13 de noviembre, ambos en París (nota de la editora).
Las derechas y su ideología
Jean-Yves Camus
Si hacemos remontar la emergencia de los populismos de extrema derecha al comienzo de los años 1980, veremos que han pasado más de treinta años sin que aparezca en la abundante literatura científica una definición a la vez precisa y operativa de esta categoría política. Es necesario, entonces, tratar de ver más claramente a qué se llama comúnmente “extrema derecha” o “populismo” (1).
En Europa, desde 1945, la expresión “extrema derecha” designa fenómenos muy diferentes: populismos xenófobos y “antisemitismo”, partidos políticos nacionalistas-populistas, a veces fundamentalmente religiosos. La consistencia del concepto está sujeta a caución en la medida en que, desde un punto de vista más militante que objetivo, los movimientos rotulados con esta etiqueta son interpretados como una continuación, a veces adaptada a las necesidades de la época, de las ideologías nacionalsocialista, fascista y nacionalista-autoritaria en sus diversas declinaciones. Y esto no refleja la realidad.
Es verdad que el nacionalismo alemán –y el Partido Nacional Demócrata en cierta medida– y el neofascismo italiano (reducido a CasaPound Italia, Fiamma Tricolore y Forza Nuova, o sea el 0,53% de los votos en total) se inscriben en la continuidad ideológica de sus modelos, lo mismo que los avatares tardíos de los movimientos de los años 1930 en Europa Central y Oriental: Liga de Familias Polacas, Partido Nacional Eslovaco, Partido de la Gran Rumania. Sin embargo, en el plano electoral, únicamente el difunto Movimiento Social Italiano, cuya historia se interrumpió en 1995 con el giro conservador impulsado por su dirigente Gianfranco Fini, logró salir, entre los integrantes de esta familia política, de la marginalidad en Europa Occidental (2); y en el Este, hoy marca el paso. Aun si los sucesos de Alba Dorada en Grecia y de Jobbik en Hungría (3) prueban que no está definitivamente enterrada, actualmente [2014] esta corriente es muy minoritaria.
En una época en la que no se estiman demasiado las grandes ideologías que predican el advenimiento de un hombre y de un mundo nuevos, los valores de esta extrema derecha tradicional se muestran inadaptados. El culto al jefe y al partido único no convienen del todo a las expectativas de sociedades nacientes, individualistas, en las que la opinión se forja a través de los debates televisados y la frecuentación de las redes sociales.
Sin embargo, el legado ideológico de esta extrema derecha “a la antigua” sigue siendo fundamental. Es, en primer lugar, una concepción etnicista del pueblo y de la identidad nacional, de la cual se desprende el doble encono por el enemigo exterior –el individuo o el Estado extranjeros– y por el enemigo interno: las minorías étnicas o religiosas y el conjunto de los adversarios políticos. Es también un modelo de sociedad organicista, a menudo corporativista, fundado sobre un antiliberalismo económico y político que niega el primado de las libertades individuales y la existencia de los antagonismos sociales, excepto el que opone al “pueblo” y las “elites”.
Los años 1980-1990 conocieron el éxito electoral de otra familia, que los medios y numerosos analistas siguieron llamando “extrema derecha”, incluso cuando algunos sentían ahora que la comparación con los fascismos de la década de 1930 ya no era pertinente, lo que impedía a la izquierda elaborar una respuesta a sus adversarios que no fuera mágica. ¿Cómo nombrar a los populismos xenófobos escandinavos, al Frente Nacional (FN) en Francia, al Vlaams en Flandes, al Partido de la Libertad en Austria (FPÖ)? Comenzaba la gran batalla terminológica que aún no ha terminado. “Nacional populismo” –utilizado por Pierre-André Taguieff (4)–, “derechas radicales”, “extrema derecha”: la exposición de las controversias semánticas que enfrentan a los políticos necesitaría un libro entero. Sugerimos, pues, simplemente, que los partidos mencionados han mutado de la extrema derecha hacia la categoría de las derechas populistas y radicales.
