Juan Villoro

Palmeras de la brisa rápida


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      La verdad sea dicha, le daba gran gusto que sus guisos despertaran en nosotros la legendaria voracidad de su hermano Ernesto. No tenía la menor intención de preparar recalentados (naches), pero aprovechaba la oportunidad para demostrar que la cocina era una labor de sacrificio, extenuante, un capítulo más de su vida de santa que ninguno de nosotros valoraba (a diferencia de los vecinos de Mixcoac que iban a preguntar por ella en nuestra ausencia). Preparar guisos yucatecos es, en efecto, someterse a la tiranía del horno de tierra, las emblemáticas tres piedras del fogón maya o la estufa de gas que según la abuela hacía que la cochinita supiera a “lámpara de explorador”. Pero en este caso la sumisión era voluntaria. A dos cuadras había una casa con un jardín donde despuntaban árboles de plátano. Veíamos las hojas en el camino a misa: verdes, bruñidas, capaces de despertar los antojos de la abuela.

      –Se me figura que vamos a comer dzotolbichayes –comentaba por lo bajo. Ésta era la señal para que yo subiera a la barda (que a diferencia de otras muchas de la época no estaba coronada de vidrios rotos) y arrancara cuantas hojas estuvieran a mi alcance.

      En la iglesia la veía rezar con devoción, tal vez arrepintiéndose de haberme inducido al robo. Yo ya sabía que los pecados se dividían en mortales y veniales. Desde entonces la cocina yucateca me sabe a pecado venial, al hurto de hoja de plátano compensado con avemarías.

      Una vez que regresaba con las hojas bajo el suéter, la abuela se ponía a cantar Una furtiva lágrima o Recóndita armonía (ignoro por qué escogía partes de tenores para la cocina) y a sazonar con gustosos aspavientos. Lo que saliera de ahí (cochinita, pan de cazón, relleno negro, brazo de mestiza o espaguetis –con el más yucateco de sus condimentos–) sería un prodigio. La abuela se reconciliaba con Yucatán y con el abuelo por el paladar. Él había aprendido a pedir su frijol cabax y a rechazar el arroz chenté; comía con singular enjundia aunque su salud estuviera muy mermada. La mesa era la zona de armisticio y mi abuela la orgullosa artífice de esa pax succulenta.

      Mi abuela le era fiel a los sabores y a un nombre de oro: Ricardo Palmerín.

      –Es un trovador –me dijo un día, y me dejó en las mismas.

      No teníamos discos de él y ella jamás cantaba sus canciones, pero pronunciaba su eufónico apellido con una admiración que resumía todas las serenatas de su juventud.

      En aquella época yo acababa de inventar un héroe imaginario, el atroz Yambalalón, y estaba encandilado por los nombres. Alguien capaz de llamarse Ricardo Palmerín debía tener una voz magnífica.

      Un día el señor Marañón llegó a ver a mi abuelo. Todos creíamos que Marañón moriría antes, pues el cáncer ya le había llevado la nariz. Tuvimos que decirle que el abuelo acababa de morir.

      –¡Me cachis! –dijo, y escuché un ruido bajo el trapo que tenía en la cara. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensé en cómo se suena alguien sin nariz y cerré los ojos antes de averiguarlo. Cuando los abrí, él iba llorando por la calle de Santander.

      Es la última imagen que tengo de aquella casa. La muerte de mi abuelo y el divorcio de mis padres hicieron que nos mudáramos a un departamento en el que no había sitio para la abuela.

      Ahora nos visitaba los fines de semana. Su lengua no perdía filo. Criticaba el cuarto de Carmen (“¡Aquí sólo faltan remos!”) y ninguneaba a sus pretendientes (“¡Yo sí que salía con ese coconete!, pues señor, ¿qué ya no hay homberes?”). Sólo le gustaban las películas de amor pero detestaba las escenas eróticas. A partir de mediados de los sesenta fue casi imposible llevarla al cine. Al primer pezón gritaba: “¡Tápenle los ojos a los ninios!”, y si una pareja se besaba en la oscuridad, decía “yo no pago para ver esta función”.

      También se dedicaba a dar consejos apocalípticos. Cuando tomé mi primer avión me recomendó que me sentara lejos de la cabina: “Si el avión se zampa sólo sobreviven los de atrás”.

