con aquella otra lectura lejana. En la ociosidad obligada en la que estoy, recorro sin prisa y bajo la lógica del azar mi biblioteca. Dejo que mis ojos elijan en qué libro posarse. Se trata de una novela de C. E. Feiling, gran escritor de mi generación que murió demasiado pronto. Agarro el libro, lo huelo y, complacido, descubro que aún guarda el aroma de las impresiones hechas con papel de otras épocas, ese que al envejecer nos otorga la dicha, al menos para mí, de un viaje a la infancia. Recuerdo que, cuando lo leí aquella primera vez, me deparó la alegría de saber que Feiling era uno de esos escritores capaces de ofrecernos el banquete de la literatura. Ahora busco, en medio de esta extraña cuarentena, algo de aquel aroma y de aquella impresión. ¡Los vuelvo a encontrar!
Cuando leí Un poeta nacional al comienzo de los años 90, sentí que estaba frente a una pluma privilegiada. Ahora, cuando acabo de terminar la segunda lectura, reafirmo mi convicción de aquel entonces y siento la nostalgia de esa muerte temprana que nos privó de una obra que hubiera sido formidable. Con Feiling viajé a principios del siglo pasado, me encontré con un joven Leopoldo Lugones transformado en Esteban Errandonea (como si Feiling hubiera querido conjurar también el espectro de Echeverría, ese otro poeta fundador de nuestra tradición literaria bajo las metáforas de sus títulos: El matadero y La cautiva, que no dejan de estar presentes en el volumen que saco del estante de la biblioteca). Algo muy profundo del país que habitamos recorre las páginas del libro. El poeta que sueña con una grandeza que debiera esperarlo en algún lugar de esta geografía del fin del mundo. La traición de los sueños y las ilusiones de la primera juventud. La presencia prepotente de la cultura europea que no le permite, al joven poeta, encontrar su escritura y su sensibilidad sin tener que caer, todo el tiempo, en la cita erudita, en la lengua de Virgilio o en el francés de los poetas del siglo XIX. También, por qué no, una novela de iniciación y de ruptura. Un viaje hacia el sur del sur, hacia las entrañas de una Patagonia en la que se mezclan malamente los engranajes del poder oligárquico, la idiotez contumaz y represiva de los militares, el saber escéptico del negro Julio que nos devuelve a ese lugar equívoco de los negros en nuestra historia, la sombra furtiva de un anarquismo sin destino, las pequeñas Inglaterras en cada una de las estancias patagónicas y un aire conradiano que habita en un personaje memorable: Ricardo Pires –de padre judío y de apellido portugués que ha preferido dejar en el pasado–, el capitán del barco que los lleva a Puerto Taylor y con quien Errandonea tejerá una relación especial; la irredenta Elizabeth Askew que anticipa feminismos por venir y amores trágicos y violentos; el absurdo mayor Varela, en el que confluyen, bajo la forma de la ironía, la maldad estúpida y el autoritarismo grotesco, los militares que contribuyeron a expandir el virus de la barbarie en la geografía nacional. Feiling penetra por los pliegues de nuestra historia, se detiene en los entresijos que le dieron forma y movimiento a la Argentina, a sus sueños de grandeza apadrinados falsamente por los británicos. Una historia de violencia y de amor que hurga en la personalidad de un Lugones que se sabe fundacional, pero que le teme a la imitación grandilocuente. Un libro que me llevó al invierno patagónico y a sus paisajes deslumbrantes y solitarios. El poeta que no sabe bien qué hacer con los poderosos, que intuye que su viaje guarda la desgracia. Un hiato que desde un comienzo distancia a la política –y sus instrumentos– de la poesía, pero que vuelve a reunirlos en el amasijo imposible de la pasión amorosa y de sus traiciones. Lugones-Errandonea que, para consumar su viaje hacia su cometido de ser el Gran poeta nacional, tiene que matar en él a sus antiguas insurrecciones y, tal vez, a la furia verdadera del amor. Reencontrarme en estos días insólitos, distintos, repetitivos y abiertos con Feiling constituyó una azarosa excursión hacia las entrañas de nuestra laberíntica travesía como nación y un viaje, aunque literario, por paisajes disparadores de antiguas nostalgias. Nada mejor para convocar a una escritura que se resiste, que una lectura incitante capaz de conmover y despertar recuerdos y reflexiones.
