¿No es este, tal vez, uno de los más monótonos ritornelli de las derechas francesas, de las derechas alemanas, de todas las derechas? Por consiguiente, la Reacción, arribada al poder, no se conforma con conservar; pretende rehacer. Puesto que reniega el presente, no puede conservarlo ni continuarlo: tiene que tratar de rehacer el pasado. El pasado que se condensa en estas normas: principio de autoridad, gobierno de una jerarquía, religión del Estado, etc. O sea, las normas que la revolución burguesa y liberal desgarró y destruyó porque entrababan el desarrollo de la economía capitalista. Y acontece, por tanto, que, mientras la reacción se limita a decretar el ostracismo de la Libertad y a reprimir la Revolución, la burguesía bate palmas; pero luego, cuando la reacción empieza a atacar los fundamentos de su poder y de su riqueza, la burguesía siente la necesidad urgente de licenciar a sus bizarros defensores.
La experiencia italiana es extraordinariamente instructiva a este respecto. En Italia, la burguesía saludó al fascismo como a un salvador. La Terza Italia cambió la garibaldina camisa roja por la mussoliniana camisa negra. El capital industrial y el agrario financiaron y armaron a las brigadas fascistas. El golpe de Estado fascista obtuvo el consenso de la mayoría de la Cámara. El liberalismo se inclinó ante el principio de autoridad. Pocos liberales, pocos demócratas rehusaron enrolarse en el séquito del Duce. Entre los parlamentarios, Nitti, Amendola, Albertini. Entre los escritores, Guglielmo Ferrero, Mario Missiroli, algunos otros. Los clásicos líderes del liberalismo –Salandra, Orlando, Giolitti–, con más o menos intensidad, concedieron su confianza a la dictadura. Transitoriamente, la adhesión o la confianza de esa gente resultó embarazosa para el fascismo; le imponía un trabajo de absorción, superior a sus fuerzas, superior a sus posibilidades. El espíritu fascista no podía actuar libremente si no digería y absorbía antes el espíritu liberal. En la imposibilidad de elaborarse una ideología propia, el fascismo corría el riesgo de adoptar, más o menos atenuada, la ideología liberal que lo envolvía.
La tormenta política desencadenada por el asesinato de Matteotti aportó una solución para este problema. El liberalismo se separó del fascismo. Giolitti, Orlando, Salandra, Il Giornale d’Italia, etc., asumieron una actitud de oposición. No siguieron al bloque de oposición a su retiro del Aventino. Permanecieron en la Cámara. Parlamentarios orgánicos, no podían hacer otra cosa. El fascismo quedó aislado. A sus flancos no continúan sino algunos liberales-nacionales y algunos católicos-nacionales, esto es, los elementos más nacionalistas y conservadores de los antiguos partidos.
Las oposiciones esperaban forzar así al fascismo a dejar el poder. Pensaban que, hecho el vacío a su alrededor, el fascismo caería automáticamente. Los comunistas combatieron esta ilusión. Propusieron a la oposición del Aventino su constitución en Parlamento del pueblo. Frente al Parlamento fascista de Montecitorio debía funcionar el Parlamento antifascista del Aventino. Había que llevar a sus últimas consecuencias políticas e históricas el boicot de la Cámara. Pero esta era, franca y neta, la vía de la revolución. Y el bloque del Aventino no es revolucionario. Se siente y se proclama normalizador. La invitación comunista no pudo, pues, ser aceptada. El bloque del Aventino se contentó con plantear la famosa cuestión moral: la oposición aventiniana rehusaba volver a la Cámara mientras ejerciesen el poder, cubiertos por el voto de su mayoría, los hombres sobre quienes pesaba la responsabilidad del asesinato de Matteotti, responsabilidad que, bajo un gobierno fascista, la justicia se encontraba coactada para esclarecer y examinar.
Mussolini respondió a esta declaración de intransigencia con una maniobra política. Envió a la Cámara un proyecto de ley electoral. En la práctica parlamentaria italiana este trámite precede y anuncia la convocatoria a elecciones políticas. ¿Se abstendrían también los partidos del Aventino de concurrir a las elecciones? El bloque se ratificó en su intransigencia. Insistió en la tacha moral. La prensa de oposición publicó un memorial de Cesare Rossi, escrito por este antes de su arresto, en el cual el presunto mandante del asesinato de Matteotti acusa a Mussolini. La tacha estaba documentada. Pero la dialéctica de la oposición reposaba en un equívoco. La cuestión moral no podía dominar la cuestión política. Tenía, antes bien, que suceder lo contrario. La cuestión moral era impotente para decidir al fascismo a marcharse del gobierno.
