Matías Villarreal

Parálisis onírica


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       Tenía la esperanza de que el diario me fuera a avisar si papá quería volver para golpearnos o romper aún más nuestra televisión.

       La primavera rompió con el esquema invernal de ese año y todo floreció ahí afuera, menos en mí. Volví a casa un lunes por la mañana después de haber pasado un fin de semana en lo de mis primos que vivían en Saavedra. En el sillón color caqui inmaduro descansaba Eli, una de las mejores amigas de mamá. Le di un beso en la frente. Aumentó muchísimo de peso y verla tapada con la frazada gris me recordó a esas ballenas que habitan en el sur de Argentina. Quería tanto a Eli, siempre que la veía llorar por su padre, muerto de cáncer de garganta, me preguntaba cómo había hecho para quererlo tanto. Me perturbaba pensar en ataúdes, corrí al cuarto de mamá.

       Cuando entré, presioné la perilla de la luz, y la escena que vi me desencajó, me despertó un odio y una agresividad que no me cabían en el cuerpo. Mi nariz empezó a chorrear sangre y al mismo tiempo todo mi cuerpo quería actuar. Pero me quedé quieto, paralizado de ver a mi mamá compartiendo su cama con otra persona que ya no era papá. Mamá había decidido tener un novio y no me había dicho nada. La descubrí in fraganti. Empecé a odiarla desde ese día. Me parecía una puta de mierda que no respetaba los tiempos ajenos. Mis tiempos. Me habían nombrado “el hombre de la casa” y, sin embargo, ahí estaba ella, rompiendo mi corazón con su ingratitud. Cuando la luz le molestó al punto de despertarla, gritó “Hijo, vení que te expli…” Mis tímpanos estaban sellados, así que levanté uno de sus zapatos con taco aguja y se lo tiré en la cara a su novio. Salí corriendo. La sangre manaba de mi fosa nasal derecha. Corrí hasta la casa de mi abuela y lloré sin parar, hasta que pude explicarle lo que había visto. Mamá llegó a la media hora y discutió con mi abuela. Se olvidaron de que yo estaba escuchando todo. Mamá quería ser feliz, intentar una nueva vida. Mi abuela le decía que era muy pronto. Que pensara en mí y en mi hermanita. No se pusieron de acuerdo y la tensión se sentía en el aire. Cuando mamá salió de la habitación de mi abuela, vino y se sentó, mirándome a los ojos. —Mati, tengo novio. Se llama Diego. —me dijo ella buscando el contacto de sus pupilas negras con las mías. —Qué me importa. Es tu vida. Hacé lo que quieras. Sos una put… —un cachetazo en mi mejilla derecha cortó la última palabra. Ella me miró llorando. Yo también lloraba, pero en silencio, mientras sentía al odio hacerse cargo de mi sistema. Nacía desde lo más profundo de mi corazón de niño y se desparramaba por todo mi cuerpo. Sentía impulsos horribles por todo mi torrente sanguíneo. Había una electricidad de malestar constante que oprimía mi cerebro, y voces que por dentro me decían ella es una puta, ella es una puta, se buscó a otro hombre, vos no sabés ser el hombre de la casa. Y así empezaron los años en los que odié a mi mamá.

      1997

      Psicólogos y hemorragias en los brazos de mamá

      No puedo dormir. Los nervios me carcomen mi pequeña cabeza de niño. Cuando salga el sol y la noche se termine, estaré empezando primer grado. Tengo ansias de abandonar mi casa por un rato. Odio a mi mamá y a su estúpido novio, que trata de hablarme y caerme bien pero se le dejo bien en claro: es imposible que lo logre.

      Te robaste mi puesto, muchacho, y soy tan flaco y chico que no puedo golpearte, destrozarte la cara y que mamá llore cuando te vea muerto a golpes. No puedo recuperar mi puesto de “el hombre de la casa”, prefiero irme por un rato y dejarlos vivir su farsa.

       Pienso en mi papá y en dónde estará. Cuando lo hago, un torbellino me recorre el sistema nervioso y el cuerpo me pincha en todos lados. Me da escozor recordarlo. Empiezo a tratar de olvidarme de él. Pero es imposible. Su cara aparece en los pizarrones cuando quiero copiar sumas y restas. Su voz, cuando cantaba canciones de River Plate, esos cánticos de hinchada. Su manera de cortar las papas y darme de comer cuando hacía su estofado.

       Es imposible no llorar en la escuela. Están todos tan excitados con conocerse que nadie se da cuenta de mi tristeza. Sólo lo hace mi maestra, la señorita Gabriela.

