moderna se puede descubrir en las condiciones que la precedieron, y conformar así un sentido de pertenencia hacia esa larga tradición de “lucha” que une al profesor de hoy con el cúmulo de muertos provocados por la industrialización, y que ensalza su trabajo.
También deberíamos distinguir entre la nación en sí y la nación para sí. Es obvio que esta última es un invento reciente, la expresión de una conciencia que se desarrolla con el tiempo y en respuesta a determinadas necesidades. Pero en modo alguno este hecho demuestra que la lealtad sea más una ficción que la solidaridad de clase que reivindican escritores como Hobsbawm. En las obras históricas de Shakespeare hallamos el temprano indicio de esa conciencia nacional que después iba a surgir durante las guerras napoleónicas y que, con posterioridad, hizo posible que el pueblo se uniera en la lucha contra la Alemania nazi[9]. Ante la amenaza que suponía el ascenso del nazismo, esta nación para sí se mostró mucho más eficaz que la solidaridad internacional del proletariado, que, por el contrario, se reveló como una simple ensoñación de los intelectuales.
Es fácil rechazar como meras invenciones las tradiciones cuando los ejemplos elegidos son los de los autores cuyos textos editan Hobsbawm y Ranger. El baile tradicional escocés y la falda, el desfile el día de Lord’s Mayor, el festival de Nine Lessons and Carol, los uniformes y costumbres de los regimientos de los diferentes condados, son, claro está, productos de la imaginación. Pero la imaginación también expresa realidades más profundas y duraderas. Así, esos ejemplos concretos de “tradición para sí” son de poca relevancia cuando se comparan con la tradición en sí que los conservadores desean destacar y preservar.
Considérese el ejemplo que, entendido adecuadamente, deja sin sentido la interpretación marxista de la historia: la Common Law propia de los pueblos de habla inglesa. No solo existe hace miles de años y cuenta con precedentes en el siglo XII que todavía hoy se pueden alegar ante los tribunales. Se ha desarrollado además según una lógica interna propia, que ha asegurado su continuidad a pesar de los cambios y que ha servido para aunar a la sociedad inglesa en los momentos de necesidad nacional e internacional. Se ha revelado también como motor de la historia y causa del cambio económico, y no es posible considerarla como una simple “superestructura”, un epifenómeno, para los marxistas, sin poder causal independiente. Las grandes obras de Coke, Dicey y Maitland no dejan, a mi juicio, ninguna duda, y es comprensible que estos autores no aparezcan mencionados en la literatura de izquierdas. Porque no dejan en pie casi nada intacto del edificio construido por Marx[10].
La Common Law es solo un ejemplo de tradición duradera que se desarrolla en sí con independencia de si lo hace para sí. Otros sería la liturgia católica, la tonalidad diatónica en música, la orquesta sinfónica y las bandas de música, el Pas de Basque en la danza, el traje y la corbata[11], los oficios parlamentarios, la corona, el cuchillo y el tenedor, la salsa bearnesa, saludos como Grüß Gott y Sabah An-Nur, bendecir la mesa, los modales, el honor en la paz y en la guerra. Algunas de estas tradiciones son prosaicas; otras, fundamentales para la comunidad en la que están vigentes, pero todas tienen una naturaleza dinámica y se transforman con el tiempo a tenor de los cambios de quienes las secundan, asegurando la cohesión de las comunidades frente a amenazas internas y externas. Estudie estos fenómenos, dese cuenta de que no aparecen o son menospreciados en las obras de los historiadores marxistas, y entonces comenzará a preguntarse si verdaderamente el marxismo ha aportado algo en nuestra comprensión del desarrollo histórico.
