José Carlos Mariátegui

Antología


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El Mahatma dejó la dirección del movimiento antes de que este declinase.

      El Congreso Nacional Indio de diciembre de 1923 marcó un descenso del gandhismo. Prevaleció en esta asamblea la tendencia revolucionaria de la no cooperación; pero se le enfrentó una tendencia derechista o revisionista que, contrariamente a la táctica gandhista, propugnaba la participación en los consejos de reforma creados por Inglaterra para domesticar a la burguesía hindú. Al mismo tiempo apareció en la asamblea, emancipada del gandhismo, una nueva corriente revolucionaria de inspiración socialista. El programa de esta corriente, dirigido desde Europa por los núcleos de estudiantes y emigrados hindúes, proponía la separación completa de la India del Imperio Británico, la abolición de la propiedad feudal de la tierra, la supresión de los impuestos indirectos, la nacionalización de las minas, ferrocarriles, telégrafos y demás servicios públicos, la intervención del Estado en la gestión de la gran industria, una moderna legislación del trabajo, etc., etc. Posteriormente, la escisión continuó ahondándose. Las dos grandes facciones mostraban un contenido y una fisonomía clasistas. La tendencia revolucionaria era seguida por el proletariado que, duramente explotado sin el amparo de leyes protectoras, sufría más la dominación inglesa. Los pobres, los humildes eran fieles a Gandhi y a la revolución. El proletariado industrial se organizaba en sindicatos en Bombay y otras ciudades indostanas. La tendencia de derecha, en cambio, alojaba a las castas ricas, a los parsis, comerciantes, latifundistas.

      El método de la no cooperación, saboteado por la aristocracia y la burguesía hindúes, contrariado por la realidad económica, decayó así, poco a poco. El boicot de los tejidos ingleses y el retorno a la lírica rueca no pudieron prosperar. La industria manual era incapaz de concurrir con la industria mecánica. El pueblo hindú, además, tenía interés en no resentir al proletariado inglés, aumentando las causas de su desocupación, con la pérdida de un gran mercado. No podía olvidar que la causa de la India necesita del apoyo del partido obrero de Inglaterra. De otro lado, los funcionarios dimisionarios volvieron, en gran parte, a sus puestos. Se relajaron, en suma, todas las formas de la no cooperación.

      Cuando el gobierno laborista de MacDonald lo amnistió y libertó, Gandhi encontró fraccionado y disminuido el movimiento nacionalista hindú. Poco tiempo antes, la mayoría del Congreso nacional, reunido extraordinariamente en Delhi en septiembre de 1923, se había declarado favorable al partido Swaraj, dirigido por C. R. Das, cuyo programa se conforma con reclamar para la India los derechos de los “dominios” británicos, y se preocupa de obtener para el capitalismo hindú sólidas y seguras garantías.

      Actualmente Gandhi no dirige ni controla ya las orientaciones políticas de la mayor parte del nacionalismo hindú. Ni la derecha, que desea la colaboración con los ingleses, ni la extrema izquierda, que aconseja la insurrección, lo obedecen. El número de sus fautores ha descendido. Pero, si su autoridad de líder político ha decaído, su prestigio de asceta y de santo no ha cesado de extenderse. Cuenta un periodista cómo al retiro del Mahatma afluyen peregrinos de diversas razas y comarcas asiáticas. Gandhi recibe, sin ceremonias y sin protocolo, a todo el que llama a su puerta. Alrededor de su morada viven centenares de hindúes felices de sentirse junto a él.

      Esta es la gravitación natural de la vida del Mahatma. Su obra es más religiosa y moral que política. En su diálogo con Rabindranath Tagore, el Mahatma ha declarado su intención de introducir la religión en la política. La teoría de la no cooperación está saturada de preocupaciones éticas. Gandhi no es, verdaderamente, el caudillo de la libertad de la India, sino el apóstol de un movimiento religioso. La autonomía de la India no le interesa, no le apasiona sino secundariamente. No siente ninguna prisa por llegar a ella. Quiere, ante todo, purificar y elevar el alma hindú. Aunque su mentalidad está nutrida, en parte, de cultura europea, el Mahatma repudia la civilización de Occidente. Le repugna su materialismo, su impureza, su sensualidad. Como Ruskin y como Tolstói, a quienes ha leído y a quienes ama, detesta la máquina. La máquina es para él el símbolo de la “satánica” civilización occidental. No quiere, por ende, que el maquinismo y su influencia se aclimaten en la India. Comprende que la máquina es el agente y el motor de las ideas occidentales. Cree que la psicología indostana no es adecuada a una educación europea; pero osa esperar que la India, recogida en sí misma, elabore una moral buena para el uso de los demás pueblos. Hindú hasta la médula, piensa que la India puede dictar al mundo su propia disciplina. Sus fines y su actividad, cuando persiguen la fraternización de hinduistas y mahometanos o la redención de los intocables, de los parias, tienen una vasta trascendencia política y social. Pero su inspiración es esencialmente religiosa.

