Eladi Romero García

Regreso al planeta de los simios


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      Eladi Romero García

      REGRESO AL PLANETA DE LOS SIMIOS

      (Una novela de intriga en la España de VOX)

      Had Gadya

      (Una pequeña cabra, canción popular hebrea, reproducida en ladino sefardí)

      Un kavretiko ke lo merko mi padre

      por dos levanim, por dos levanim.

      I vino el gato

      i se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el perro

      i modrio al gato,

      ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el palo

      i aharvo al perro, ke modrio al gato,

      ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el fuego

      i kemo al palo ke aharvo al perro,

      ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino la agua

      i amato al fuego ke kemo al palo, ke aharvo al perro,

      ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el buey i se bevio la agua ke amato al fuego,

      ke aharvo al perro, ke modrio al gato,

      ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el shohet i degoyo al buey ke se bevio la agua,

      ke amato al fuego, ke aharvo al perro, ke modrio al gato,

      ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el mal’ah amavet i degoyo al shohet ke degoyo al buey,

      ke se bevio la agua, ke amato al fuego, ke kemo al palo,

      ke aharvo al perro, ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      I vino el Santo Bendicho El i degoyo al mal’ah amavet

      ke degoyo al shohet, ke degoyo al buey,

      ke se bevio la agua, ke amato al fuego, ke kemo al palo,

      ke aharvo al perro, ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

      ke lo merko mi padre por dos levanim.

      PRIMERA PARTE

      ĐORĐE MARTINOVIĆ, EL KAVRETIKO

      1 de mayo de 1985, fiesta grande en la Yugoslavia comunista, el paraíso proclamado de los trabajadores que autogestionan las empresas estatales a través de los consejos obreros. El campesino serbio Đorđe Martinović, a diferencia de su familia, que ha acudido a disfrutar de la celebración en Novo Brodo, ha preferido quedarse al cuidado de sus tierras en las afueras de Gnjilane. A sus 55 años de edad, disfruta bastante más viendo crecer los frutos de su huerto que con ese tipo de conmemoraciones.

      Corren tiempos turbulentos. Desde que falleció el mariscal Tito, cinco años atrás, para un serbio vivir en Kosmet (la manera serbia de mencionar a su provincia autónoma socialista de Kosovo) resulta cada vez más inquietante. Los albaneses, que hablan una lengua distinta de la eslava y son en su mayoría musulmanes, se muestran cada vez más envalentonados y pretenden expulsar a los serbios de una región de la que, en puridad, son dueños legítimos desde tiempos medievales. Una cuestión que a Đorđe le trae sin cuidado, pues ha vivido ya muchos conflictos y problemas, incluidos los derivados de las administraciones italiana y alemana durante la Guerra de Liberación Nacional. Aquellos sí que fueron malos tiempos..., la gente se mataba prácticamente por todo, por pertenecer a una u otra etnia, por ser monárquico o comunista, por estar con los fascistas o contra ellos, por rezar a Dios o a Alá... Él era un jovencito por aquel entonces, aunque le tocó ver la muerte con demasiada frecuencia.

      Sin embargo, ese 1 de mayo se convertirá en un día que Đorđe no olvidará durante el resto de su vida. Completamente trastornado y confuso, hacia las dos de la tarde aparecerá junto a la carretera que conduce a Priština, la capital de la provincia, caminando con dificultad. En su rostro, un gesto de intenso dolor, un dolor que se origina en sus entrañas y que apenas le permite articular sus piernas. Por suerte, un solitario automovilista se detiene al verle agitar los brazos, y le pregunta a través de la ventanilla:

      —¿Necesita usted algo?

      —Por favor..., ¿va usted a Priština..., puede llevarme al hospital? —implora Đorđe al comprobar que se trata de un eslavo—. Me encuentro muy mal.

      —Sí, claro —responde el conductor, un individuo de unos treinta años, pelo oscuro muy espeso y rostro amable—. Precisamente hacia allí me dirigía.

      —Aunque... No me puedo sentar..., tendré que tumbarme en el asiento de atrás.

      —Y eso?

      —Me duelen mucho las tripas...

      —De acuerdo, suba.

      El automovilista, impresionado por el evidente sufrimiento que denotan las palabras de aquel transeúnte, abandona su vehículo, un Yugo Zastava Koral con solo dos puertas, para abrir la correspondiente al copiloto. A continuación, abate el asiento delantero y con un gesto indica a Đorđe que ya puede pasar, fijándose en cómo este sujeta sus pantalones con las manos.

      —Pero, ¿qué tiene?, ¿un cólico? —pregunta a su vez.

      —No, no... Me han atacado.

      —¿Quién?

      —Unos albaneses.

      El del cabello espeso observa inquieto a su alrededor, como percibiendo el peligro.

      —No se preocupe, creo que ya se han ido —le tranquiliza Đorđe—. Este intenta tumbarse en el interior del coche, y al final lo consigue no sin grandes esfuerzos.

      —Pero, ¿qué le han hecho exactamente? —pregunta el conductor.

      —Algo muy doloroso..., muy doloroso.

      En el hospital de Priština, de pie, y ante las preguntas de un médico albanés, Đorđe tuvo que explicar lo que realmente le había sucedido.

      —Unos albaneses me han introducido una botella por el ano... Y creo que se ha roto.

      El facultativo mostró un rostro de sorpresa. De inmediato comprendió por qué el recién llegado pugnaba por controlar con sus manos unos pantalones que llevaba desabrochados.

      —De acuerdo, túmbese en esa camilla..., con la espalda hacia arriba, y bájese los pantalones.

      Đorđe obedeció dócilmente aunque con dificultad, dejando al descubierto unas nalgas rugosas y blanquecinas, separadas por una enorme hendidura interglútea en la que se apreciaban diversas manchas de sangre reseca. El médico observó la zona y pudo comprobar que en el centro de dicha hendidura asomaban los afilados bordes de una botella rota. Sin embargo, esta se encontraba tan profundamente incrustada en el orificio anal que resultaba del todo imposible extraerla con las manos sin provocar una carnicería.

      —¿Ha podido ver qué tipo de botella era, señor Martinović?

      —De cerveza…

      —Me