Juan Villoro

Palmeras de la brisa rápida


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para ir a las ruinas, es decir, todo lo necesario para que uno se sienta como en Florida sólo que con pirámides.

      Para un mexicano, las cadenas hoteleras difícilmente son “hogareñas” (aún no existe el emporio que disponga de vírgenes de Guadalupe, colchas de peluche y sillones forrados de hule para que el huésped sienta que Suiza es como la colonia Narvarte sólo que con vacas pintas). Esto ha creado un arquetipo aún peor que el del norteamericano que busca su casa en todos sitios: el viajero para quien el hotel es una civilización inagotable. ¿Cuántos mexicanos no han pensado que el único defecto de Perisur es que no tenga cuartos disponibles? El turista consumidor viaja a hoteles que son fascinantes almacenes y evitan la molestia de exponer la nariz al aire libre.

      Me dio gusto que mi posada no figurara en una guía turística que opina de los hoteles lo mismo que el Partido Republicano opina del país: excellent value, but service a little offhand.

      Bajé a hablar por teléfono. Tenía el número de unos familiares lejanos, pero sabía muy poco de ellos, personas un tanto míticas, recreadas por la no muy verídica memoria de mi abuela. Algunas no eran más que una frase. ¿Qué le podría decir a los descendientes de Gonzalo?, ¿que a principios de siglo nadaba muy bien de muertito?

      Preferí llamar a los conocidos de mis amigos, aunque sus recomendaciones no podían ser más vagas: “Velo, está loquísimo”. En Mérida, las nueve de la mañana es demasiado tarde para dar con alguien. No encontré a la “chica monísima”. Me resigné a marcar el número de alguien descrito como “un maestro muy neto”. El teléfono sonó dos veces. Decidí que él tampoco estaba en casa.

      PASEO EXPRÉS

      Salí a caminar y las calles numeradas me hicieron pensar en una lotería. Mis sueños pasarían en la esquina de la 57 y la 58; era difícil no sentir que le estaba apostando a esos números.

      Había dado tres pasos cuando un hombre me tendió una hamaca. Quería vendérmela pero no alabó el precio ni el bordado; el calor aconsejaba ahorrar palabras. En Mérida mayo es un mes que se cuece aparte, hace tanto sol como en un verso de José Luis Rivas. Caminé en un aire que ardía en los ojos abultados por la desmañanada. Vi algunos mirajes del calor: una mancha de aceite vibró en la calle de mica, una calesa se disolvió en la nube de diésel de un camión. Llegué a una plaza que olía a estiércol y plantas, como una huerta confundida en la ciudad. En la esquina, el Diario de Yucatán hablaba de la peor sequía en quince años. Mayo es el mes de las horas lentas y la lluvia atrasada; el clima no avanza, se perpetúa en su inmovilidad. Un cielo sin nubes, distraído, con el santo en otro cielo. No pasa nada. ¿El trajín de la ciudad? Nada, un paréntesis en lo que el cielo se desploma en forma de agua.

      A las diez de la mañana la calle estaba llena de guayaberas, rostros redondos y cuerpos compactos de boxeadores mosca. Ignoro si el reglamento de la policía exige que sus miembros midan metro y medio, pero en todo caso es difícil encontrar uno más alto. Hay algo tranquilizador en una ciudad resguardada por gente chica. Vestidos en color canela, los policías no muestran otro interés que atestiguar el paso de los coches.

      Mérida tiene camiones de antes, narigones, una honesta protuberancia llena de fierros que sueltan humo. También hay minibuses aplanados, con el motor en alguna entraña, pero en el Centro sólo vi vejestorios. Estuve a punto de tomar uno para descontar la última cuadra a la Plaza Grande.

      La catedral es un prodigio de las piedras claras. A esa hora no hay que buscar relieves ni detalles; la fachada está demasiado ocupada absorbiendo luz, una hoguera esculpida, un macizo auto de fe.

      Crucé la calle hacia la sombra de un laurel. De nada me sirvió estar quieto; el sudor me bajaba a chorros por la cara. Seguí caminando para generar la mínima brisa que despejara mis facciones.

      El cielo siempre es más azul para alguien que viene del D.F. Vi una nube temblona, deshilachada por un viento que no se alcanzaba a sentir allá abajo. Entonces se me acercó un vendedor de hamacas. ¿Quién, si no un fuereño, podía ver el cielo como una función inagotable?

