fuera el más humilde!... Es un tormento mi vida. Agustín gasta lo que no tiene; Gustavo es formal y bueno, pero muy poco apegado á sus padres; Leopoldo no es ni será nunca nada, por su ineptitud y esos hábitos de ociosidad y disipación adquiridos á pesar de mis esfuerzos para evitarlo. Y gracias que el Señor, al paso que me da tales pruebas de sus rigores, me las da por otro lado clarísimas de su misericordia... ¡Qué orgullo tan grande para una madre tener dos hijos como Luis Gonzaga y María, aquél tan profundamente apegado á su carrera eclesiástica que será, según me dicen los Padres, un verdadero santo; ésta casada contigo, feliz contigo, ofreciendo contigo un modelo de matrimonios pacíficos y en completa armonía! ¡Lástima que no tengáis hijos!»
Al llegar aquí, la Marquesa, dejándose llevar de su sentimiento, dió libertad á algunas lágrimas que no llegaron á rodar por sus mejillas: tan prontamente las atajó secándolas con su pañuelo. Después siguió exponiendo las penas que afligían su corazón de esposa y de madre. Según dijo, había padecido mucho por el carácter ligero del Marqués y la condición díscola ó superficial de Gustavo y Leopoldo; había consumido su juventud y lo mejor de su vida en esfuerzos heróicos para evitar el hundimiento de la casa de Tellería; había sacrificado para este fin importantísima parte de su dote, que no era un grano de anís; pero reservaba lo mejor, sí, y lo reservaría aunque los chicoleos juveniles del Marqués y los extravíos de sus hijos llegasen al último extremo. Ella no podía exponerse á una vejez de miseria humillante, ni á vivir de la limosna de su hija, casada con un hombre rico: sus hábitos, sus principios, su dignidad, no le permitían sacrificar tampoco lo mejor de su dote al hombre imprudente que había esparcido por las mesas verdes de los casinos y por los cuartos de las bailarinas el patrimonio de Tellería... ¡Y si ella lo dijese todo, si ella revelase lo más negro...!
«Sí, lo revelaré... á tí se te puede decir todo—añadió mirando á su yerno con cierto éxtasis.—No sólo tienes el deber, sino el derecho de conocer las debilidades de tus padres... Me han dicho que el Marqués está enredado con... la habrás visto, habrás oído hablar de ella... esa que llaman la Paca ó la Paquira... no vale nada, pero es graciosa y elegante. Le comió al Duque de Florunda lo poco que le quedaba... Figúrate tú ese mamarracho de Agustín, que casi está con un pie en el sepulcro... Esto más que ira da compasión, ¿no es verdad?»
León meditaba.
«¿En qué piensas, hijo?
—En que la virtud cardinal del matrimonio es la paciencia.
—Eso quiere decir que sufra y aguante... ¡Pero si mi vida ha sido un puro martirio!... Yo seguiría resistiendo si los despilfarros y las locuras de Agustín no me trajeran compromisos graves que tocan al buen nombre de nuestra casa. Estoy apuradísima... ¿qué crees? ¡Oh! Siento mucho decirte que no puedo darte los sesenta mil reales que me prestaste y que yo debía devolverte este mes como convinimos.
—No importa—dijo León deseando cortar delicadamente aquel asunto.—No se ocupe usted de eso.
—Es que no sólo no puedo darte aquellos tres mil duros, sino que me hacen falta otros tres mil.
—Tampoco importa: los tendrá usted.
—¡Otros tres mil! Esto es horrible. ¡Cómo abuso de tu bondad!... Será la última vez, porque estoy decidida á montar la casa con un régimen muy estrecho... Yo te doy garantías con mi casa de Corrales de Arriba.
—No es preciso garantía... Repito...
—¡Gracias, gracias!... ¡Eres tan buen hijo!... ¡te quiero tanto!... ¿Cómo te pagaré?...—dijo la Marquesa visiblemente trastornada por una emoción verdadera.—No creas: también tú tienes que agradecerme. Me ocupo de tí, de tu bien, y algunas veces me apresuro á quitar de en medio alguna nubecilla que pueda dar sombra á tu felicidad. Anoche reñí con tu mujer.
—¿Con María?