      Gandhi se clasifica como un “idealista práctico”. Henri Barbusse lo reconoce, además, como un verdadero revolucionario. Dice, enseguida, que “este término designa en nuestro espíritu a quien, habiendo concebido, en oposición al orden político y social establecido, un orden diferente, se consagra a la realización de este plan ideal por medios prácticos” y agrega que “el utopista no es un verdadero revolucionario, por subversivas que sean sus sinrazones”. La definición es excelente. Pero Barbusse cree, además, que “si Lenin se hubiese encontrado en lugar de Gandhi, hubiera hablado y obrado como él”. Y esta hipótesis es arbitraria. Lenin era un realizador y un realista. Era, indiscutiblemente, un idealista práctico. No está probado que la vía de la no cooperación y la no violencia sea la única vía de la emancipación indostana. Tilak, el anterior líder del nacionalismo hindú, no habría desdeñado el método insurreccional. Romain Rolland opina que Tilak, cuyo genio enaltece, habría podido entenderse con los revolucionarios rusos. Tilak, sin embargo, no era menos asiático ni menos hindú que Gandhi. Más fundada que la hipótesis de Barbusse es la hipótesis opuesta, la de que Lenin habría trabajado por aprovechar la guerra y sus consecuencias para liberar a la India y no habría detenido, en ningún caso, a los hindúes en el camino de la insurrección. Gandhi, dominado por su temperamento moralista, no ha sentido a veces la misma necesidad de libertad que sentía su pueblo. Su fuerza, en tanto, ha dependido, más que de su predicación religiosa, de que esta ha ofrecido a los hindúes una solución para su esclavitud y para su hambre.

      La teoría de la no cooperación contenía muchas ilusiones. Una de ellas era la ilusión medieval de revivir en la India una economía superada. La rueca es impotente para resolver la cuestión social de ningún pueblo. El argumento de Gandhi –“¿No ha vivido así antes la India?”– es un argumento demasiado antihistórico e ingenuo. Por escéptica y desconfiada que sea su actitud ante el progreso, un hombre moderno rechaza instintivamente la idea de que se pueda volver atrás. Una vez adquirida la máquina, es difícil que la humanidad renuncie a emplearla. Nada puede contener la filtración de la civilización occidental en la India. Tagore tiene plena razón en este incidente de su polémica con Gandhi. “El problema de hoy es mundial. Ningún pueblo puede buscar su salud separándose de los otros. O salvarse juntos o desaparecer juntos”.

      Las requisitorias contra el materialismo occidental son exageradas. El hombre del Occidente no es tan prosaico y cerril como algunos espíritus contemplativos y extáticos suponen. El socialismo y el sindicalismo, a pesar de su concepción materialista de la historia, son menos materialistas de lo que parecen. Se apoyan sobre el interés de la mayoría, pero tienden a ennoblecer y dignificar la vida. Los occidentales son místicos y religiosos a su modo. ¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en el Occidente que la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra. Sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Pertenecen a la vida terrena y no a la vida celeste.

      La exconfesión de la violencia es más romántica que la violencia misma. Con armas solamente morales jamás constreñirá la India a la burguesía inglesa a devolverle su libertad. Los honestos jueces británicos reconocerán, cuantas veces sea necesario, la honradez de los apóstoles de la no cooperación y del satyagraha; pero seguirán condenándolos a seis años de cárcel. La revolución no se hace, desgraciadamente, con ayunos. Los revolucionarios de todas las latitudes tienen que elegir entre sufrir la violencia o usarla. Si no se quiere que el espíritu y la inteligencia estén a las órdenes de la fuerza, hay que resolverse a poner la fuerza a las órdenes de la inteligencia y del espíritu.

      Uno de los aspectos esenciales de la personalidad