producida por ellas es una limitación importante. Se cuenta con una investigación que revisa los primeros pasos de la transición de la partera a la matrona en la segunda mitad del siglo XIX, y con una revisión al trabajo realizado por las matronas que trabajaron en el SNS entre 1952 y 1964 que examina algunos aspectos de la trayectoria laboral y, particularmente, el compromiso ético de estas profesionales con las metas sanitarias de la época (Zárate, 2007b; Godoy y Zárate, 2015).
La elaboración de este capítulo cuenta con el análisis de fuentes documentales clásicas como informes y estadísticas institucionales, monografías médicas y fichas clínicas producidas por la comunidad médica, y con la revisión de un par de documentos producidos por las propias matronas en la década de 1950. Estos últimos constituyen una fuente valiosísima, pues la reconstrucción de la historia de las matronas en Chile es difícil y escabrosa dada la casi inexistencia de fuentes producidas por ellas mismas. Esta condición particular y diferenciadora de otras profesionales paramédicas femeninas como las asistentes sociales y las enfermeras ─quienes han dejado un amplio registro de sus agrupaciones, de su trayectoria y de la defensa de sus derechos─ dificulta el acceso a su “propia voz” y a la documentación de su historia desde ellas mismas.
Antecedentes de las primeras matronas
En los albores de la naciente República de Chile, la preocupación por impulsar el crecimiento demográfico respaldó la necesidad de mejorar las condiciones del nacimiento y de la salud materno-infantil. Una de las primeras medidas en esta línea fue la fundación de la primera Escuela de Matronas en 1834, institución que reforzaba la idea de formar científicamente a quienes asistían a las parturientas y a la vez promovía que el principal campo ocupacional de las matronas sería la atención del parto en el domicilio de la población femenina, a excepción de aquellas mujeres pobres que llegaban a la Casa de Maternidad de Santiago, fundada en 1875, y en algunas salas de maternidad alojadas en hospitales de la Beneficencia, a fines del siglo XIX (Zárate, 2007a).
Entrenadas por médicos de la Universidad de Chile en las clínicas realizadas en la Casa de Maternidad de Santiago, a cargo de Josefina Mazuela ─unas de las pocas matronas consignadas con nombre y apellido en esa época─ las matronas formadas en esta escuela de existencia interrumpida se convirtieron en la primera alternativa asistencial formal que compitió gradualmente con la ofrecida por la tradicional partera o empírica. No obstante, la formación recibida en el siglo XIX no trajo consigo un proceso de profesionalización; es decir, no se constituyó una comunidad de matronas reconocida por la posesión de un conocimiento exclusivo que sólo ellas normaban, ni tampoco se fomentó que la dirección de dicha escuela quedara en manos de las primeras graduadas. Fueron los médicos quienes mantuvieron el control de la formación de las matronas ─cualidad que se mantuvo durante buena parte del siglo XX─ y delimitaron que las competencias de aquellas, en estricto rigor, se centraran en los partos considerados naturales y normales (Zárate, 2007a).
Con el cambio de siglo, y en el marco de la creciente visibilidad de una pobreza urbana que emergía como síntoma inequívoco de los primeros efectos de una incipiente industrialización, las preocupaciones sanitarias se transformaron en una materia de crucial alcance político. En 1900 por cada 1,000 nacidos vivos, morían 342; para 1920 la cifra había descendido sólo a 263 (Instituto Nacional de Estadísticas, 1999), y el deterioro físico y social que experimentaba la población trabajadora se constituyó en fuerte estímulo para que las élites más comprometidas con acciones caritativas, los movimientos de organizaciones políticas y laborales, y particularmente, la comunidad médica, presionaron al Estado a asumir un papel más activo en la contención social y sanitaria.
La presión médica fue explícita especialmente en dos reuniones: el Primer Congreso de las Gotas de Leche y el Primer Congreso de Beneficencia Pública, realizados en 1912 y 1917 respectivamente, en donde se planteó de manera general, la necesidad de racionalizar la asistencia caritativa, de modernizar los recintos asistenciales y de promover la formación de asistentes médicos y auxiliares. En relación a la asistencia del parto de las mujeres más pobres se reforzó, entre otros temas, la importancia de construir y promocionar asilos maternales ─importante antecedente de la asistencia hospitalaria del parto─ y se insistió en la instrucción de las matronas y el rechazo al trabajo de las “empíricas” (Zárate, 2007b).
