en los dorados y neoliberales años 1980 y 1990, y que encontró tantos discípulos en el amarillismo mediático actual y en el arrasamiento macrista. Esa misma doña Rosa que hoy se muere globalmente porque no hay seguridad social y los hospitales han sido saqueados por la lógica privatizadora y de mercado que hizo de la salud una mercancía más. El coronavirus nos ha despertado de nuestro letargo de décadas, de nuestra renuncia absurda al Estado de bienestar, de la idiotez que contaminó a una parte no despreciable de la sociedad global bajo el canto de sirena de la economía de mercado, el emprendedurismo y la competencia privada. Todavía estamos a tiempo, atravesando días y semanas de inquietud, miedo, dolor y sufrimiento, de reconstruir nuestro tejido social, pero con la condición de romper la brutal mentira del capitalismo neoliberal hurgando sin complacencia en nuestra intimidad, en los valores que nos dominaron y que contribuyeron a multiplicar el desastre bajo la forma de un mundo de fantasía cuya arquitectura se parecía a un gigantesco shopping center.
Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de «sálvese quien pueda». El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador.
Porque el neoliberalismo, y no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que la financiarización del capitalismo, su momento zombi en el que ha puesto el piloto automático que nos lleva directamente hacia la consumación de la catástrofe; el neoliberalismo se ha sostenido y expandido gracias a una profunda y colosal captura de las subjetividades. Valores, formas de la sensibilidad, prácticas sociales, costumbres, sentido común han sido atravesados y reescritos por la economización de todas las esferas de la vida. Y es en el interior de una sociedad fragmentada y desocializada por donde se cuela, a una velocidad vertiginosa que nos deja impávidos, la potencia del virus y su capacidad para infectar nuestras vidas. Enfrentados a un retorno de lo real monstruoso, cuando las certezas colapsan y los imaginarios dominantes ya no sirven para apaciguar nuestra angustia, es cuando nos vemos impelidos a construir viejas y nuevas prácticas que habían sido desplazadas por un sistema de la hipertrofia competitiva e individualista: reconstruir lo común, el ámbito de la sociabilidad solidaria y del reconocimiento. Revitalizar la dimensión de lo público y del Estado como garantes de un principio genuino de igualdad democrática, y expropiarle a la insaciabilidad del capitalismo neoliberal el derecho a la salud pública, gratuita y de calidad. Aprender, a su vez, de esta pandemia que nos muestra los límites de un orden económico y tecnológico que no sólo profundiza las desigualdades, sino que también ha generado las condiciones para la degradación cada día más inexorable de nuestra casa que es la Tierra. Un virus que nos pone a prueba como sociedad y como seres humanos que necesitamos reaprender a cuidarnos y cuidar la vida que nos rodea y que nos permita seguir soñando un futuro.
La ruptura de los cristales del invernadero de la riqueza insolente
Comenzó la cuarentena total. Lo que hasta pocos días atrás parecía un guion algo exagerado de una distopía de Netflix se va volviendo experiencia cotidiana. Lo invisible acecha y va penetrando cada rincón de nuestras existencias perturbadas, inquietas, preocupadas, ávidas de información que nos ofrezca una orientación en medio de una pandemia que ya no es sólo del coronavirus, sino que se extiende a todas las redes sociales y amenaza con hacer estallar nuestros cerebros abotargados por los miles de millones de bits de información. Sabemos todo y no sabemos nada. Hablamos con el lenguaje del especialista en medio de una ignorancia profunda que nada sabe de las implicancias de esta peste que nos abruma. Teorías conspirativas, manipulación irresponsable de laboratorios ultrasecretos que se mueven por el filo de la cornisa bordeando lo que no se debe tocar, hacinamiento horroroso de animales para el consumo humano, proliferación de transgénicos que acaban alimentando a humanos y a animales que después consumimos sin saber sus consecuencias en nuestros organismos, desconociendo lo que pueden desencadenar (¿alguno recuerda la peste de «la vaca loca»?, ¿recuerdan lo que la generó?). Nietzsche nos dejó una frase absolutamente actual: «Los modernos hemos tocado todo con nuestras sucias manos». Penetramos en el interior de la vida, desciframos