Janice Wicka

Hierbas Mágicas


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su vida sin sufrir ni un leve resfriado, porque su organismo resistirá y, cuando mucho, sentirá una leve irritación sintomática nasal que no durará ni un día.

      En los primeros nueve meses de vida y en los últimos años de esta, nuestro cuerpo es más débil y nuestras defensas están más bajas, pero incluso en estos periodos se puede gozar de una vida sana gracias a la utilización de ciertas hierbas mágicas.

      La hipocondría o el enfermo imaginario

      Antes hemos apuntado que buena parte de las enfermedades y males que nos aquejan son psicosomáticos, es decir, que nacen primero en la mente y que pueden convertirse en una enfermedad real, como también hemos señalado que somos seres influenciables y que a veces creemos que estamos enfermos sólo porque no respondemos al patrón social que nos circunda, por moda o porque alguien nos dice que parecemos enfermos, lo estemos o no.

      La hipocondría se parece a estos casos pero, a diferencia de ellos, es la persona la que crea y recrea todo tipo de males sobre sí misma y, si no se enferma, se provoca los síntomas. Cuando la hipocondría o el sentirse eternamente enfermo por el puro gusto de estarlo llega a extremos de autolesionarse o intoxicarse para sufrir o remedar la enfermedad que se desea, se convierte en un trastorno obsesivo que las series televisivas de médicos y enfermeras llaman Síndrome de Münchhausen, y que es en sí mismo una enfermedad que, cuando el cuerpo no da para más o para enfermarse, se puede trasladar a los hijos, a los abuelos o a quien se tenga más cerca, envenenándolos, intoxicándolos o hiriéndolos para que parezcan realmente enfermos.

      “De médico, poeta y loco todos tenemos un poco”, dice mi abuela, y a todos nos gusta dar y recibir consejos de salud, medicar a quien tenemos a la mano, y automedicarnos porque nos han dicho que tal o cual medicina es mano de santo. Lo mismo hacemos con las hierbas mágicas: las recomendamos si nos han servido y las satanizamos si no nos han curado o no nos han hecho el efecto deseado, cuando debe ser una persona experta la que nos indique el uso y la dosis, porque no hay enfermedades, sino enfermos.

      La enfermedad como hecho cultural

      En Europa se esconde a la muerte y a los enfermos, mientras que en países como México la muerte es algo cotidiano que se celebra, y la enfermedad puede ser un mal de ojo o una envidia que hay que combatir, pero no esconder.

      Mucho se ha gastado en crear conciencia para que algunos males y algunas deficiencias del ser humano sean aceptadas y toleradas por la sociedad: el autismo y el síndrome de Down cada vez son menos rechazados, y se consideran más un estado o una diferencia que una enfermedad.

      Por una parte aparecen nuevos síndromes y males, y por el otro muchas conductas y estados han dejado de ser una enfermedad para ser una simple condición. La homosexualidad, considerada durante siglos como una enfermedad mental, un desorden hormonal, un pecado o una aberración biológica y social, continúa con su lucha de aceptación, y mientras en algunos países empieza a ser tolerada e igualada en derechos —aunque el matrimonio en muchos casos sea más un tormento que un derecho—, en otros países sigue siendo perseguida, atacada, discriminada y hasta condenada con penas de cárcel o muerte física y social. Unos la consideran simplemente un problema identitario social, porque al fin y al cabo el sexo no es más que una función fisiológica como el comer o como el defecar, y moralizarlo o implementarlo como diferenciación social es lo que lo convierte en un problema, porque quien no se acepta en realidad es la persona homosexual, independientemente del país tolerante o represivo donde viva.

      La enfermedad, en suma, es cultural, y muchas veces ha dependido más de las creencias, las religiones y de las leyes que de la ciencia, y ha convertido hechos completamente biológicos, como el sexo, en pecados, enfermedades, desviaciones o productos del mal.

      Las sociedades cambian y las culturas se sincretizan, y lo que ayer era un mal deja de serlo (al menos de cara a la galería y a lo políticamente correcto) para convertirse en una condición, lo que no impide que en el fondo la tolerancia sea falsa o impostada, y que la persona se siga sintiendo mal, enferma o fuera de lugar.

