en tu país nadie entiende o que a nadie le importa y, al volver, te topas con una absoluta incomprensión —o, lo que es peor, indiferencia— por lo que has tenido que soportar.
Soy profundamente antibélico. Sé lo que les espera a esos jóvenes que envían a Irak y Afganistán. Soy incapaz de ver las noticias sobre víctimas mortales del Ejército, tengo que apagar el televisor cada vez que las emiten. Es demasiado triste. Al igual que muchos de ellos, yo tenía diecinueve años cuando me enviaron a Corea con los Fusileros Reales y, al igual que muchos de los que son enviados a Afganistán, nunca había oído hablar de aquel sitio. Mi entrenamiento en el servicio militar consistió en aprender a disparar un rifle 303 Lee Enfield (que ya había quedado obsoleto cuando terminó la segunda guerra mundial) y un subfusil Sten. Este subfusil tenía un fallo garrafal de diseño: o se atascaba después de la tercera ráfaga o seguía disparando cuando dejabas de apretar el gatillo. Eso fue lo que le pasó a uno de mis compañeros en el campo de tiro, y el muy idiota se volvió hacia el sargento para preguntarle qué hacer… ¡sosteniendo el subfusil y rociando balas en todas direcciones! Nunca he visto a un grupo de reclutas besar el suelo tan rápido.
En todo caso, ningún entrenamiento podría haberme preparado para lo que me esperaba en realidad: para mi primera guardia en una trinchera, para la oscuridad absoluta de la noche coreana, para la primera vez que las bengalas refulgieron en el cielo y, sobre todo, para la primera vez que contemplé a una horda enemiga cargando contra mí. Aunque, en realidad, yo sentía mucha más hostilidad hacia las ratas que infestaban nuestro búnker que hacia los soldados chinos que debíamos combatir. Nunca olvidaré aquella noche en que estaba de guardia y, como de costumbre, soñaba que interpretaba al protagonista de una heroica película bélica. De pronto, me sacó de mi ensoñación el sonido de una trompeta. «¿Qué cojones ha sido eso?», pregunté a mi compañero, Harry. Antes de que pudiese contestar lo que ya era obvio, en el valle estalló el rugido no de una, sino de cientos de trompetas, se encendieron los reflectores y allí, frente a nosotros, se iluminó una terrible estampa: miles de chinos avanzando hacia nuestra posición precedidos por una demoníaca tropa de trompetistas. Nuestra artillería abrió fuego, pero ellos seguían avanzando, marchando hacia nuestras ametralladoras y hacia una muerte segura. De pronto, los campos de minas que protegían nuestra retaguardia nos parecían irrelevantes: la primera ola de chinos se suicidó arrojándose contra los alambres de espino para que sus compañeros los utilizaran a modo de puente. Al final, ganamos, pero la valentía de aquellos hombres rayaba en la locura.
Supongo que las personas que te envían a una guerra son demasiado mayores para ir ellas mismas. O demasiado listas. Los sargentos que nos instruían nos contaron historias sobre la increíble valentía de los soldados durante la segunda guerra mundial, pero cuando llegamos a Corea todos esos sargentos se habían volatilizado y, por arte de magia, a nosotros, unos jovenzuelos, nos ascendían a sargento. Bueno, a mí no. Tuve la suerte de quedarme en soldado raso. También creo que ir a la guerra te avejenta. Cuando por fin llegó el momento de regresar a casa, teníamos veinte años. En el camino nos cruzamos con el regimiento de reemplazo. Aquellos muchachos tenían diecinueve años, nuestra edad al llegar. Los miré, luego miré a mi grupo y comprobé que aparentábamos diez años más que ellos. Ellos parecían niños mayores, nosotros parecíamos hombres jóvenes.
La ocasión en la que estuve más cerca de la muerte —un incidente que todavía hoy, de cuando en cuando, me produce pesadillas— fue durante una patrulla nocturna de observación en tierra de nadie. A tres de nosotros —el comandante de mi pelotón, Robert Mills (que también acabaría siendo actor), un operador de radio y yo— nos enviaron al valle, con la cara embadurnada de barro y hasta las cejas de repelente para mosquitos, hasta el mismísimo límite de las líneas chinas. Demencial. Y pudo haber sido todavía más demencial. Avanzábamos en cuclillas por un arrozal, con los insectos comiéndonos vivos, cuando Bobbie Mills, que era hijo de un general, tuvo una genial idea.
—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo—. ¡Tenemos que apresar a un chino! Y os doy cinco libras a cada uno.