—Con María, sí: también ella tiene sus defectos, aunque defectos que, según dicen, no son otra cosa que exageración de las virtudes. Ya sabes que es muy religiosa, excesivamente religiosa. Hace tiempo comprendí que por este motivo de la religión habría en vuestro hogar algunos disgustillos.»
León dió un suspiro.
«Algunos—indicó;—pero no graves.
—Vamos, no vengas á quitar importancia á vuestras desazones—dijo la Marquesa, contrariada de que León suavizase lo que á ella le convenía endurecer.—La pobre muchacha te quiere ciegamente; su amor está sobre todo; pero le atormenta mucho tu fama de ateo. Ya sabes que los pensamientos de mi hija son indóciles é indomesticables como las fieras del desierto.»
León hizo con la cabeza un triste signo que indicaba una respuesta afirmativa más triste aún.
«Pase que no vea con gusto tu irreligiosidad... Eso es natural... Nos han enseñado una fe, y en ella debemos vivir y morir. Pero que llore y se desespere porque no vas todos los días á la iglesia como ella, ni confiesas cada mes, ni gastas tu dinero en bobadas... vamos, esto es ridículo. ¡Cuánto le he predicado anoche!... ¿qué crees?... me enfadé, le reñí, golpeé en su cabeza dura como se golpea en un yunque, y al fin...
—¿Y al fin?...
—La convencí, sí, la convencí de que no se puede exigir á los hombres ciertas prácticas, que si en nosotras están bien, en ellos serían ridículas, ferozmente ridículas. Buen trote llevan los hombres del día para que se les quiera meter en las iglesias. Yo digo una cosa: María empleando su tiempo en devociones, y tú gastándolo en tus estudios, podéis ser muy felices. ¿A qué entrar en honduras? ¿Acaso tú le impides que rece todo lo que quiera? Los hombres de hoy tienen sus ideas, y no es posible luchar con ellos. Nadie hay más religiosa que yo; pero no quiero meterme en cosas que no entiendo. Las mujeres no somos sabias: creemos y creemos y creemos. Un matrimonio que se desavenga por esto, me parece el colmo de la tontería... ¿Pero no sabes su pretensión? Aspira nada menos que á convertirte, á hacerte aborrecer tus ideas y adorar las suyas... Vamos, no pude tener la risa cuando le oí esto. ¿Sabes qué dice? Que su mayor gozo sería quemarte todos los libros que tienes aquí... ¡Qué lástima! ¡unas encuadernaciones tan bonitas!... Buen cuidado me daría á mí de que mi esposo no me imitara en mis devociones, con tal de que me amase mucho y no amase á ninguna más que á mí... ¡Celos de los libros! jamás. Eso es de mujeres tontas. No puedes figurarte con qué fuerza le hablé: le dije que tú eras el hombre mejor de la tierra... Ella convenía en esto; pero... nunca le faltaban peros. Le dije que vales más que ella, infinitamente más que ella; que eso del ateísmo es un fantasma; que aunque se habla de ateos, no hay tales ateos, así como se hablaba antes de las brujas á pesar de no existir tales brujas. Le dije que no pensara en esa sandez de convertirte, y que lo mejor que podía hacer para tener paz perpetua en su casa, era aflojar un poco en su monomanía, ¿no te parece?... Quizás le convenga mudar de confesor, ¿no te parece?... En esto debe imitarme. Yo soy muy religiosa; cumplo fielmente todos los preceptos; contribuyo al culto con lo que puedo; pero nada más. ¿No crees que mi hija deba imitarme?»
León no contestó nada. Estaba taciturno y abstraído. Bruscamente echó de sí una idea lúgubre, como quien espanta un abejón que zumba, y mirando á su suegra, le dijo:
«Hoy mandaré á usted los sesenta mil reales.
—¡Ah! ¿te ocupabas de eso?—repuso la Marquesa, cuyo semblante parecía que con la irradiación del gozo se ponía fosforescente.—Bueno: mándalo, te daré el recibo... ¡Pero cómo me estoy aquí charla que charla! Con tu buena compañía me olvido de que tengo prisa, mucha prisa, muchísima. ¡Las once!... ¡Voy á perder la misa!...»
Levantóse apresuradamente y dió la mano á su yerno.
«El Padre Paoletti predica hoy... Adiós... Corro á San Prudencio. ¿Qué quieres para tu mujer? Le diré que venga pronto á casa, que estás muy solo. Abur, abur.»
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El Marqués.