de un solo acto, una suerte de diálogo sobre la vida del seminario y el drama que viven cuando uno de ellos lo abandona en el momento de los votos. Lorenzo inserta en el diálogo estas dos frases: «Se equivoca la jerarquía en amar al seminario más que a los seminaristas», y «El buen orden del seminario, la uniformidad, la regularidad, el bien del seminario está antes que el de los individuos».
No sabemos si la «tragedia» subió a escena, pero ilustra la vivacidad y profunda religiosidad del grupo del que formaba parte Lorenzo.
Lorenzo introdujo a sus compañeros más allegados también en el conocimiento de su familia, y varias veces los invitó durante las vacaciones a la finca de Gigliola.
Él había renegado de su condición social, pero nunca renegó de su familia. Más aún, introducía a su madre en todo, le contaba con riqueza de detalles su vida en el seminario, le hablaba de sus compañeros y superiores, le pedía ayuda con la vestimenta de clérigo, obligándola a interesarse por sobrepellices, sotanas, alzacuellos, calcetines negros, toda ropa por la que su cultura sentía alergia, pero ella se hacía violencia por amor a su hijo.
Sacerdote ayudante en Montespertoli
En julio de 1947, Lorenzo Milani es ordenado sacerdote. Sus compañeros celebran la primera misa y, después, festejan en sus parroquias de procedencia. Él no tiene una parroquia así, por lo que oficia la primera misa en la iglesia de Don Bensi y festeja con los compañeros en la hacienda de la familia.
Fue una fiesta con cantos gregorianos tan elevados y armoniosos que se escuchaban también desde fuera. El novel sacerdote Milani también tocaba el acordeón.
En los meses que siguieron a la ordenación, todos los demás fueron asignados de forma estable como vicarios para ayudar a párrocos en las distintas parroquias de la diócesis. En el caso de Don Lorenzo, la curia tuvo dificultades para encontrar un sacerdote que le acogiera y decidió colocarlo provisionalmente en la parroquia de Montespertoli.
Él obedeció con algún malestar, porque su familia tenía tierras en ese municipio, con aparceros que lo llamaban il signorino, «el señorito».
Las aparcerías de la hacienda de Milani en Gigliola estaban en la región agraria de Montespertoli, en el valle de Chianti, dominadas por una gran casa señorial con canchas de tenis y un parque rodeado por entero por una alta valla de alambre detrás de la cual corrían dos fieros perros de Maremma listos para abalanzarse contra quien se acercara para curiosear. Aneja a la propiedad se encontraba la casa del mayoral, cuidador de los intereses de los dueños, que pasaban el invierno en Florencia y se trasladaban a la casa solariega durante el invierno o algún fin de semana.
Durante el día, el novel sacerdote Milani ayuda al párroco, pero tiene que regresar a la señorial casa de la familia para comer y dormir, y esto es para él un motivo más de sufrimiento, porque la señal es clara: estás en esta parroquia como aprendiz, pero aquí no podrás quedarte.
En cualquier caso, Lorenzo no se deja llevar por la autocompasión, sino que abre bien sus ojos nuevos a la realidad que lo circunda y comienza a intuir una verdad que afinará en los años siguientes: a saber, que la verdadera supremacía del fuerte sobre el débil está en la posesión de la cultura: para quien la posee, todo es libre elección; para los demás, solo triste suerte.
Lorenzo tiene solo 24 años, posee los instrumentos de ganador heredados de la familia. Ahora está entre los perdedores, cargado con la nueva fuerza que ha encontrado en el Evangelio, con la alegría de vivir y con el futuro por delante.
Él conjuga entonces esas fuerzas y decide emplearlas en favor de aquellos a los que la sociedad quiere vencidos y sometidos. Por eso propone a los chicos de las familias pobres que giran en torno a la parroquia que acudan a clase después del horario escolar, que él dará gratuitamente.
Abre de par en par para ellos las puertas de la casa familiar, pone a su disposición la cancha de tenis, pide que alejen los perros guardianes y organiza la escuela en una sala de la casa.