      Aunque mantuvo una larga campaña contra los hippies (sus luchas siempre eran de largo aliento), cuando me dejé la barba y el pelo largo exclamó arrobada:

      –¡Pareces un San José! –nada más humillante para alguien que buscaba más ásperos parecidos.

      Mi primer amor platónico fue, por supuesto, una actriz yucateca. Vi todas sus telenovelas y tuve que soportar comentarios como éste:

      –¿Pero cómo te puede gustar esa bisbirinda?

      Una “bisbirinda” era alguien que andaba con cualquiera. Desde entonces, una de las enseñanzas más dolorosas de la vida ha sido descubrir, ante las muchas bisbirindas que me han gustado, mi imposibilidad de ser cualquiera.

      La última vez que mi abuela actuó con energía estaba en la banqueta, aferrada al colchón de mi cama.

      –¡Pero si abandona a su madre! –le gritaba a los de la mudanza, incapaz de comprender que me fuera de la casa sin casarme.

      Por ese tiempo se le empezó a secar la boca, lo cual dio lugar a toda clase de aberraciones anatómicas (“se conoce que estoy escupiendo las escamas del cerebro”); hablaba cada vez menos, con frases de una vaguedad total que no dejaban de irritar a mi madre: “Pásame el comosellama que está sobre el negociante aquel”.

      Pasó sus últimos años en cama, en casa de mi madre. No volvió a hacer reproches. Entró en un delirio feliz donde tenía “catorce años entrados en quince” y donde yo a veces era “el nené” y a veces su hijo Ponchito. Le gustaba acariciarse con una esponja y decir “mi esponjita dura una barbaridad”.

      Podía morir en cualquier momento pero esperó seis años hasta la Navidad de 1985, el único momento en que no había nadie en casa: entonces tomó una de esas raras decisiones que tomaba en nuestra ausencia para hacernos ver que tenía una existencia paralela: pasó, como a ella le gustaba decir, “a mejor vida”, al mundo donde los vecinos la creían santa y donde todos los muchachos le pedían que bailara un vals (“tengo el carné completo”, contestaba altiva). Sus últimas palabras podrían haber sido: “Vámonos: Malecón y Colonia”, la frase del conductor del tranvía de mulas de Progreso, que ella repetía al ir a cualquier lado.

      La muerte, lo sabemos demasiado bien, tiene una poderosa capacidad recordatoria. Nos vestimos de negro para acercarnos a las cenizas del muerto y evocamos todos y cada uno de sus actos. No pude pensar en mi abuela sin sentir que mi infancia entera estaba escrita con sus ojos. Para ella, querer a alguien significaba convertirlo en personaje de la vida que vivía como una trama vastísima y no siempre verdadera. “La vida no acierta a terminar”, me decía, como quien desea salir de una obra inacabable.

      A veces la veo en sueños. Me habla en su lenguaje peculiar y opina cosas que aun para la lógica subvertida de los sueños son extrañas; recupero su infinita capacidad de intriga, su humor (no siempre voluntario), sus desplantes operísticos, las historias de turcos, esclavos, hombres buenos derrotados como héroes de Conrad y sátrapas envueltos en el lujo de la decencia. La vida no acierta a terminar.

      ACERCAMIENTOS

      VELOCIDAD CRUCERO: 850 KM/H

      En los antiguos viajes el medio de transporte era un primer acceso a la aventura: el barco a punto de zozobrar, el tren descarrilado, el asalto a la diligencia. Para quien viaja en avión, la única posibilidad de combinar el riesgo con la supervivencia es el aerosecuestro. Pero entonces el libro ya sólo puede tratar del secuestro. El rehén es un personaje excesivo que pierde interés apenas lo liberan. ¿A quién le interesa que luego visite una pirámide?

      Cuando en 1988 me propusieron escribir un libro de viajes no me costó trabajo encontrar un destino emocional: Yucatán, el mundo de mi abuela y el lugar donde nació mi madre. Era increíble haber llegado a los 31 años sin recibir el sol en la península. Me entusiasmó tanto ir a ese “país dentro del país” que olvidé pensar en los retos literarios del asunto. Sólo hasta el día de la partida reparé en que los Grandes Viajes son testimonios del coraje: ahí están los cuadernos congelados de Scott y la caligrafía de Magallanes, modificada por la humedad del