Benito Pérez Galdós

La Fontana de Oro


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      Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

      Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

      Era Pascuala una mujer que formaba a su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

      Acercose a la joven, y misteriosamente le dijo:

      «¿Sabe usted lo que me ha pasao?».

      -¿Qué? -dijo Clara alarmada.

      -Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

      -¿Y qué?

      -¿Qué? Nada, sino que me ha asustao, porque me dijo quería entrar, y como estamos solas pensé que me pasaría algo... porque como es una así tan guapetona... y no tiene una mala cara... Ya ve usted.

      -¡Ah! ¿El oficial aquel del otro día?... ¿Y dices que se quería meter aquí?

      -Sí; y después me preguntó por usted.

      -¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

      -Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. Él me dijo que quería entrar a hablar conmigo... Pero, vamos... yo soy muy maliciosa, y yo me malicio...

      -¿Qué?

      -A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona...

      -No tengas cuidado -dijo Clara riendo-. Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero...

      -¿Mi Pascual? No lo sabrá... Si llegara a saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos a Pascuala...

      Advirtamos que esta fregona tenía por novio a un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona, habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

      «Pues como Pascual lo llegue a saber...».

      -Pero yo soy muy pícara... y se me ha puesto en la cabeza... ¿sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

      -¿Qué?

      -Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

      -¿Por mí? No seas tonta -replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

      -¿Le dejo entrar?

      -No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas a hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

      -Yo me malicio... aunque una sea así tan guapetona... Yo me malicio que a mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa... porque, al fin, siempre una es criada y él un caballero... Pues parece persona muy principal. Digo... ¿Le dejo entrar?

      -¡Jesús, Pascuala, no lo vuelvas a decir! -exclamó seriamente Clara-. ¿Pero a qué quiere entrar aquí ese caballero?

      -Toma, a verla a usted.

      -¿Y para qué quiere verme a mí?

      -Toma, para verla.

      -¡Qué ocurrencia! -murmuró pensativa.

      En esto se sintió un campanillazo. Abrieron, y entró Coletilla.

      Las dos muchachas seguían su coloquio cuando sintieron en la calle rumor de voces agitadas, algunos gritos y pasos precipitados. Asomáronse los tres, y vieron que discurrían varios grupos por la calle. Los chisperos más famosos del barrio dejaban sus hierros y salían en busca de aventuras. Coletilla lanzó una mirada de rencoroso desdén sobre los transeúntes, y cerrando con estrépito el balcón, dijo:

      «¡Otra asonada!».

      Las dos muchachas temblaron acordándose del miedo que tuvieron pocas noches antes.

      «¡Ay, cuándo se acabarán estas cosas!» observó Clara.

      -¡Pronto! -dijo con sequedad el viejo, sentándose y tomando una carta que había sobre la mesa.

      La leyó; después tomó su capa y su sombrero, y dijo a las chicas:

      «Voy a salir; tengo que hacer: no volveré en toda la tarde. Mi sobrino llegará esta noche a eso de las ocho: yo no vendré hasta las diez lo más temprano. Que me espere aquí».

      Y embozándose en su capa, miró un triste reloj, que contaba con tristísimo compás la vida en el testero de la sala.

      «No abráis a nadie: cuidado, cuidado con la puerta. Echad todos los cerrojos. Cuando venga mi sobrino, dadle algo que comer y que me aguarde».

      -¿Pero cómo va usted a salir con esos alborotos? -dijo Clara con temor-. No nos deje usted solas: tenemos mucho miedo.

      -¡A mí! ¿Qué me han de hacer a mí? ¡Ay de ellos! -murmuró con ahogado furor-. Tened cuidado con la puerta os repito.

      Y después, como hablando consigo mismo, dijo en voz baja:

      «Sí: es preciso tomar una determinación... buena determinación».

      Clara pudo oírlo, y pensó en la cómoda, en el traje, en las flores, en el cuchillo y en la determinación, en aquella maldita determinación que no conocía. Pero aun esto, que la tuvo cabizbaja y melancólica un buen rato, no fue bastante para quitarle la felicidad que aquel día rebosaba en su alma.

      Capítulo IX

       Los primeros pasos

       Índice

      Los grupos de la calle crecían. La población toda presentaba ese aspecto extraño y desordenado que no es tumulto popular, pero sí lo que le precede. Era el 18 de Septiembre de 1821. La mayor parte de los habitantes de Madrid estaban en la calle. El ansioso «¿qué hay?» salía de todas las bocas. En tales ocasiones basta que se paren dos para que en seguida se vayan adhiriendo otros hasta formar un espeso grupo. Entonces todos los que vemos nos parecen malas caras. El accidente más curioso en tales días es el que ofrece la llegada de la persona que se supone enterada de lo que va a haber. Rodéanle: el enterado se hace de rogar, principia a hablar en lenguaje simbólico para aumentar la curiosidad, sienta por base que sin la más profunda discreción y la promesa de guardar el secreto no puede decir lo que sabe. Todos le juran por lo más sagrado que guardarán el secreto, y, por fin, el hombre empieza a contar la cosa con mucha obscuridad; excitado por los oyentes, se decide a ser claro, y les encaja tres o cuatro bolas de tente-tieso, que los otros se tragan con avidez, desbandándose en seguida para ir a vomitarla en otros grupos: tan indigestos son esta clase de secretos.

      La tarde a que nos referimos era casualmente cierto lo que nuestro amigo Calleja, enterado oficial de la Fontana, contaba en uno de los grupos formados en la Carrera.

      «Pues qué, ¿no saben ustedes? -decía, bajando la voz y haciendo unos gestos dignos del único espartano que, escapado en las Termópilas, llevó a Atenas la noticia de aquella catástrofe memorable-. ¿No saben ustedes? Pues no hay más sino que mañana habrá procesión cívica en honor de Riego, cuyo retrato será paseado por todas las calles de la Corte».

      -Bien, bien -dijo uno de los oyentes-. ¿Íbamos a consentir que se maltratara al héroe de las Cabezas, al fundador de las libertades de España?

      -Pues lo grave es que el Gobierno está decidido a que no haya procesión. Pero es cosa decidida.