Antes de terminar con la obra de Hobsbawm, vale la pena que nos detengamos a analizar su interpretación de la Revolución Rusa[12]. Hobsbawm no describe en detalle las políticas de Lenin, pero las resume en neolengua marxista. Así, escribe que Lenin actuó en nombre de las masas populares y se enfrentó a la oposición implacable de la “burguesía”. «Contra lo que sustentaba la mitología de la guerra fría, que veía a Lenin esencialmente como a un organizador de golpes de Estado, el único activo real que tenían él y los bolcheviques era el conocimiento de lo que querían las masas» (p. 69). Y «si un partido revolucionario no tomaba el poder cuando el momento y las masas lo exigían, ¿en qué se diferenciaba de un partido no revolucionario?» (p. 70). No aclara quiénes eran las “masas” y si realmente reclamaban la violencia que el partido les iba finalmente a imponer. Y cita la propia neolengua de Lenin con aprobación: «¿Quién -preguntaba Lenin frecuentemente- podía imaginar que la victoria del socialismo “pudiera producirse… excepto mediante la destrucción total de la burguesía rusa y europea”?» (p. 70). Sin pararse a pensar lo que implicaba la “destrucción completa”, rechaza todas las objeciones a los métodos de Lenin como si nunca nadie los hubiera cuestionado:
«¿Quién iba a preocuparse de las consecuencias que pudiera tener para la revolución, a largo plazo, las decisiones que había que tomar en ese momento, cuando el hecho de no adoptarlas supondría liquidar la revolución y haría innecesario tener que analizar, en el futuro, cualquier posible consecuencia? Uno tras otro se dieron los pasos necesarios» (p. 71).
Todo lo que los bolcheviques hicieron se logró gracias «a ese ejército implacable y disciplinado que tenía como objetivo la emancipación humana» (p. 80), y así Hobsbawm pasa por alto todo lo que Lenin realmente hizo para liquidar por completo a la burguesía.
Pero ¡qué forma tan extraña de “emancipación”! Como la historia marxista no se preocupa de cosas como el derecho y el proceso judicial, Hobsbawm no considera necesario referirse al decreto aprobado por Lenin el 21.11.1017, que suprimió los tribunales, los abogados y las profesiones jurídicas y dejó al pueblo sin la única defensa que tenía frente a la intimidación y la detención arbitraria. A fin de cuentas, era sólo la burguesía, que además ya estaba encaminándose hacia “su completa destrucción”, la que tenían recursos para acudir a los tribunales de justicia. La creación de la Cheka, precursora de la KGB, por parte de Lenin y los poderes de esta para utilizar todos los métodos terroristas necesarios para expresar la voluntad de las “masas” contra la gente corriente, son hechos que evidentemente no se mencionan en ningún lado. Tampoco la hambruna de 1921, la primera de las tres provocadas por el hombre al principio de la era soviética, y que fue la manera que Lenin ideó para imponer la voluntad de las “masas” a los tercos campesinos ucranianos que no habían aceptado aún esa descripción de sí mismos. Cuando leía The Age of Extremes, me sorprendí porque el libro no se hubiera rechazado en su momento ni fuera considerado un escándalo comparable a la justificación del Holocausto de David Irving. Pero de nuevo me vi obligado a reconocer que los crímenes cometidos por la izquierda no son en realidad crímenes y que, en cualquier caso, quienes los excusan o pasan sobre ellos de puntillas, siempre lo hacen con la mejor intención.
Esto me lleva a E. P. Thompson. Si este autor es importante para nosotros es porque fue consciente de los problemas planteados por la teoría marxista de clases y supo que las interpretaciones apresuradas o imprecisas de la misma habían generado gran confusión sobre la diferencia del en sí y para sí. Para Thompson, lo relevante era la clase para sí. En la teoría marxista original, que define la clase por su posición en las relaciones de producción y por la función económica que desempeñan quienes la integran, la clase trabajadora inglesa tendría que haber existido desde la época de la primera forma de producción capitalista en la Inglaterra medieval[13]. Pero, como Thompson señala, en aquella época no había nada comparable a lo que después fue la “clase trabajadora”, en el siglo XIX. En otro lugar contesta a los historiadores marxistas que, con el deseo de dar credibilidad al esquema histórico del Manifiesto Comunista, pretenden convencernos de que la economía francesa antes de la Revolución (“burguesa”) era de tipo feudal. Todas estas ideas, a juicio de Thompson, muestran una obsesión por categorías simplistas a expensas de la complejidad de los fenómenos históricos.
Es difícil estar en desacuerdo. Pero Thompson sigue convencido de que la teoría marxista de la lucha de clases sigue siendo iluminadora y que resulta aplicable, aunque modificando algunos de sus aspectos, a la historia de Inglaterra. En The making of the English working class sostiene que ninguna concepción “materialista” de clase resulta adecuada: «Las clases están definidas por hombres mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única definición». En otras palabras, la clase en sí surge de la clase para sí, y la vieja suposición