su código, reconstruimos la cadena del ADN y nos sentimos como dioses jugando el juego de la creación. Hasta que un virus se desparrama desde la lejana China, atraviesa todas las fronteras reales y artificiales, y desencadena el pánico y la incertidumbre. Nos hablan de un lapso de más de un año para llegar a la vacuna salvadora. Nos miramos perplejos sin aceptar la desmesura de un tiempo que para la supervelocidad en la que se desarrollan nuestras vidas en el capitalismo del híper-consumo nos parece una eternidad. Acostumbrados a habitar en el instante y la fugacidad, descubrimos, de pronto, que todo se detiene y que el hoy se vuelve una extensión indescifrable mientras permanecemos en nuestras casas a la espera del milagro. Décadas de aglomeraciones y hacinamientos urbanos cada vez más marcados por la desigualdad y la gentrificación, de cuerpos que circulaban sin siquiera mirarse, de apresuramientos hacia ninguna parte, de horarios laborales interminables que nos devolvían a nuestros hogares exhaustos y convertidos en zombis. De repente nos encontramos en el interior de un tiempo que se dilata, que nos envuelve y se despliega con una lentitud que desconocíamos. Incluso aquello que nos parecía natural se vuelve una experiencia novedosa. A nuestro alrededor, y más allá del silencio que invade nuestras ciudades, todo está en movimiento y modificándose. Velocidad y lentitud se entrelazan trastornando nuestra percepción de un mundo que creíamos conocer y que se nos vuelve ajeno y peligroso. O, tal vez, se nos vuelva insospechadamente más próximo allí donde volvemos a aprender otro modo de relacionarnos con él.
Nos movemos entre la perplejidad y la angustia, entre lo insólito de la situación y el redescubrimiento de lejanas experiencias que nos remiten a otras épocas de nuestras vidas. El freno brutal a la aceleración cotidiana destripa nuestras asociaciones y nuestras costumbres, desaloja el funcionamiento del piloto automático con el que manejábamos nuestras vidas hasta ayer y nos ofrece una extraña oportunidad. La vida, eso vamos descubriendo azorados, estaba en otra parte. La habíamos perdido. Se había fugado cuando el tiempo fue capturado por el productivismo del capital, el consumismo desenfrenado de sujetos automáticos y el solipsismo de individuos convertidos en sujetos de un narcisismo a prueba de balas que, sin embargo, ha sido brutalmente conmovido con la expansión fantasmagórica del virus. Comenzamos a mirar de otro modo lo que ya no veíamos. Redescubrimos las artes de la conversación con los más próximos, que se habían convertido en espectros lejanos aunque los tuviéramos al lado; regresamos a nuestras lecturas de siempre sabiendo que en ellas se guarda mucho de lo que deberemos seguir pensando; volvimos a palpar el discurrir de las horas dejando que el tedio también haga lo suyo junto con la busca de actividades que nos mantengan ocupados. Sorprendidos y extraviados, anhelantes y confundidos, maníacos de información y atravesando a la vez una suerte de desintoxicación de aquello mismo que nos invade y nos conmueve. Mientras una parte de nosotros quiere seguir aferrada a los usos y costumbres de lo que fue suspendido por la cuarentena, la otra parte se deslumbra bajo el haz de una luz novedosa que ilumina de otro modo lo que nos rodea. Entre el encandilamiento de lo desconocido y la percepción de algo nuevo que se nos abre en medio de la pandemia. Como si fuera un raro privilegio estar al borde del precipicio. ¿Quizás una oportunidad para echar el freno de emergencia a la locomotora del progreso como escribía en el final de su vida Walter Benjamin? ¿Tal vez ese acontecimiento disruptivo que interrumpe la marcha lineal de una sociedad inconsciente de su potencialidad destructiva? ¿La peste como una metáfora, real y dolorosa, del hundimiento de prácticas y certezas que ya no nos sirven para atravesar los días oscuros?
Momentos únicos que conllevan el peligro y la oportunidad, que nos abren una puerta para salir de la trampa en la que estamos o simplemente nos siguen conduciendo hacia el desastre. Dura comprensión de que no existen garantías ni seguridades capaces de eliminar los peligros que acechan nuestras vidas pequeñas e insignificantes desde el punto de vista de una pandemia que se retroalimenta de nuestras impericias y descuidos. Sorprendidos, nos damos cuenta de que estamos corriendo una carrera sin ventaja alguna, que apenas si nuestras