Mussolini se lo recordó a la oposición en su acre discurso del 3 de enero en la Cámara. El preámbulo de su discurso fue la lectura del art. 47 del Estatuto de Italia que otorga a la Cámara de Diputados el derecho de acusar a los ministros del Rey y de enviarlos ante la Alta Corte de Justicia. “Pregunto formalmente” –dijo– “si en esta Cámara o fuera de aquí existe alguien que se quiera valer del art. 47”. Y, luego, con dramática entonación, reclamó para sí todas las responsabilidades del fascismo. “Si el fascismo” –declaró–
no ha sido sino óleo de ricino y cachiporra, y no una pasión soberbia de la mejor juventud italiana, ¡a mí la culpa! Si el fascismo ha sido una asociación de delinquir, bien, ¡yo soy el jefe y el responsable de esta asociación de delinquir! Si todas las violencias han sido el resultado de un determinado clima histórico, político y moral, bien, ¡a mí la responsabilidad, porque este clima histórico, político y moral lo he creado yo!
Y anunció, enseguida, que en cuarenta y ocho horas la situación quedaría aclarada. ¿Cómo ha cumplido su palabra? En una manera tan simple como notoria. Sofocando casi totalmente la libertad de prensa. La oposición, privada casi de la tribuna de la prensa, resulta perentoria y rudamente invitada a tornar a la tribuna del Parlamento. En el Aventino se prepara ya el retorno a la Cámara.
En un reciente artículo de la revista Gerarchia, titulado “Elogio a los gregarios”, Mussolini revista marcialmente las peripecias de la batalla. Polemiza con la oposición. Y exalta la disciplina de sus tropas. “La disciplina del fascismo” –escribe– “tiene verdaderamente aspectos de religión”. En esta disciplina reconoce “el ánimo de la gente que en las trincheras ha aprendido a conjugar, en todos los modos y tiempos, el verbo sagrado de todas las religiones: obedecer” y “el signo de la nueva Italia que se despoja una vez por todas de la vieja mentalidad anarcoide con la intuición de que únicamente en la silenciosa coordinación de todas las fuerzas, a las órdenes de uno solo, está el secreto perenne de toda victoria”.
Aislado, bloqueado, boicoteado, el fascismo deviene más beligerante, más combativo, más intransigente. La oposición liberal y democrática lo ha devuelto a sus orígenes. El ensayo reaccionario, libre del lastre que antes lo entrababa y enervaba interiormente, puede ahora cumplirse en toda su integridad. Esto explica el interés que, como experiencia histórica, tiene para sus contemporáneos la batalla fascista.
El fascismo, que durante dos años se había contentado casi con representar en el poder el papel de gendarme del capitalismo, pretende hoy reformar sustancialmente el Estatuto de Italia. Se propone, según sus líderes y su prensa, crear el Estado fascista. Insertar la revolución fascista en la Constitución italiana. Una comisión de dieciocho legisladores fascistas, presidida por el filósofo Giovanni Gentile, prepara esta reforma constitucional. Farinacci, líder del extremismo fascista, llamado en esta emergencia a la secretaría general del partido, declara que el fascismo “ha perdido dos años y medio en el poder”. Ahora, liberado de la pesada alianza de los liberales, purgado de los residuos de la vieja política, se propone recuperar el tiempo perdido. Todos los capitanes del fascismo hablan un lenguaje más exaltado y místico que nunca. El fascismo quiere ser una religión. Giovanni Gentile, en un ensayo sobre los “caracteres religiosos de la presente lucha política”, observa que “hoy se rompen, en Italia, a causa del fascismo, aquellos que parecían hasta ayer los más sólidos vínculos personales de amistad y de familia”. Y de esta guerra, el filósofo del idealismo no se duele. El filósofo del idealismo es, desde hace algún tiempo, el filósofo de la violencia. Recuerda, en su ensayo, las palabras de Jesucristo: Non veni pacem mittere, sed gladium. Ignem veni mittere in terram.[14] Y remarca, a propósito de la cuestión moral, que “esta tonalidad religiosa de la psicología fascista ha generado la misma tonalidad en la psicología antifascista”.
Giovanni Gentile, poseído de la fiebre de su facción, exagera ciertamente. En el Aventino no ha prendido aún la llama religiosa. Menos aún ha prendido, ni puede prender, en Giolitti. Giolitti y el Aventino representan el espíritu y