Roger Scruton

Pensadores de la nueva izquierda


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ficticio. Pero la apropiación del lenguaje por la izquierda es mucho más antigua: comenzó con la Revolución Francesa y sus consignas. El cambio que llamó la atención de Orwell se produjo en la Internacional Socialista, y con el compromiso entusiasta de la intelligentsia rusa. A aquellos que salieron triunfantes en la Segunda Internacional de 1889 se les concedió la visión de un mundo transformado. Esa revelación gnóstica fue tan luminosa que no fue necesario recurrir a razones que la justificaran, aunque tampoco era posible. Lo verdaderamente importante era distinguir entre quienes comulgaban con esa concepción y quienes no lo hacían. Y los más peligrosos eran los disidentes que tenían ideas próximas a la corriente principal, pues amenazaban con mezclarse con ellos y contaminar su pureza.

      Desde un principio, pues, fue necesario disponer de etiquetas con las que estigmatizar también a los enemigos internos y justificar su expulsión: revisionista, desviacionista, izquierda infantil, socialista utópico, fascista social son, entre otras, algunas de las que se emplearon. La diferencia entre mencheviques y bolcheviques que nació en el II Congreso del Partido Social y Democrático de los Trabajadores Rusos en 1904 fue el epítome de este proceso: esas palabras acuñadas para una situación concreta, en sí mismas la cristalización de una mentira -pues los mencheviques (que significa minoría) representaban en realidad el punto de vista mayoritario-, quedaron para siempre grabadas en el lenguaje político y utilizadas por la élite comunista.

      El éxito de esas etiquetas para marginar y condenar a los críticos, fortaleció la creencia comunista de que era posible transformar la realidad cambiando las palabras. Se puede crear una cultura proletaria sencillamente inventando la palabra “prolecult”. Se puede provocar el desmoronamiento de la economía libre gritando “crisis del capitalismo” cada vez que es oportuno. Se puede combinar el poder absoluto del partido comunista con el libre consentimiento del pueblo, denominando al gobierno comunista “centralismo democrático” y llamando a los países en los que se impone “democracias populares”. La neolengua reconfigura el escenario político, establece distinciones hasta entonces desconocidas y suscita la impresión de que, así como el anatomista describe el cuerpo humano, la neolengua revela el entramado oculto que se encuentra bajo la superficie. Es fácil, de ese modo, repudiar la realidad como mera ilusión.

      También el rasgo que Thom llama “pan-dinamismo” está relacionado con el implacable uso de la abstracción. El mundo de la neolengua es un mundo de fuerzas abstractas, en el que los individuos son simplemente realizaciones espaciales de los ismos que se encarnan en ellos. Se trata de un mundo “sin acción”. Pero no de un mundo carente de movimiento. Por el contrario, todo está en continua transformación, empujado por las fuerzas del progreso o impedido por las de la reacción. No hay equilibrio, ni inmovilidad, ni descanso en el mundo de la neolengua. La quietud es un engaño, un volcán inactivo que puede erupcionar en cualquier momento. La paz nunca es para la neolengua una situación de reposo o normalidad. Siempre hay algo por lo que luchar, y “¡lucha por la paz!” o “¡combate por la paz!” son algunos de los lemas oficiales del Partido Comunista.

      La misma raíz tiene su tendencia hacia los cambios “irreversibles”. Como todo está en transformación y siempre están en lucha las fuerzas del progreso y las de la reacción, es importante revisar y asegurar continuamente la victoria de la ideología frente a la realidad. De ahí que los cambios que logran las fuerzas del progreso sean siempre “irreversibles”, y que las fuerzas de la reacción siempre yerren con sus contradictorios y nostálgicos intentos por defender un orden social que está inexorablemente abocado al fracaso.

      Muchos términos con un honroso origen terminan siendo usados por la neolengua para denunciar, exhortar y condenar, sin necesidad de tener en cuenta la realidad observable. De ninguna palabra es más cierto esto que del término “capitalismo”, empleado para condenar todos los sistemas económicos libres y considerarlos formas de esclavitud y explotación. Puede no aceptarse el argumento central que Marx ofrece en Das Kapital, pero se puede estar de acuerdo en que existe el capital económico. Y podríamos hablar de economías en las que gran parte del capital se encuentra en manos de individuos privados o capitalistas, entendiendo todo esto desde un punto de vista imparcial que puede, a su debido tiempo, pasar a formar parte o no de una teoría explicativa. Pero en afirmaciones como “la crisis del capitalismo”, “explotación capitalista”, “ideología capitalista” y similares, no es así como se entiende el término. En ellas opera como un hechizo, y en la teoría económica desempeña una función parecida a la que desempeñó el gran grito que Kruschev lanzó en el atril de la ONU: “¡Os enterraremos!”. Al hablar de las economías libres con ese término, se les arroja el hechizo que las anula. Su realidad desaparece y queda reemplazada por una extraña construcción barroca, que amenaza ruina.

      Los conceptos que se utilizan en el diálogo y la conversación cotidiana facilitan los compromisos, los acuerdos y la coordinación pacífica de la acción con personas que no comparten nuestros proyectos o inclinaciones, pero que, como nosotros, tienen necesidad de contar con su propio espacio. Esos conceptos tienen poco o nada que ver con las estrategias y los planes de la izquierda revolucionaria, pues permiten a quienes los usan cambiar el curso de sus preferencias, abandonar sus objetivos y sustituirlos por otros, enmendar sus formas y adoptar esa flexibilidad de la que al final siempre depende una paz duradera.

      Así pues, aunque yo, un intelectual encerrado en mi torre de marfil, contemple con satisfacción y sin ningún tipo de remordimientos “la liquidación de la burguesía”, cuando entro en una tienda a comprar, tengo que emplear otro lenguaje. La mujer que me atiende detrás del mostrador solo puede ser considerada lejanamente miembro de la burguesía. Pero si decido verla así es porque estoy conjurándola con el término “burgués”, es decir, porque intento dominarla aplicándole esa etiqueta. Si quiero tratar a esa mujer como un ser humano, tengo que renunciar a esa presuntuosa declaración de poder y atribuirle voz propia. Mi lenguaje debe dejarle espacio, y eso implica que se debe adaptar a la situación y hacer posible la resolución de un eventual conflicto o llegar a acuerdos, incluido el de no estar de acuerdo. Comento algo sobre el tiempo, me quejo de los políticos, “paso el tiempo” y mi lenguaje suaviza la realidad, la convierte en algo flexible y utilizable. Por el contrario, la neolengua, con su rechazo de la realidad, la cosifica y endurece, la transforma en algo extraño y resistente, algo frente a lo que hay que luchar, que hay que vencer.

      Puede que haya bajado de mi torre de marfil con un plan en mente, con el propósito de dar el primer paso en la liquidación de la burguesía sobre la