Los contrastes con el mayoral son inevitables en razón de lo que este considera un uso impropio de la hacienda. No eran esos los intereses de la familia Milani. Don Lorenzo responde que hablaría del asunto con su madre, pero que no desea ser obstaculizado. A su madre, empeñada en cuidar de la propiedad tras la muerte de su esposo, le dice: «Es mucho más hermoso y mejor para nosotros que estén jugando y estudiando dentro que mirando desde fuera llenos de rabia contra nosotros».
Pero es difícil ser comprendido y tener colaboración de alguien que, como el mayoral, recibe su paga por otros servicios. Milani busca una solución que pueda gestionar solo.
Decide ocupar una de las habitaciones de la servidumbre que tiene salida a la calle y la equipa para dar clases elementales a cuatro o cinco chicos. Para no perturbar la tranquilidad del mayoral coloca una campanilla en la ventana con una cuerda que baja hasta la calle. Quien lo buscaba podía llamar desde fuera a la hora que fuese y él bajaría a abrir.
La gente del lugar le mira con el estupor que suscita una persona un tanto extraña: «Ayer no había tenido paz y había dejado todo para hacerse sacerdote. Ahora ha reunido a estos muchachos, ha abierto la puerta de la casa señorial para ellos y hasta los hace jugar en la cancha de tenis y los atormenta con clases extraescolares. Pero ¿es eso todo?».
El estupor se transforma poco a poco en admiración cuando el exseñorito habla con la gente.
«Es un joven sacerdote de mirada profunda en un rostro abierto y sonriente que transmite alegría y hace el bien a los demás», se comenta ahora en el pueblo.
El muchacho campesino
En Montespertoli, Don Lorenzo se reencontró también con un joven campesino de su misma edad de cuya existencia había tenido conocimiento años antes y que vivía en una aparcería cerca de la casa señorial. Su padre era coordinador de la liga sindical de los aparceros de la zona. Este hombre llevaba en la piel las heridas de las injusticias sociales sufridas. La cercanía de los campos que labraba respecto de la casa señorial le mostraba cada día la escandalosa diferencia entre la vida de los señores que allí vivían y la condición de los campesinos, y esto acentuaba su rebelión interior. Un año convenció a los demás campesinos de la hacienda para que se organizaran a fin de reivindicar algunas mejoras en los cuartos de baño de las casas de labranza. Los existentes eran simples agujeros con tapa que descargaban directamente en los pozos negros que había debajo. A esos mismos pozos iban a parar también las aguas residuales de los establos, y algunos días el hedor era insoportable. Así pues, los campesinos presentaron sus requerimientos al mayoral, pero este, probablemente sin siquiera informar a los Milani, rechazó toda reivindicación. Los campesinos organizaron entonces una manifestación, llevando frente a la casa señorial sus bueyes de arar, que durante la protesta depositaron en el sitio una buena cantidad de mercancía maloliente.
Alice, la madre de Lorenzo, se mostró indignada y se preguntó intranquila qué querrían esos comunistas. Albano, el padre, fue mucho más conciliador y autorizó al mayoral a que asegurara a los campesinos que, en el lapso de algunos meses, se haría todo lo posible. La promesa se cumplió.
El joven Lorenzo había seguido la protesta desde dentro de la casa y había quedado impactado al observar a ese muchacho manejar con habilidad y seguridad una yunta de bueyes. Él se habría muerto de miedo.
Es un hecho que le estremece: es el niño rico que confronta su vida con la del niño pobre, y quién sabe si este episodio no contribuyó también a que en Lorenzo surgiera algún brote de la vergüenza que, años después, le impulsaría a huir de su condición de privilegiado.
Su hermana Elena, sin vincularlo a este episodio, contó acerca de la primera gran rabieta que tuvo Lorenzo de pequeño cuando se negó a ponerse un traje nuevo porque le daba vergüenza que le vieran los demás niños, hijos de los campesinos de Gigliola. Del mismo modo que relató la vergüenza que le daba salir de casa con los aparatos de ortodoncia.
Era el período en que comenzaba a ser perezoso en la escuela y a descuidar