muy señor mío y mi dueño...
Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia de un gran valer o de una alta posición en la comarca. Cuando el orgulloso jinete se apartó y por breve momento se detuvo hablando con dos guardias civiles que llegaron al camino, el viajero preguntó a su guía:
-¿Quién es este pájaro?
-¿Quién ha de ser? Caballuco.
-¿Y quién es Caballuco?
-Toma... ¿pero no le ha oído Vd. nombrar? -dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del sobrino de doña Perfecta-. Es un hombre muy bravo, gran jinete, y el primer caballista de todas estas tierras a la redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es... dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de Dios... Ahí donde Vd. le ve, es un cacique tremendo, y el gobernador de la provincia se le quita el sombrero.
-Cuando hay elecciones...
-Y el gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha vuecencia en el rétulo... Tira a la barra como un San Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier dinero, porque lo mismo es para un fregado que para un barrido... Favorece a los pobres, y el que venga de fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo de Orbajosa, ya puede verse con él... Aquí no vienen casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado, todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo; pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído Vd. nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la facción de más allá... Y como ahora andan diciendo que vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto, tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.
Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de caballería andante que aún subsistía en los lugares que visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas, porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó, diciendo de mal talante:
-La guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el gobernador de la provincia y yo...
-¿Va Vd. a X...?
-No, que el gobernador viene acá, Sr. Licurgo; sepa Vd. que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.
-Sí -dijo vivamente el viajero, sonriendo-. En Madrid oí decir que había temor de que se levantaran en este país algunas partidillas... Bueno es prevenirse.
-En Madrid no dicen más que desatinos... -exclamó violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla-. En Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par de quintas seguidas? ¡Por vida de...!, que si no hay facción debería haberla. Con que Vd. -añadió, mirando socarronamente al caballero-, ¿con que Vd. es el sobrino de doña Perfecta?
Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo enfadaron al joven.
-Sí señor -repuso-. ¿Se le ofrece a Vd. algo?
-Soy muy amigo de la señora y la quiero como a las niñas de mis ojos -dijo Caballuco-. Puesto que Vd. va a Orbajosa, allá nos veremos.
Y sin decir más, picó espuelas a su corcel, el cual partiendo a escape desapareció entre una nube de polvo.
Después de media hora de camino, durante la cual el Sr. D. José no se mostró muy comunicativo, ni el Sr. Licurgo tampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejo caserío asentado en una loma, y del cual se destacaban algunas negras torres y la ruinosa fábrica de un despedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredes deformes, de casuchas de tierra pardas y polvorosas como el suelo, formaba la base, con algunos fragmentos de almenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzaban sus miserables frontispicios de adobes, semejantes a caras anémicas y hambrientas que pedían una limosna al pasajero.
Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata, el pueblo, refrescando al pasar algunas huertas, única frondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente en caballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño, daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyo aspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte que de prosperidad y vida. Los repugnantes mendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino, pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo. No podían verse existencias que mejor cuadraran en las grietas de aquel sepulcro, donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino también podrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunas campanas tocando desacordemente, indicaban con su expresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.
Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geografía caldea o cophta sino en la de España figura con 7.324 habitantes, ayuntamiento, sede episcopal, partido judicial, seminario, depósito de caballos sementales, instituto de segunda enseñanza y otras prerrogativas oficiales.
-Están tocando a misa mayor en la catedral -dijo el tío Licurgo-. Llegamos antes de lo que pensé.
-El aspecto de su patria de Vd. -dijo el caballero examinando el panorama que delante tenía-, no puede ser más desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa, cuyo nombre es sin duda corrupción de urbs augusta, parece un gran muladar.
-Es que de aquí no se ven más que los arrabales -afirmó con disgusto el guía-. Cuando entre usted en la calle Real y en la del Condestable, verá fábricas tan hermosas como la de la catedral.
-No quiero hablar mal de Orbajosa antes de conocerla -dijo el caballero-. Lo que he dicho no es tampoco señal de desprecio; que humilde y miserable lo mismo que hermosa y soberbia, esa ciudad será siempre para mí muy querida, no sólo por ser patria de mi madre, sino porque en ella viven personas a quienes amo ya sin conocerlas. Entremos, pues, en la ciudad augusta.
Subían ya por una calzada próxima a las primeras calles, e iban tocando las tapias de las huertas.
-¿Ve Vd. aquella gran casa que está al fin de esta gran huerta por cuyo bardal pasamos ahora? -dijo el tío Licurgo, señalando el enorme paredón revocado de la única vivienda que tenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.
-Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?
-Justo y cabal. Lo que vemos es la parte trasera de la casa. El frontis da a la calle del Condestable, y tiene cinco balcones de hierro que parecen cinco castillos. Esta hermosa huerta que hay tras la tapia es la de la señora, y si Vd. se alza sobre los estribos la verá toda desde aquí.
-Pues estamos ya en casa -dijo el caballero-. ¿No se puede entrar por aquí?
-Hay una puertecilla; pero la señora la mandó tapiar.
El caballero se alzó sobre los estribos y alargando cuanto pudo la cabeza, miró por encima de las bardas.
-Veo la huerta toda -indicó-. Allí bajo aquellos árboles está una mujer, una chiquilla... una señorita...
-Es la señorita Rosario -repuso Licurgo riendo.
Y al instante se alzó también sobre los estribos para mirar.
-¡Eh!, señorita Rosario -gritó, haciendo con la derecha mano gestos muy significativos-. Ya estamos aquí... aquí le traigo a su primo.
-Nos ha visto -dijo el caballero, estirando el pescuezo hasta el último grado-. Pero si no me engaño, al lado de ella está un clérigo... un señor sacerdote.
-Es el señor Penitenciario -repuso con naturalidad el labriego.
-Mi