Como si la estancia patagónica guardase, para el lector que soy, una veloz identificación con el presente que atravesamos. Su aire de enclaustrada soledad potenciada por el invierno, sus días helados y la nieve que purifica el mal que rodea la historia, encierra una perturbadora correspondencia con nuestra situación. Estamos aislados, nos volvemos sobre nosotros, sabemos que hay algo torcido en toda esta peripecia que tiene como antihéroe a un extraño virus que se ha metido subrepticiamente en nuestras vidas bajo la forma de una amenaza mortal y que amenaza con hacer volar por los aires todo el edificio de un sistema depredador que ha logrado transformar la vida humana en una enloquecedora apuesta mercadolátrica. La muerte atraviesa la novela de Feiling como hoy golpea en el corazón de ciudades atemorizadas que no pueden hacer otra cosa que encerrarse a esperar. Pero con la diferencia de que, en la novela, la muerte guarda un sentido, es el resultado de un juego de fuerzas, de acciones humanas, de violencias que se corresponden con una lógica capaz de abrir una disyuntiva moral; la peste se vuelve ominosa y miasmática, indescifrable, ajena a nuestra comprensión, vulneradora de todo sentido que no sea el de la propia expansión del virus. La literatura elige diversos caminos para ofrecernos la imposible claridad de un final que no hace otra cosa que dejar abiertas otras alternativas. La vida real, la que se organiza como poder y verdad, como conocimiento científico-técnico y como dispositivo de vigilancia, busca anular esa multiplicidad ambigua que constituye el enigma de la escritura y que suele ser ajena a la política. La uniformidad es antagónica a la literatura, pero también es enemiga de la reflexión autónoma.
La escritura que regresó después de meses de distancia y sequía. Su necesidad y su erótica, el misterio de envolverme de un deseo que estuvo contenido y adormecido pero que ahora me sorprende con su insistencia. Siento el entusiasmo de las palabras que van fluyendo. Monotonía de las horas que se estiran y que también reclaman ciertas rutinas. Ejercicios. Algo de yoga para desentumecerme. Tareas de limpieza que muy pocas veces emprendía en la otra vida y que ahora hago hasta con cierto placer. Conversaciones suaves que se mueven entre los tres que habitamos esta casa de la cuarentena. Algunas llamadas. No muchas. Mensajes por las redes sociales que hoy ocupan un centro casi absoluto. La alegría del cine guiado por mi hijo Javier, que siempre tiene una recomendación justa. La preocupación y el extrañamiento de los otros hijos que viven cerca pero a los que no puedo ver. ¿Deserotización? Lo pongo como pregunta porque no termino de interesarme por el tema. No estoy seguro de querer que se acabe lo antes posible la cuarentena o, por el contrario, que se extienda y me siga desafiando. Ayer me acosté sintiendo, por primera vez, la angustia del encierro, la desolación del bloqueo social. Hoy me levanté más liviano. Qué extraño darme cuenta de que se puede pasar de la tristeza del encierro a la serenidad de saberme en medio de una experiencia insólita que viene a conmover lo que constituía lo normal. ¿Una oportunidad? Al menos desde que comencé a escribir es la pregunta que ronda lo que intento pensar y desentrañar.
Mis inclinaciones benjaminianas me ayudan: siento que estamos en el interior de una ruptura, que el giro de los tiempos es inevitable y que lo nuevo está allí muy cerca y muy lejos. Aunque muchos repitan, casi al unísono, que la consumación de esta pandemia terminará favoreciendo la exponencial concentración de la riqueza y la solidificación de Estados más autoritarios y vigilantes. Sospecho de esas lecturas fatalistas y lineales, pese a que guardan, como no podría ser de otro modo, una posibilidad más que cierta y desmoralizante. «Que todo siga igual, a eso llamo el infierno» escribía Benjamin en otra encrucijada histórica. Que el Covid-19 sólo deje a su paso una estela de muerte, miedo y ampliación de los poderes reales resulta espantoso. Intento vislumbrar un giro de los tiempos, un cruce del Rubicón, tal vez una toma de conciencia que atraviese al planeta y ponga en entredicho la continuidad sin más de lo mismo, que puede tener su rostro estadounidense o su rostro chino. Algo nuevo y distinto, pero también arcaico y conocido, se mueve en el interior de sociedades en cuarentena. El temor que está a flor de piel, listo para mutar en terror y acabar como aceptación pasiva de lo peor. Pero también la apertura de algo otro, revulsivo, crítico y novedoso que sólo puede emerger en los momentos de dislocación y ruptura, cuando lo inesperado hace su aparición y desarma certezas y realidades naturalizadas. No sé, apenas si lo puedo intuir, cuánto de oportunidad trae aparejada la vivencia del virus y de su expansión aparentemente indetenible. Lo único que parece estar garantizado en la historia es la repetición de lo peor; lo demás carece de toda garantía y es apenas una débil posibilidad que dependerá de nosotros, que, eso también lo sabemos, no somos ejemplo de rebeldía en un mundo domesticado por el llamado al goce consumista y al hedonismo individualista.