sus manos en las del joven, se levantó y sus cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un paseo de adelfas. Caía la tarde y una dulce sombra se extendía por la parte baja de la huerta, mientras el último rayo del sol poniente coronaba de resplandores las cimas de los árboles. La ruidosa república de pajarillos armaba espantosa algarabía en las ramas superiores. Era la hora en que después de corretear por la alegre inmensidad de los cielos, iban todos a acostarse, y se disputaban unos a otros la rama que escogían por alcoba. Su charla parecía a veces recriminación y disputa, a veces burla y gracejo. Con su parlero trinar se decían aquellos tunantes las mayores insolencias, dándose de picotazos y agitando las alas, así como los oradores agitan los brazos cuando quieren hacer creer las mentiras que pronuncian. Pero también sonaban por allí palabras de amor; que a ello convidaban la apacible hora y el hermoso lugar. Un oído experto hubiera podido distinguir las siguientes:
-Desde antes de conocerte te quería, y si no hubieras venido me habría muerto de pena. Mamá me daba a leer las cartas de tu padre, y como en ellas hacía tantas alabanzas de ti, yo decía: «este debiera ser mi marido». Durante mucho tiempo, tu padre no habló de que tú y yo nos casáramos, lo cual me parecía un descuido muy grande. Yo no sabía qué pensar de semejante negligencia... Mi tío Cayetano, siempre que te nombraba decía: «Como ese hay pocos en el mundo. La mujer que le pesque, ya se puede tener por dichosa...». Por fin tu papá dijo lo que no podía menos de decir... Sí, no podía menos de decirlo: yo lo esperaba todos los días...
Poco después de estas palabras, la misma voz añadió con zozobra:
-Alguien viene tras de nosotros.
Saliendo de entre las adelfas, Pepe vio a dos personas que se acercaban, y tocando las hojas de un tierno arbolito que allí cerca había, dijo en alta voz a su compañera:
-No es conveniente aplicar la primera poda a los árboles jóvenes como este, hasta su completo arraigo. Los árboles recién plantados no tienen vigor para soportar dicha operación. Tú bien sabes que las raíces no pueden formarse sino por el influjo de las hojas, así es que si le quitas las hojas...
-¡Ah! Sr. D. José -exclamó el Penitenciario con franca risa, acercándose a los dos jóvenes y haciéndoles una reverencia-. ¿Está Vd. dando lecciones de horticultura? Insere nunc Melibœe piros, pone ordine vites, que dijo el gran cantor de los trabajos del campo. Injerta los perales, caro Melibeo, arregla las parras... ¿Con que cómo estamos de salud, Sr. don José?
El ingeniero y el canónigo se dieron las manos. Luego este volviose y señalando a un jovenzuelo que tras él venía, dijo sonriendo:
-Tengo el gusto de presentar a Vd. a mi querido Jacintillo... una buena pieza... un tarambana, señor don José.
Capítulo IX
La desavenencia sigue creciendo y amenaza convertirse en discordia
Junto a la negra sotana se destacó un sonrosado y fresco rostro. Jacintito saludó a nuestro joven, no sin cierto embarazo.
Era uno de esos chiquillos precoces a quienes la indulgente Universidad lanza antes de tiempo a las arduas luchas del mundo, haciéndoles creer que son hombres porque son doctores. Tenía Jacintito semblante agraciado y carilleno, con mejillas de rosa como una muchacha, y era rechoncho de cuerpo, de estatura pequeña tirando un poco a pequeñísima, y sin más pelo de barba que el suave bozo que lo anunciaba. Su edad excedía poco de los veinte años. Habíase educado desde la niñez bajo la dirección de su excelente y discreto tío, con lo cual dicho se está que el tierno arbolito no se torció al crecer. Una moral severa le mantenía constantemente derecho, y en el cumplimiento de sus deberes escolásticos apenas tenía pero. Concluidos los estudios universitarios con aprovechamiento asombroso, pues no hubo clase en que no ganase las más eminentes notas, empezó a trabajar, prometiendo con su aplicación y buen tino para la abogacía perpetuar en el foro el lozano verdor de los laureles del aula.
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