      El calor había convertido el desayuno del avión en algo magníficamente sólido, como si me hubiera tragado un anillo virreinal. Tal vez mi cuerpo indigesto fue el culpable de que la casa de Montejo me pareciera una reunión de trogloditas.

      La conquista del Adelantado Francisco de Montejo continúa hasta la fecha. Una avenida, un colegio, una cervecería, un local de fiestas y cinco hoteles llevan su nombre. Sin embargo, su casa de la Plaza Grande es una plateresca venganza indígena. El diseño del edificio es español pero la ejecución fue encomendada a artesanos indios que retrataron a los conquistadores como torvos cavernícolas; las cachiporras de piedra y la figura subyugada por el peso de la bárbara conquista, son una burla semejante a los cuadros de Goya donde sus borbónicos patrones aparecen con quijadas prognatas y miradas de imbecilidad absoluta.

      Un banco ocupa la antigua mansión del conquistador. Anticipé un delicioso aire acondicionado. Desgraciadamente los bancos tienen nociones muy precisas de la temperatura de negocios y enfrían su aire a nivel lumbago. Casi fue un alivio volver a la canícula de mayo.

      Entré al Museo de la Ciudad, un hermoso edificio colonial que alberga una colección de siete objetos. Después de dieciséis años de combatir a los mayas para conquistar una tierra sin oro, los españoles bautizaron las calles como si prosiguieran la batalla. El Museo conserva la placa que señalaba la esquina de Imposible y Se Venció.

      Los viajeros aéreos llegan con tobillos de paracaidista. Ya no sabía adónde conducir mis pasos inseguros. Regresé, sintiéndome progresivamente turista. Había caminado con la prisa de otra ciudad; ningún propósito tropical requería esa desmesura. Pensé esto al ver los pasos económicos de los demás paseantes. ¿Adónde podía conducir mi empapada celeridad? A comprar hamacas. Al menos esto juzgó el tercer vendedor que me salió al paso.

      En el Café Express bebí tres vasos de agua, ignorando lo que recomiendan los manuales de supervivencia. “Qué ligero bebes –me decía mi abuela–, se conoce que estás mal de los nervios”. Mi consumo de servilletas fue aún más desequilibrado. Unos diez trozos de papel fueron a dar a mi cara y mis antebrazos. ¡Qué estupidez ir a Mérida en mayo!, ¡pero si el calor es algo típico, como la nieve en Rusia! Sostuve este diálogo hasta que la suave corriente que caía de los ventiladores mitigó mis preocupaciones. Pedí un café; el lugar fue ganando mi atención. El Express es un sitio de regular tamaño, pero sus veinte mesas dominan la vida de la ciudad. La gente que pasa por la calle saluda a los parroquianos, algunos entran a dar recados o arreglar un asunto. En ese momento había dos tertulias principales. A mi izquierda, un grupo de comerciantes de guayabera hablaba a voz en cuello sobre créditos y política; a mi derecha predominaba la mezclilla deslavada y se repetían ciertas palabras talismán: “un tucán loquísimo”, “fe-lli-nes-co”, “bien kaf-kiano”.

      Las conversaciones se cruzaron en mi mesa. “¿Ya saben el nuevo del gobernador? Es el Torpedo: torpe de día, pedo de noche”, gritó un hombre de guayabera y bigote atildado. “Puta, qué surrealista”, dijo una muchacha de playera color betabel. De cuando en cuando, un camión borraba todo con su estruendo de diésel. El café del Express suena como su nombre; es imposible alzar la taza sin oír motores de explosión.

      Un día antes de salir de la Ciudad de México alguien que me conoce demasiado bien me dijo:

      –Para ti el viaje ideal es irte a aplastar a un café.

      Y ahí estaba en mi primer día de viaje, aplastado en el Express. Pedí otro café, esta vez en vaso, como el que le acababan de servir a un tipo con gogles de buzo en la frente y pintura de aceite en los dedos. Podría viajar de un café a otro para mirar desconocidos, leer noticias del diario local que no me competen, dejar que las voces ajenas formaran en mi mesa un golfo de palabras sueltas. El gran atardecer, el museo definitivo, el pájaro fabuloso y la boutique exquisita no me interesan tanto como las horas de café, que consisten básicamente en perder el tiempo. El viajero sentimental, al contrario del explorador o del turista, deja que sea la vida la que se ocupe de las sorpresas.

      Me