Benito Pérez Galdós

La Familia de León Roch


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¡Y tu mujer no viene de misa! Te concedo que son demasiadas misas. ¡Ah! ya sé: ella y mamá estarán de tertulia con el padre Paoletti, un italiano berrendo en negro, retinto... ¡Casca!... Si yo fuera casado... pero no: yo no seré cornúpeto, passez moi le mot... ¡Oh! si lo fuera, mi mujer haría mi gusto y nada más. María es buena; pero cuando se la pone una cosa en el testuz... No creas, yo también le he dicho mis verdades por su impertinencia... Compañero, es horrible eso de tener una mujer que constantemente nos esté cantando el estribillo: hombre, confiesa; hombre, comulga; hombre, ve á misa... ¡Cascarones! Es para pegarse un tiro... Puesto que le das libertad, ella debiera ser prudente. Por tu parte haces mal en tomar tan á pechos lo que vale tan poco... Mira tú, yo dejaría á mi mujer que oyese cuatrocientas veintisiete misas al día, y que tomara varas con todos los confesores. Poniéndole tasa en eso de gastarme mi dinero en Manifiestos, le llevaría el genio. ¡Bah! siempre que ella me hablara de cosas santas, yo le diría: «Sí, hija mía, todo lo que quieras. Eso, y lo otro, y lo de más allá.» En fin, que no reñiríamos nunca por un dogma más ó menos; y al mismo tiempo, querido León, yo me divertiría todo lo posible. Comparito, eso de irse al infierno sin pasar antes buena vida, es lo más tonto del mundo. Aburrirse aquí entre libros, y luego condenarse allá... porque tú te condenarás y yo también, León... allá iremos todos.»

      Y soltó una risa tan estrepitosa como su aliento asmático se lo permitía. Después se levantó, y poniendo ambas manos sobre la mesa, cual si su cuerpo no pudiese mantenerse derecho sin ayuda de puntales, habló así:

      «¿Sabes, querido, que me vas á prestar otros cuatro mil reales?»

      León abrió una gaveta. Sonreía no sabemos por qué; pero consta que de todos los individuos de su familia política, aquél era, por lo inofensivo, el que le inspiraba más lástima, siendo esto tal vez la causa de que á veces le abriese su bolsa con paciencia y hasta con gusto, por no contrariar á un sér excesivamente miserable y desvalido. O quizás plagiaba León el sistema benéfico del vicario de Wakefield, que siempre que quería sacudirse á algún pariente importuno, le prestaba dinero, ropa, ó un caballo de poco valor, «y jamás, dice, se dió el caso de que volviera á mi casa para devolvérmelo.»

      «Gracias, querido beau frère—dijo el mancebo, no ocultando la alegría que en la raza humana acompaña siempre á la adquisición de dinero.—Te lo devolveré el mes que entra con lo demás... No de una vez; te advierto que no podré dártelo junto... á plazos sí... ¡Es horrible! Si hubiera tres Semanas Santas en el año, todos los españoles tendríamos que pedir limosna... ¡Casca, casca!... ¡Vaya con los petitorios! La otra noche las de Rosafría me comprometieron á dar mil reales para el Papa... Ya ves... Si el mundo estuviera arreglado, el Papa debía darnos á nosotros... ¡Eh! ¡So tunante! ¡Lady Bull!... ¡Eh, venga usted aquí!»

      Estas palabras iban dirigidas á una alimaña rastrera y obscura que había entrado en el despacho con el joven; pero que hasta entonces se había mantenido en una actitud de circunspección respetuosa. Era una perrita de la horrible raza King Charles, que tenía el color de ratón, la redondez del puerco-espín, un hocico de mono entre abigarradas lanas, y una panza de sapo mal sostenida por cuatro patas pequeñas. Al fin de la conversación, su cascabelillo, hasta entonces mudo, empezó á sonar, indicando grandes travesuras, y Polito la descubrió entre unos libros arrinconados en el suelo.

      «¡Venga usted aquí, aquí pronto!»

      La tomó en brazos. Entonces se sintió ruido de coches y el acompasado pisoteo de uno de estos caballos españoles que parecen corceles de estatua ecuestre, trotando eternamente sin salir de su pedestal.

      «¡Ah! Ya están aquí—dijo Leopoldo.—Higadillos á caballo y el Conde-Duque en su break... Les dije que pasaran por aquí á recogerme. Vamos á ver el apartado... Allá voy.»

