alcanzar las mayores sutilezas morales, se relaja la unión con el auténtico sustrato vital, no subsistiendo más que bajo la forma de esa hijastra de la moral que es la higiene. Y tan sólo en éxtasis tan opuestos a la moral, como los que acompañan los más nobles egoísmos, es cuando, desbordados de entusiasmo, alcanzamos una vaga intuición de lo que los hombres más primitivos supieron siempre, que tan sólo debemos obedecer al imperativo de la vida y que la «alegría es perfección»11 (Spinoza).
COLOQUIO VESPERTINO
Naturaleza de la neurosis. La concepción de Adler
(miércoles, 30 de octubre de 1912)
Llegué muy temprano; tan sólo había una persona, un rubio testarudo (Dr. Tausk).12 Conversación sobre Buber.13 No sé qué observación suya despertó una resistencia en mí, pero lo olvidé en seguida y no pude expresarlo.
Freud me hizo sentar a su lado y dijo algo muy cariñoso. Él mismo tenía a su cargo la conferencia.14 Durante la discusión intercambiamos observaciones en voz baja. Me sorprendió ver hasta qué punto subrayaba una concepción de las neurosis como perturbaciones entre la libido y el yo, y no como algo proveniente exclusivamente de la libido; cuando le hice la observación de que en sus libros se expresaba de otro modo, me contestó: «es mi última formulación». Mi impresión general es que la teoría no se halla aún sólidamente cimentada, sino que evoluciona según las experiencias, y que la grandeza de este hombre está en que personifica al investigador, en que avanza en silencio trabajando sin reposo. Quizás el «dogmatismo» que se le reprocha no haya surgido más que de la necesidad, en este avance sin pausa, de establecer en algún lugar límites orientadores para aquellos que, trabajando como él, le acompañan en su camino.
Durante el descanso, he discutido con él y con el Dr. Federn15 que defendía la teoría de Adler de la inferioridad en el niño.16 En este punto di toda la razón a Freud: es precisamente por el sentimiento de su valor total, mejor aún, de su sobrevaloración, que el niño «lo quiere todo», porque todo «sale a su encuentro», no porque esté «compensando» de este modo un sentimiento de inferioridad. Este «no tener» y su «derecho a todo» no suscitan todavía un dilema en él. Tan solo en el niño con disposición neurótica, y entonces, incluso sin que aparezca la más mínima postergación social, aparece ese supuesto derecho a todo como compensación. Queda abierto el interrogante de si ese niño con predisposición neurótica debe ser orgánicamente inferior, tal como pretende Adler, y niega Freud, quien cita entonces la existencia de niños muy delicados de salud, con una alegre seguridad en sí mismos, tan frecuente como la aparición de neuróticos «sanos». Naturalmente que toda psíquica es, a su vez, una enfermedad orgánica, pero el problema es qué podemos considerar y definir como orgánicamente enfermo. Adler tiene razón únicamente en la idea, en sí evidente, de que en último término, resulta una identidad entre lo psíquico y lo físico, mientras que se equivoca en lo concerniente a atribuir por principio, a cada proceso psíquico, una lesión orgánica determinada; claro que para él, los procesos psíquicos tienen lugar únicamente en el plano consciente, y hallan así un fundamento en lo orgánico, sin necesidad de recurrir a los mecanismos freudianos del inconsciente. Su libro sobre Minderwertigkeit von Organen [La inferioridad de los órganos], que no se ocupa todavía de las consecuencias últimas de su teoría, tuvo para mí un carácter enormemente estimulante.
Después de todo esto no me veo con ánimos de asistir mañana a su coloquio; acabo de telefonearle.
CURSO (II)
Inconsciente, complejo, pulsión
(sábado, 2 de noviembre de 1912)
De nuevo, una introducción; ésta sobre el concepto de inconsciente17 examinado desde tres distintas vertientes (descriptiva, dinámica y sistemática). Me pareció nuevo en sus labios el que afirmara que el material del inconsciente no tiene por qué estar exclusivamente formado por lo reprimido,18 sino también por aquello que, llegado muy cerca de la conciencia y ya a sus puertas, ha sido inmediatamente excluido de ella. Esta concesión pudiera tener grandes consecuencias.