A inicios de la década de 1920 la economía chilena estaba estancada y la crisis social y económica no daba tregua, especialmente ante la aparición del salitre sintético que competía con el salitre natural, principal recurso que sostenía al país. El gobierno del Presidente Alessandri no logró imponer una serie de reformas sociales dirigidas a contener el fuerte descontento político, las que finalmente fueron promulgadas después del Golpe Militar de Carlos Ibáñez del Campo de 1924. El sello de aquellas reformas fue el incremento de la intervención estatal en la vida ciudadana. Dos de ellas son fundamentales para las políticas sanitarias: la Ley de la Caja del Seguro Obrero Obligatorio de 1924 (CSO) y, posteriormente, las reformas al Código del Trabajo de 1931 que consagraron los derechos de la madre trabajadora, el descanso prenatal y postnatal y los subsidios materiales (Livinsgtone y Raczinsky, 1976). La ley de la CSO estableció la afiliación obligatoria de la población obrera ─hombres y mujeres menores de 65 años─ a un seguro de enfermedad e invalidez, e inauguró la obligatoriedad de la asistencia profesional de las parturientas durante el embarazo, parto y puerperio, más la entrega de auxilios durante el periodo previo y posterior del embarazo por un par de semanas (Ferrero Matte de Luna, 1946, p. 88).
La asistencia profesional del parto que brindaba la CSO a las madres trabajadoras, población objetivo de esta fundacional política sanitaria, estaba preferentemente en manos de las matronas funcionarias de la institución, y de matronas de libre elección a las que podían optar las aseguradas que residieran en las ciudades más populosas. Es clave indicar que esa asistencia profesional no era sinónimo de asistencia hospitalaria: lo que se quería imponer en la época era que el parto fuera asistido en el domicilio por profesionales certificados: médicos y matronas (Caja del Seguro Obligatorio, 1944).
Se consideraba que el trabajo de las matronas en los consultorios de la CSO era especialmente valioso, pues al diagnosticar tempranamente el curso del embarazo, facilitaban la labor del médico rural; podían reemplazar gradualmente a las parteras, y, en frecuentes ocasiones, ellas eran las únicas profesionales que asistían a las beneficiadas de la CSO en ausencia del médico. Pese a que desde la segunda mitad del siglo XIX, el trabajo que hacían las parteras era fuertemente criticado por la comunidad médica (Zárate, 2007a) la falta de cobertura que dicha comunidad podía ofrecer, especialmente en zonas rurales, permitió la coexistencia ─en ocasiones problemática─ de parteras y matronas al menos hasta mediados del siglo XX (Zárate, 2007b).
No está demás señalar que la queja habitual de la CSO era que el número de médicos no cubría la demanda sanitaria en general ni la asistencia de partos en particular. Sin embargo, a juicio de la comunidad médica, las dificultades para disponer de un número adecuado de matronas en zonas suburbanas y rurales fue un constante problema para la institución debido a la falta de incentivos económicos, al bajo número de graduadas y a las usuales renuncias de las matronas empleadas en consultorios y casas de socorros lejanas a las principales ciudades como Santiago, Valparaíso o Concepción (Caja del Seguro Obligatorio, Reuniones sobre Temas de Organización Interna de las Jornadas Médicas, 1939). A diferencia de investigaciones extranjeras que ofrecen testimonios de las propias matronas respecto de los desafíos que supuso la profesionalización asistencial del parto como, por ejemplo, el traslado de matronas a zonas rurales (Marland y Rafferty, 1997), en el caso chileno desconocemos cuáles eran sus posiciones, dado que las matronas locales no contaban con publicaciones periódicas, ni tampoco organizaciones gremiales que hayan producido textos en la época.
En rigor, es en la década de 1930 que las matronas se familiarizan más sistemáticamente con la asistencia hospitalaria del parto, pues si bien el criterio de la CSO era promover la asistencia profesional del parto domiciliario, de los 25,000 partos atendidos por la institución en 1939, 8,000 de ellos ya correspondían a partos atendidos en recintos maternales que, en su mayoría, respondían a casos de partos complicados, diagnosticados previamente o a urgencias obstétricas (Ortega, 1940).
En síntesis, el incremento