      Desde su asiento vió León el coche detenido junto á la reja, y el torero á caballo, un grosero mocetón de piernas ceñidas y cintura fajada, de cuerpo culebreante no falto de belleza escultórica, rematado por zafia cabeza española de color de tabaco y el sombrero ancho. El caballo piafaba, y el Conde-Duque contenía los de su break, fogosos animales mestizos de sangre bearnesa y andaluza.

      Poco tardó Polito en subir al coche con Lady Bull, y la festiva comparsa se puso en marcha calle abajo, presidida por Higadillos y alegrada por los cascabeles del tiro á la calesera. León miró con curiosidad aquel fragmento pequeño, pero expresivo, de la iconografía contemporánea de España.

      XII

       Gustavo.

       Índice

      Le miró, y una sonrisa afable, señal inequívoca de complacencia por la visita, iluminó su semblante triste. Después, las miradas de uno y otro (pues se hallaban próximos á la ventana) se recrearon en la frescura aromática del jardín, sobre cuyo verdor pasaba el chorro de la manga de riego como un plumero de agua que limpia el polvo, ahuyentando los pájaros, deteniendo á las mariposillas, ahogando á los insectos, acariciando á las plantas. Hábilmente dirigida por el jardinero, penetraba en la espesura de los setos de evónimus, se desmenuzaba para formar polvaredas líquidas en las cuales jugaba fugaz arco iris. El jardín era nuevo, de esos que se traen de casa del horticultor como los muebles de casa del tapicero, formando un todo completo, y se plantan con método, con su selva en miniatura, sus praderas, sus vergeles, sus peñascos bordados por la hiedra, sus canastillos llenos de minutisa y de convulvuláceas. Cada conífera estaba en su sitio, y había corrillos simétricos en los cuales algunas filas de petunias aparentan estar de rodillas adorando la majestad de una araucaria imbricata, ó la altiva insolencia de un drago que todo es púas. Diríase que todo acababa de ser desembalado, cual si más bien fuese hechura de la industria que de la Naturaleza; pero era bonito, fresco, alegre, y no se podía concebir cosa más apropiada para separar la calle, que es de todos, de la casa, que es de uno solo.

      Después que contemplaron un rato el jardín, sentáronse á tomar café.

      —Antes que se me olvide—dijo Gustavo,—quiero reprenderte una virtud que por lo mal practicada es dañosa: me refiero á tus liberalidades, que indudablemente perjudican á tí que las haces y á mi hermano que las disfruta. Sé que otra vez has dado dinero á Polito, y esto me disgusta, porque mi hermano es un vicioso de la peor casta que existe... Aquí en el seno de la confianza, puedo decir todo lo que siento y juzgar con rectitud á los individuos de mi familia. Si su conducta me produce vergüenza, prefiero que me abrase el rostro á que me queme la sangre.»

      El que así hablaba era un joven formal y un poco severo, parecido á sus hermanos y á su padre, pero menos hermoso que María y muy distante de la extenuación irrisoria de Leopoldo. Su rostro, quizás demasiado duro, indicaba un carácter entero, rara cosa en tal familia, convicciones arraigadas y una digna estimación de sí mismo. Era grave en el discurso, cortés en el trato, huyendo al parecer tanto de la arrogancia como de la llaneza, y manteniéndose en un medio de frialdad cultísima que algunos tenían por estudiada. Honrado y puntualísimo caballero en las relaciones comunes de la vida, poseía de añadidura instrucción no escasa y brillante talento. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de obscuro, la mirada serena detrás de sus lentes, exento de vicios incluso el de fumar, parco en sus gastos, implacable con el desorden, Gustavo, hijo primogénito del Marqués de Tellería, era, según el común sentir, lo mejor de la casa, la honra de la clase en que naciera y una esperanza para la patria. Inútil es decir que era abogado. Su hermano Leopoldo lo era también, como casi todos los jóvenes españoles; pero si éste no sabía ya qué forma tiene un libro, Gustavo estudiaba más cada día y aun defendía pleitos al amor del bufete de uno de los primeros jurisconsultos de Madrid. Había seguido la carrera genuinamente nacional y aventurera por excelencia, y saliendo de la Universidad sin ser nada, hallábase en camino de serlo todo. Debe añadirse que era orador elocuentísimo.

      «A tí, querido León—añadió,—puedo confesarte que tengo horas de amarga tristeza por la conducta de alguna persona de mi familia, de todas ellas, mejor dicho, exceptuando á ese