       Levanto la cabeza y la veo. Me está mirando con la cara arrugada y se acerca hacia donde estoy sentado. Me pregunta si me siento bien. Le digo que sí, que me duele un poco la panza. Y es ahí que me lleva a dirección y mandan a llamar a mi mamá.

       Llega a la media hora. Le explican que me duele la panza. Pero en el interior de su ser, yo sé que mamá no cree la excusa tonta que puse.

       Me piden que espere afuera de la oficina de la directora, una señora lenta y arrugada como un dinosaurio, aunque me mira con amor de madre y siento su calidez.

       Mamá sale de la oficina cuando pasan unos minutos. Me agarra de la mano y salimos del colegio. Se prende un cigarrillo y me dice que voy a empezar a ir al psicólogo.

       —¿Sabés qué es un psicólogo, hijo? —dijo mi mamá mientras pitaba hondo de su cigarro.

       —No —le dije—. Igual no quiero ir.

       —Tenés que ir. Te guste o n… —Interrumpí a mamá. Estaba furioso.

       —Andá vos, pelotuda. Yo no quiero ir. Eso es para locos. —le grité eso a mamá y corrí a mi casa.

       Cuando llegó estaba furiosa. Me sentó en una silla y me miró a los ojos:

       —La próxima vez que me digas “pelotuda”, vas a conocer a esta, que es hermana de esta —levantó sus puños cerrados y me los acercó a la cara— pendejo de mierda y la puta madre que te parió. ¿Qué te pasa? ¿Qué te hice? Dejá de tratarme así. ¿No te das cuenta? Vas a ser igual que tu papá. ¿Vos querés tratar mal a las mujeres y quedarte solo como él? Vas a ser una mierda, igual que tu papá. Te voy a mandar al psicólogo para que te cure porque no entendés nada de lo que está pasando. Nada.

       Fueron gritos que me estamparon contra la pared. No hizo falta violencia física para que mi armadura se rompiera. Mamá parecía decidida a golpearme si realmente fuera necesario para que todo en mi interior se ajustara. Pero decidió contenerse, y a la semana siguiente tuve mi primera sesión con un psicólogo, que para mi sorpresa, no era un hombre. Era una mujer hermosa y cálida que se llamaba Silvia.

       Mientras tanto, en el colegio se sabía que mis padres estaban separados y que, además, yo estaba bajo tratamiento psicológico. Ese año arrancaron los comentarios incisivos sobre mi vida y la de mi familia. Odiaba a mamá. Estaba logrando todo lo que quería: arruinarme la vida. Poniéndonos en boca de gente que tenía familias unidas y normales. ¿Acaso ella era feliz con eso que hacía? Me exponía frente a niños que se reían de mí y decían que estaba loco. Mamá me miraba sin entenderme. Yo cada día la odiaba un poco más.

       Un jueves a la mañana la señorita Silvia, me hizo dibujar a mi familia. También un objeto al que le temiera y un animal.

       Miró el papel y me miró a mí. Se quedó perpleja y me pidió que le explicara los dibujos.

       Donde estaba graficada mi familia, había dibujado a mi hermanita en brazos de mi mamá. A mamá la hice sin rostro. Mis pelos eran puntiagudos, como filosos. Mientras que papá aparecía detrás de nosotros. Cerca, un árbol de navidad con moscas.

       A mi papá lo dibujé con un tridente y cola de demonio.

       El objeto al que le temía era una muñeca con tutú y con los ojos deteriorados que descansaba en una cómoda de la habitación de mi abuela. Había sido su primer juguete. Cuando dibujé al animal, hice un elefante blanco. Algo en mi corazón se paraba cuando los veía en fotos. Había algo en los elefantes que me despertaba un amor inexplicable.

       Cuando mamá me hablaba, yo sólo pensaba: la odio. La odio, la odio, puta de mierda, puta de mierda, puta de mierda, hija de puta, y lograba escaparme de la charla. Un día me sacudió de los brazos. Mi nariz sangraba y no había nada que me movilizara a encontrar un pañuelo. Mamá lloraba y me decía que la perdonara que mi papá le había pegado fuerte. Me pedía compasión, mientras el paño en mi nariz acumulaba sangre y yo lloraba sin ruido, mirando a la nada. Mamá se cansó de intentarlo y salió de mi habitación gimoteando. Mientras ella cerraba la puerta con resignación, yo sonreía con sorna. Mi nariz empezó