Benito Pérez Galdós

Doña Perfecta


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D. José; que hartos estamos de saber lo muchísimo que Vd. vale, la gran fama de que goza y el papel importantísimo que desempeñará donde quiera que se presente. No se ven hombres así todos los días. Pero ya que de este modo ensalzo los méritos de Vd...

      Detúvose para seguir comiendo, y luego que la sin hueso quedó libre, continuó así:

      -Ya que de este modo ensalzo los méritos de usted, permítaseme expresar otra opinión con la franqueza que es propia de mi carácter. Sí, Sr. D. José, sí, Sr. D. Cayetano; sí señora y niña mías: la ciencia, tal como la estudian y la propagan los modernos, es la muerte del sentimiento y de las dulces ilusiones. Con ella la vida del espíritu se amengua; todo se reduce a reglas fijas, y los mismos encantos sublimes de la Naturaleza desaparecen. Con la ciencia destrúyese lo maravilloso en las artes, así como la fe en el alma. La ciencia dice que todo es mentira y todo lo quiere poner en guarismos y rayas, no sólo maria ac terras, donde estamos nosotros, sino también cælumque profundum, donde está Dios... Los admirables sueños del alma, su arrobamiento místico, la inspiración misma de los poetas, mentira. El corazón es una esponja, el cerebro una gusanera.

      Todos rompieron a reír, mientras él daba paso a un trago de vino.

      -Vamos, ¿me negará el Sr. D. José -añadió el sacerdote-, que la ciencia, tal como se enseña y se propaga hoy, va derecha a hacer del mundo y del género humano una gran máquina?

      -Eso según y conforme -dijo D. Cayetano-. Todas las cosas tienen su pro y su contra.

      -Tome Vd. más ensalada, señor Penitenciario -dijo doña Perfecta-. Está cargadita de mostaza, como a Vd. le gusta.

      Pepe Rey no gustaba de entablar vanas disputas, ni era pedante, ni alardeaba de erudito, mucho menos ante mujeres y en reuniones de confianza: pero la importuna verbosidad agresiva del canónigo necesitaba, según él, un correctivo. Para dárselo le pareció mal sistema exponer ideas, que concordando con las del canónigo, halagasen a este, y decidió manifestar las opiniones que más contrariaran y más acerbamente mortificasen al mordaz Penitenciario.

      -Quieres divertirte conmigo -dijo para sí-. Verás qué mal rato te voy a dar.

      Y luego añadió en voz alta:

      -Cierto es todo lo que el señor Penitenciario ha dicho en tono de broma. Pero no es culpa nuestra que la ciencia esté derribando a martillazos un día y otro tanto ídolo vano, la superstición, el sofisma, las mil mentiras de lo pasado, bellas las unas, ridículas las otras, pues de todo hay en la viña del Señor. El mundo de las ilusiones, que es como si dijéramos un segundo mundo, se viene abajo con estrépito. El misticismo en religión, la rutina en la ciencia, el amaneramiento en las artes, caen como cayeron los dioses paganos, entre burlas. Adiós, sueños torpes: el género humano despierta y sus ojos ven la realidad. El sentimentalismo vano, el misticismo, la fiebre, la alucinación, el delirio desaparecen, y el que antes era enfermo hoy está sano y se goza con placer indecible en la justa apreciación de las cosas. La fantasía, la terrible loca, que era el ama de la casa, pasa a ser criada... Dirija Vd. la vista a todos lados, señor Penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco, el sol no es un cochero emperejilado y vagabundo sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas sino dos escollos, las sirenas son focas, y en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama Mr. Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere Vd. más? Pues Júpiter, un Dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay ya más bajadas al infierno que las de la geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la tierra. No hay más subidas al cielo que las de la astronomía, y esta a su regreso asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan el Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancias, líneas, enormidades de espacio y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la paleontología y la prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente. Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi gabinete cuando se me antoja con una pila de Bunsen, un hilo inductor y una aguja imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la industria con sus moldes y máquinas y las de la imprenta, que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor canónigo del alma, se han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre. Celebremos el suceso.

      Cuando concluyó de hablar, en los labios del canónigo retozaba una sonrisilla, y sus ojos habían tomado animación extraordinaria. D. Cayetano se ocupaba en dar diversas formas, ora romboidales, ora prismáticas, a una bolita de pan. Pero doña Perfecta estaba pálida y fijaba sus ojos en el canónigo con insistencia observadora. Rosarito contemplaba llena de estupor a su primo. Este se inclinó hacia ella y al oído le dijo disimuladamente en voz muy baja:

      -No me hagas caso, primita. Digo estos disparates para sulfurar al señor canónigo.

      Capítulo VII

       La desavenencia crece

       Índice

      -Puede que creas -indicó doña Perfecta con ligero acento de vanidad-, que el Sr. D. Inocencio se va a quedar callado sin contestarte a todos y cada uno de esos puntos.

      -¡Oh, no! -exclamó el canónigo, arqueando las cejas-. No mediré yo mis escasas fuerzas con adalid tan valiente y al mismo tiempo tan bien armado. El Sr. D. José lo sabe todo, es decir, tiene a su disposición todo el arsenal de las ciencias exactas. Bien sé que la doctrina que sustenta es falsa; pero yo no tengo talento ni elocuencia para combatirla. Emplearía yo las armas del sentimiento; emplearía argumentos teológicos, sacados de la revelación, de la fe, de la palabra divina; pero ¡ay!, el Sr. D. José, que es un sabio eminente, se reiría de la teología, de la fe, de la revelación, de los santos profetas, del Evangelio... Un pobre clérigo ignorante, un desdichado que no sabe matemáticas, ni filosofía alemana en que hay aquello de yo y no yo, un pobre dómine que no sabe más que la ciencia de Dios y algo de poetas latinos no puede entrar en combate con estos bravos corifeos.

      Pepe Rey prorrumpió en francas risas.

      -Veo que el Sr. D. Inocencio -dijo- ha tomado por lo serio estas majaderías que he dicho... Vaya, señor canónigo, vuélvanse cañas las lanzas y todo se acabó. Seguro estoy de que mis verdaderas ideas y las de Vd. no están en desacuerdo. Vd. es un varón piadoso e instruido. Aquí el ignorante soy yo. Si he querido bromear dispénsenme todos: yo soy así.

      -Gracias -repuso el presbítero visiblemente contrariado-. ¿Ahora salimos con esa? Bien sé yo, bien sabemos todos que las ideas que Vd. ha sustentado son las suyas. No podía ser de otra manera. Usted es el hombre del siglo. No puede negarse que su entendimiento es prodigioso, verdaderamente prodigioso. Mientras Vd. hablaba, yo, lo confieso ingenuamente, al mismo tiempo que en mi interior deploraba error tan grande, no podía menos de admirar lo sublime de la expresión, la prodigiosa facundia, el método sorprendente de su raciocinio, la fuerza de los argumentos... ¡Qué cabeza, señora doña Perfecta, qué cabeza la de este joven sobrino de usted! Cuando estuve en Madrid y me llevaron al Ateneo, confieso que me quedé absorto al ver el asombroso ingenio que Dios ha dado a los ateos y protestantes.

      -Sr. D. Inocencio -dijo doña Perfecta, mirando alternativamente a su sobrino y a su amigo- creo que Vd. al juzgar a este chico, traspasa los límites de la benevolencia... No te enfades, Pepe, ni hagas caso de lo que digo, por que yo ni soy sabia, ni filósofa, ni teóloga, pero me parece que el señor don Inocencio acaba de dar una prueba