Las controversias del momento se ven estimuladas por el hecho de que Freud no pierde oportunidad de pronunciarse sobre los disidentes. En esta ocasión se refirió con toda claridad a la defección de C. G. Jung.19 Había una línea y refinada maldad en sus esfuerzos por hacer (terminológicamente) superfluo el concepto de «complejo»:20 esta expresión había sido introducida por comodidad como término, sin asentar sobre terreno psicoanalítico, del mismo modo como el exótico dios Dionisos se vio elevado artificialmente a la dignidad de hijo de Zeus. (Llegados a este punto, Tausk, que vestía todavía su bata blanca, pues acababa de llegar de la Clínica Psiquiátrica, y que ocupaba un lugar junto a Freud, no pudo evitar una sonrisa).
El concepto de complejo se referiría a la sustancia, al contenido (como lo concibe la escuela de Zúrich sobre la base de las reacciones asociativas a estímulos verbales), pero sin significar nada en cuanto a su efecto o morbilidad, puesto que cada uno posee su complejo de padre y de madre, etcétera. No menciona Freud el hecho de que esta palabra se adecua perfectamente a su representación de una energía succionante que atrae hacia sí todo cuanto es análogo de un estado de cosas inconscientes determinadas, y lo útil que es por afirmar un carácter intermedio entre la salud y la enfermedad. Todo el mundo tiene complejos, pero su particular intensidad constituye si no una enfermedad, por lo menos una predisposición a ella, porque ejerce fatalmente su atracción compitiendo con una elaboración consciente de las cosas. En cuanto al concepto de pulsión,21 Freud se sirve de la definición habitual según la cual «asienta sobre lo orgánico». Pero mientras la teoría de la pulsión se limite a ser aquello que opone a fisiólogos y psicólogos o incluso el objeto de muchos reproches, su sentido se mantendrá sin clarificar, incluso en Freud. También en él permanece como una expresión nacida de la confusión existente entre las ciencias de la naturaleza y del espíritu. Quizá sea por esta especial situación que Adler no haya podido colocar la vida pulsional más que entre los signos simbólicos de sus reglas del juego psíquicas. Pues si la pulsión no es, hasta cierto punto, más que una noción límite examinada desde dos perspectivas distintas, el contenido específico que se le atribuye no sería sino resultado de un doble error óptico.
Pero aquí aparece nuevamente la grandeza de Freud en la forma como trata estas cuestiones, atendiendo tan sólo a sus efectos e ignorando tan filosóficas preocupaciones. Partiendo de estos terrenos, y antes de conocer en qué dominios penetraba, supo trazar su mapa con la única ayuda de aquellos perdidos tránsfugas cuya propia necesidad había conducido a ignorar las fronteras existentes. En las enfermedades psíquicas alcanzó a coger al vuelo aquella vida que se hallaba atrapada e indefensa en el quicio de una puerta entreabierta hacia nosotros y sin conseguir evadirse hacia lo meramente orgánico (a donde todo se evade, es decir, donde se convierte en «físico» para nosotros; lo que, entiendo, no podemos acompañar de nuestra comprensión psíquica), obligándola a hablar y a responder. No puede describirse de mejor manera el gran descubrimiento de Freud que afirmando que ha convertido la inquietud de la vida psíquica en la serenidad de la ciencia; precisamente allí donde la imagen psíquica amenaza con salirse fuera del marco del examinador, porque la enfermedad ha deformado sus normales contornos, Freud ha conseguido acercársele por los dos lados: tanto desde el lado de la vitalidad imposible de aprehender, y que en condiciones normales no es accesible a la ciencia, como desde la descomposición en elementos que no se conocía hasta ahora más que como manifestaciones de degradación psíquica. Por ello no es casual que haya sido un médico quien tuviera que descubrir el huevo de Colón, pues él es quien descubrió que la solución estaba en apoyarlo por el lado roto.
Sigmund Freud a Lou Andreas-Salomé
(4 de noviembre de 1912)
Ya que me ha hecho partícipe de su intención de asistir a las reuniones de la Agrupación Adleriana, me tomo la libertad de ponerla al corriente, aún sin haber sido consultado, de las poco agradables circunstancias del momento. Entre las dos agrupaciones no reinan las relaciones que debiera esperarse entre dos esfuerzos análogos, aunque divergentes. Estas personas, además de ocuparse del ψα tratan también otros