La diferencia consiste en que, formalmente y con mucha frecuencia, estos partidos aceptan la democracia parlamentaria y el ascenso al poder por la única vía del voto en las urnas. Si bien su proyecto institucional continúa siendo confuso, está claro que valoriza la democracia directa por medio del referéndum de iniciativa popular, en detrimento de la democracia representativa. El eslogan del “escobazo” destinado a eliminar del poder a las elites consideradas corruptas y apartadas del pueblo es común entre ellos. Apunta a la vez a la socialdemocracia, los liberales y la derecha conservadora.
El pueblo es para ellos una entidad transhistórica que engloba a los muertos, los vivos y las generaciones venideras, ligados por un fondo cultural invariable y homogéneo. Lo que induce la distinción entre los nacionales “de raigambre” y los inmigrantes, en particular extraeuropeos, cuyos derechos de residencia habría que limitar, así como los derechos económicos y sociales. Si la extrema derecha tradicional sigue siendo a la vez antisemita y racista, las derechas radicales privilegian una nueva figura del enemigo, a la vez interior y exterior: el islam, al cual están asociados todos los individuos originarios de países culturalmente musulmanes.
Las derechas radicales defienden la economía de mercado en la medida en que ésta permite al individuo ejercer su espíritu de empresa, pero el capitalismo que promueven es exclusivamente nacional, de allí su hostilidad a la globalización. En suma, son partidos nacional-liberales, que admiten la intervención del Estado no solamente en los campos que son de su propia competencia, sino también para proteger a los marginados de la economía globalizada y financiarizada, como lo prueba el discurso de Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional (FN) (5).
¿Después de todo, en qué se distinguen las derechas radicales de las derechas extremas? Sobre todo, por su menor grado de antagonismo con la democracia. El politólogo Uwe Backes (6) muestra que la norma jurídica en vigencia en Alemania admite como legítima y legal la crítica radical del orden económico y social existente, mientras que define como un peligro para el Estado el extremismo, que es un rechazo en bloque de los valores contenidos en la Ley Fundamental. Sobre la base de esta clasificación, parece pertinente nombrar “derechas extremas” a los movimientos que rehúsan totalmente la democracia parlamentaria y la ideología de los derechos del hombre, y “derechas radicales” a los que se acomodan a ellos.
Las dos familias ocupan además un lugar diferente en el sistema político. No solamente la extrema derecha se encuentra en la situación de lo que el investigador italiano Piero Ignazi llama el “tercero excluido” (7), sino que se vanagloria de esta posición y obtiene beneficios. Las derechas radicales, en cambio, aceptan participar en el poder, sea como socios de una coalición gubernamental –la Liga del Norte en Italia, la Unión Democrática del Centro (UDC) en Suiza, el Partido del Progreso en Noruega–, sea como fuerzas de apoyo parlamentario de una Cámara en la cual ellas no tengan escaño: el Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders en Holanda, el Partido Popular danés. ¿Su permanencia está asegurada? Este tipo de partidos vive constantemente en el borde entre una marginalidad que, si dura, lleva a un “techo de vidrio” electoral, y una normalización que, si resulta demasiado evidente, puede conducir a la declinación.
El ejemplo griego es un caso de manual. Después de casi treinta años de existencia grupuscular, el movimiento neonazi Alba Dorada logró el 7% aproximadamente de los votos durante los dos escrutinios legislativos de 2012 (8). ¿Hay que deducir que su racismo esotérico-nazi ganó súbitamente 426.000 electores? De ninguna manera. Estos últimos han preferido la extrema derecha tradicional, encarnada por la Alarma Popular Ortodoxa (LAOS), que entró en el Parlamento en 2007. Pero entre los dos escrutinios legislativos de 2012, se produjo un acontecimiento clave: la participación de LAOS en el gobierno de la Unión Nacional dirigido por Lucas Papademos, cuya hoja de ruta consistía en hacer aprobar por el Parlamento un nuevo plan de “salvataje” financiero, acordado por la “troika” (9) al precio de medidas de austeridad drásticas. Convertida en una derecha radical (10), LAOS perdió su atractivo a favor de un Alba Dorada que rechazaba toda concesión.
Inversamente, en la mayoría de los países europeos, las derechas radicales o bien suplantaron totalmente a sus rivales extremistas (Suecia, Noruega, Suiza y Holanda), o bien, como los Verdaderos Finlandeses, lograron surgir