asunto?
Carroña sonrió dentro del caldo de sus pesadillas.
—Algo grandioso —contestó—. Créeme. ¿Algo grandioso?
—Oh, puedo imaginarlo —dijo Vol—. Grandioso, sí…
Mientras hablaba, una extremidad de quizá dos metros y medio y dividida en varios segmentos espinosos apareció de entre las sombras.
Leeman soltó un grito de alarma y retrocedió desde la puerta.
Pero Carroña era demasiado veloz para él. Le asió el brazo y detuvo su avance.
—¿A dónde crees que vas? —dijo.
Con el pánico, las tres voces de Vol se pisaban unas a otras.
—Se están moviendo.
—¿Y bien? —dijo Carroña—. Nosotros somos los amos aquí, Vol, no ellos. Y si se les olvida, entonces se lo tendremos que recordar. Debemos controlarlos.
Vol miró a Carroña como si el Señor de la Medianoche estuviera loco.
—¿Controlarlos? —dijo—. Hay cientos de miles de ellos.
—Yo necesito un millón para el trabajo que quiero que hagan —dijo Carroña. Se acercó a Vol y le sujetó tan fuerte que Vol tenía que luchar por respirar—. Y créeme, hay millones. Estas criaturas no se encuentran solo en las Pirámides. Han cavado en la tierra que tienen debajo las Pirámides y se han construido colmenas. Colmenas del tamaño de ciudades. Cada una de ellas está repleta de celdillas, y cada una de esas celdillas, llenas de huevos, todos ellos listos para nacer con una sola orden.
—¿Tuya?
—Nuestra, Vol. Nuestra. Tú nos necesitas a mí y a mi poder para que te protejamos de la masacre cuando llegue el Día Final, y yo necesito tus bocas para comunicarme con el sacbrood. Es justo, ¿no crees?
—Sssí.
—Bien. Entonces estamos de acuerdo. Ahora escúchame, Vol: voy a soltarte. Pero no intentes huir. Si lo haces, no me lo tomaré bien. ¿Me entiendes?
—Eeeentiendo.
—Bien. Entonces… veamos qué aspecto tienen nuestros aliados de cerca, ¿te parece? —dijo, mientras le soltaba.
Leeman Vol no intentó huir, a pesar de que las plantas de sus pies lo estaban deseando.
—Protégete los ojos, Leeman —le instruyó Carroña—. Esto se iluminará mucho.
Introdujo la mano entre los pliegues de su ropa y sacó una docena de tapones luminosos. Volaron en todas direcciones, girando y desprendiendo luz. Algunos subieron hasta las alturas de la Pirámide, otros cayeron por agujeros que se habían abierto en el suelo, algunos salieron disparados a derecha y a izquierda e iluminaron otras cámaras y antecámaras. De los reyes y reinas que habían sido enterrados en las Pirámides para su descanso eterno con tanta panoplia no quedaba nada. Los sarcófagos que habían hospedado sus venerados restos habían desaparecido, igual que los libros y pergaminos sagrados que contenían las oraciones que se habían escrito para acompañarles sosegados al paraíso; no quedaba nada. Los esclavos, caballos y pájaros sagrados sacrificados para que sus espíritus escoltaran las almas reales en la Carretera Eterna también habían desaparecido. El apetito del sacbrood lo había devorado todo: oro, carne y hueso. La gran tribu devoradora se había quedado con todo.