Ricardo Forster

El derrumbe del Palacio de Cristal


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las consecuencias médicas, de los muertos que se pueden contar por centenares de miles e incluso más; se trata, también, del tipo de sociedad que surgirá una vez que se deje atrás la pandemia. Byung-Chul Han lo ha dicho con crudeza, y en parte lo reseñamos páginas más arriba: si el modelo exitoso de contención del Covid-19 es el resultado del big data funcionando a pleno en el marco de un Estado híper-vigilante y policial junto con sociedades culturalmente inclinadas a priorizar lo colectivo a lo individual, lo que nos espera es un pronunciado proceso de «orientalización» de nuestras sociedades, más inclinadas a la protección de la privacidad, menos a priorizar lo colectivo a lo individual, más dispuestas al ejercicio y al reclamo constante de la libertad como valor supremo. Habría que atemperar las afirmaciones de Byung en lo que tienen de prejuiciosas y de occidental-liberales, allí donde reduce la complejidad de lo «oriental», particularmente del Sudeste asiático, a un modelo uniforme en el que los individuos acatan colectiva y acríticamente las decisiones de las autoridades, y en el que el confucianismo chino –según el filósofo coreano-alemán– se convierte en papilla ideológica y pedagógica de países y colectivos socio-culturales diferentes entre sí. El mundo habitado por hombres y mujeres de ojos rasgados es, para la mirada occidental, un amasijo indiferenciado en el que todos, absolutamente todos, actúan del mismo modo y de acuerdo a un mismo patrón de obediencia y disciplinamiento; de ahí que resulte extraño que alguien como Byung comparta esa visión falaz y errónea de un mundo de pluralidades y diferencias que sólo ante una mirada cargada de ignorancia y prejuicio puede aparecer como liso y homogéneo. En esa geografía –así se lo proclama desde la atalaya de la democracia y la libertad que dice representar Occidente– no cuenta el individuo sino el nosotros de la primera persona del plural. Rápida y astuta reducción de lo colectivo a autoritarismo y vigilancia, a aceptación pasiva de las órdenes que emanan de un Estado omnipresente que, además, ha logrado hacerse con las tecnologías del big data, que le permiten controlar cada movimiento y cada gesto de esa masa de ojos rasgados. El coronavirus –según esta mirada– vino a cerrar el abrazo de oso del poder sobre una ciudadanía inerme. Mientras tanto, nosotros, en este lado del mundo, tendremos que elegir entre el caos de un individualismo que nos lanza directamente hacia la muerte pandémica o la importación del modelo chino con todas sus prestaciones. Un cruce por el estrecho de Escila y Caribdis. Una promesa que sólo promete más de lo mismo. Una visión desencajada de la historia que tiene la fortuna de ser lo suficientemente simple y fácil de explicar como para convencer a unos cuantos defensores de la añeja y descascarada doctrina de la guerra de civilizaciones, haciendo de China hoy el heraldo de un neocapitalismo de Estado autoritario capaz de salir airoso de la batalla contra el virus y, también, contra Estados Unidos.

      El binarismo interpretativo de Byung-Chul Han es llamativo para alguien que proviene precisamente de ese mundo asiático transformado por la mirada de Occidente en «orientalismo» (Edward Said se rebelaría desde su tumba contra esta simplificación cargada de prejuicio y de proyección universalista de la concepción occidental de individuo, comunidad y libertad como supuesto de lo que deberíamos reivindicar como paradigma de democracia ante el autoritarismo oriental). Pero volvamos al llamado de atención, necesario y valioso, respecto a los peligros que se ciernen a partir de la proliferación del big data y del algoritmo, expresiones no sólo de sociedades como la china, la coreana, la japonesa o la taiwanesa, sino núcleo del semiocapitalismo contemporáneo que se despliega a nivel global y que no sabe de fronteras culturales o religiosas que lo detengan (Silicon Valley expresa el perfil brutalmente económico de lo que puede ofrecer el lado occidental de la digitalización: concentración exponencial, manejo discrecional de información privada, cooptación algorítmica y ampliación de las redes de consumo teledirigido, además de una alianza estrecha con los poderes corporativos y políticos globales). En todo caso, la generalización de los instrumentos de vigilancia y control que surgen de las tecnologías de la información son el resultado de un sistema económico que, en su actual etapa, se ha volcado masivamente hacia esa lógica algorítmica y digital. El miedo ante la peste y su proliferación no hacen más que acelerar, en el interior de la vida subjetiva dañada, el reclamo de más «seguridad y vigilancia» como sinónimos de protección de la vida ante la invisibilidad del virus. ¿Hasta dónde llegará nuestro despojamiento con tal de salvar la vida[1]?