Me quedé mirándolo fijamente. Había detectado mi vena mercenaria, pero había errado juzgando el interés que podía tener yo en llevar a cabo una acción tan evidentemente inútil.
—¿Tú estás mal de la puta cabeza? —susurré. Al parecer, herí su sensibilidad.
—¿Me estáis diciendo que no venís conmigo?
—Claro que no, joder —contestamos al unísono el operador de radio y yo.
—En ese caso —dijo como si nos estuviera privando de una fabulosa recompensa—, vamos a tener que volver.
Ya estábamos a mitad de la colina, avanzando con cautela, cuando nos llegó un olorcillo a ajo —los chinos masticaban ajo como si fuera chicle— y nos dimos cuenta de que nos seguían. Echamos cuerpo a tierra justo a tiempo, en el preciso momento en que una tropa de soldados chinos surgía de entre la hierba alta y emprendía nuestra búsqueda. Me quedé allí tumbado, muerto de miedo, con la mano en el gatillo del arma y el enemigo merodeando tan cerca que podía escucharlos hablar. Y en mi interior comenzó a crecer la rabia: iba a morir sin haber tenido oportunidad de vivir, sin haber tenido oportunidad de hacer todo lo que quería, sin haber tenido oportunidad de cumplir siquiera uno de mis sueños. Decidí que ya no tenía nada que perder. Si debía morir, me llevaría a un buen puñado de chinos conmigo. No estaba solo: a los tres nos poseía la misma sensación. Bobby Mills propuso que, en lugar de salir corriendo hacia nuestras líneas, pilláramos por sorpresa al enemigo cargando contra ellos y escupiendo fuego. En esta ocasión estuvimos todos de acuerdo. «Tengo que mear», dijo el operador de radio, y también en eso estuvimos todos de acuerdo. Nos arrodillamos entre los matorrales y meamos todos juntos. A continuación, nos pusimos en pie y nos abalanzamos contra la oscuridad. Los chinos disparaban en todas direcciones, pero no tenían ni idea de dónde estábamos exactamente y nosotros seguimos corriendo hacia las líneas enemigas hasta que nos pareció seguro cambiar de sentido y dirigirnos hacia las nuestras. No sé cómo, pero conseguimos regresar de una pieza. Aunque estuvimos muy cerca de no contarlo.
No es que me despierte cubierto de sudor en medio de la noche reviviendo aquel incidente, pero sí que me viene a la cabeza en los momentos difíciles, sobre todo cuando alguien pretende atacarme o herirme. Entonces pienso —al igual que pensé en aquella colina de Corea— que no voy a dejarme amedrentar, que no van a poder conmigo, y que si lo intentan me llevaré por delante todo y a todos los que pueda, aunque yo también tenga mucho que perder. Si no me buscas las cosquillas soy un tío genial; pero como me las busques…
Infierno en Corea no tenía nada que ver con la realidad y a nadie le importaba un pimiento. A George Baker —que ahora es más conocido como el inspector Wexford de la serie The Ruth Rendell Mysteries— lo hacían entrar en combate con un sombrero de oficial y cubierto de insignias para evidenciar su estatus de protagonista. Yo les hice ver que, en una auténtica guerra, aquello lo habría señalado como blanco prioritario para los francotiradores y que habría durado dos segundos en un avance. Me ignoraron. También me ignoraron cuando sugerí que las tropas deberían desplegarse durante el avance para maximizar su rango de tiro. No, se apelotonarían, me dijeron, porque la lente de la cámara no era lo suficientemente amplia. Estuve a punto de aventurar que, en mi opinión, Corea se parecía más a Gales que a Portugal, pero me mordí la lengua porque… ¿dónde preferirían ustedes rodar exteriores?
Aunque Portugal reavivase muy pocas de las pesadillas de Corea, hube de enfrentarme a un omnipresente recordatorio del horror de la línea del frente: el ajo. En el hotel, la comida flotaba en aceite y ajo. Yo devolvía los platos a la cocina una y otra vez hasta que no quedaba rastro de ninguno de los dos. Aquello enervaba a mi compañero de reparto Robert Shaw. Una noche, tras dar ambos buena cuenta de demasiadas botellas de vino, explotó:
—¡Come y calla, puto cockney filisteo! ¡En tu vida te habían puesto por delante algo así de bueno!
Yo no tenía la menor idea de lo que era un filisteo, pero creí entender que estaba insultando las dotes culinarias de mi madre. Me abalancé hacia él por encima de la mesa y lo agarré por las solapas.
—¡A mí no me hablas así! —rugí.
Nos