      Nuevas y extendidas formas de control extraídas de las enseñanzas de la pandemia que acelerarán –si no se las cuestiona y frena desde las sociedades– la panoptización tecno-comunicacional hasta límites espantosos. Nada de nuestra intimidad quedará sin ser fisgoneado en nombre de la salud pública. Estamos obligados a interrogar críticamente el desemboque político-instrumental de este tiempo pandémico. Giorgio Agamben, que prácticamente fue fusilado en la plaza pública por objetar la exacerbación del Estado biopolítico a partir del temor al Covid-19, es un cabal ejemplo de la censura que comienza a desplegarse sobre nosotros en medio de una habilitación social para alcanzar una unidad sin fisuras. Nunca como hoy se vuelve más evidente aquella sentencia que decía que la primera en caer en una guerra era la verdad. Hoy podríamos decir que la primera renuncia que se nos exige es la del pensamiento crítico, que, por definición, no puede ser binario ni aceptar como palabra santa la que se pronuncia en nombre de la lucha contra la pandemia. Caminamos irremediablemente por un desfiladero cuya amenaza está a ambos lados. ¿Cómo impedir que nos inclinemos ante el poder imbatible de la univocidad que convierte en enemigo a todo aquel que intenta introducir la más mínima sospecha respecto a las bonanzas del dispositivo económico y científico-tecnológico? ¿Se perseguirá, se censurará y, por qué no, se encarcelará en nombre del biopoder que crece en medio del horror a la muerte pandémica? ¿Se volverán clandestinas las críticas a ese aparato capaz de devolvernos la vida a cambio del silencio cómplice?

      Hoy más que nunca tenemos que estar abiertos a las diversas interpretaciones de este tiempo civilizatorio en crisis. El colectivo Chuang –grupo de intelectuales y académicos de izquierda chinos que cuestionan el régimen del Partido Comunista Chino[2]– hace algo muy importante cuando politiza la ciencia e interpela a la política emancipatoria desde la ciencia, buscando dialectizar lenguajes que, por lo general, marchan en paralelo o uno se devora al otro. Se trata, en su perspectiva y analizando lo que sucedió en Wuhan, de una interrelación de lo social-económico (bajo la forma de la sociedad de las mercancías), de lo científico-técnico-industrial (que se ha convertido en un instrumento clave para la expansión del capital y de su rentabilidad; junto con la multiplicación de una interfaz entre lo humano y lo no humano que está en la base de los coronavirus, entre otras cuestiones que atormentan nuestro presente ligado también al calentamiento global y sus consecuencias, pero también como instrumento, la propia ciencia, para ir por otros caminos capaces de encontrarse con una perspectiva emancipatoria), de lo político-insurreccional (entendido como la capacidad de la sociedad de generar sus resistencias y sus rupturas del encadenamiento sistémico bajo la lógica del capitalismo). Para el colectivo Chuang, la pandemia desatada por el Covid-19 pone al descubierto el funcionamiento del sistema, sus debilidades y su potencia autodestructiva. «No es el momento de un simple ejercicio de “Scooby-Doo marxista” que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡fue el capitalismo el que causó el coronavirus todo el tiempo! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?». Es ésta una pregunta fundamental que va más allá de la respuesta simplista que, una vez formulada, no agrega nada significativo ni ofrece alternativa alguna salvo la multiplicación de la angustia, al modo del dispositivo retórico puesto en funcionamiento por Byung-Chul Han, que, apenas si en el final apresurado de su artículo, lo único que ofrece es una bucólica reconstrucción del vínculo de las personas con la tierra y una mayor solidaridad entre ellas, sin, claro, historizar los motivos de la pandemia ni, mucho menos, incursionar en un análisis de lo socioeconómico y su perversa y brutal ligazón productivista con la esfera de la vida animal y vegetal.

      De poco sirve describir la escenografía por la que se desplaza el virus, destacar las diferencias «culturales» que separan a los países del Oriente de las democracias occidentales, pontificar incluso sobre el peligro que supone ganarle