      En algunas culturas la enfermedad provoca empatía y solidaridad, pero en otras sigue provocando antipatía y rechazo, y la gente enferma de uno o de otro lado se ve obligada a comportarse como su ambiente social le exige.

      El embarazo y la menstruación suelen ser ambivalentes, y durante milenios se han considerado enfermedades serias, estados de gravedad infecciosos y con peligro de muerte, e incluso faltas sociales, donde la menstruación se esconde y se finge que no mancha ni duele, y el embarazo fuera del matrimonio o a edades muy tempranas es un error grave.

      Lo aparentemente moderno de aceptar ciertos males y conductas se mezcla con los terrores de la antigüedad que subyacen en todas las sociedades, porque durante milenios la enfermedad fue un pecado, un mal, un contagio, una pandemia capaz de aniquilar al enfermo y a su entorno, como en el caso del sida, que en sus inicios creó verdadero pánico en todo el mundo y se consideró contagioso y letal en la totalidad de los casos, y no una simple enfermedad vírica cuyo contagio exige insistencia y constancia, prácticas determinadas y organismo receptivos a la enfermedad, como el resto de los males físicos, psíquicos y mentales.

      En muchas culturas, las personas que se sienten queridas y aceptadas socialmente enferman menos que las que se sienten rechazadas y despreciadas, mientras que en otras la enfermedad es una forma de despertar afecto, recibir cuidado, atenciones y aceptación. Para unos tener cicatrices, operarse o ir al médico representa todo un prestigio social, pues denota buena economía, cuidado de sí mismo o simplemente diferencia positiva, originalidad, que uno es especial; mientras que para otros esto mismo produce rechazo, desconfianza, indiferencia fingida y desprecio. Unas culturas se medicalizan y otras vuelven o siguen con lo natural, mientras que las personas enfermas sufren o “gozan” su malestar.

      ¿En qué tipo de sociedad o entorno se encuentra usted? ¿En el mundo de los hospitales y las medicinas, o en el mundo de los curanderos? ¿En un ambiente social que le rechaza y se aparta cuando enferma, o en uno que le cuida, le protege y le ayuda a sanar?

      Quizá lo mejor, como siempre, sea el equilibrio donde la enfermedad no es más que un proceso que el cuerpo se encarga de superar con la ayuda de ciertos remedios, como las hierbas mágicas, de un buen estado anímico y de una mentalidad positiva y fuerte.

      III: Hierbas mágicas

      Quiero recalcar y dejar claro que este libro no es un diccionario de herboristería, pues no intenta competir ni copiar grandes obras como el Dioscórides, que son verdaderas enciclopedias de plantas medicinales.

      Lo que yo quiero compartir son mis experiencias mágicas y de salud con las hierbas mágicas con las que trabajo habitualmente y que mejor resultado me han dado a lo largo de los años, con la firme esperanza de que usted las conozca y utilice para el bienestar de su cuerpo, alma, mente y, si puede ser, de su espíritu.

      Por esa razón en unas me extenderé más que en otras, no por sus hermosas cualidades, que todas las plantas y todas las hierbas mágicas las tienen, sino por lo que han representado en mis propias experiencias, en la tradición familiar, donde mi abuela y mis propias creencias juegan un papel fundamental, y algunas tradiciones populares de los países en los que he vivido.

      Por lo tanto, y empezando por mi adorado romero, les ofrezco un compendio de las hierbas mágicas que han sanado mi existencia:

      Las hierbas mágicas que me acompañan

      Romero

      El romero, rosa de María o rosa marina es mi hierba preferida, con la que mejor trabajo y la que mejores resultados me ha dado en mi larga experiencia, tanto en la salud, en la cocina y en la magia.

      Romero (Rosmarinus officinalis).

      Salud:

      El romero es carminativo, es decir, que disminuye la producción de gases en el tubo digestivo, de los cuales solemos producir unos 12 litros diariamente en forma de metano y, siendo más de siete mil millones de seres humanos, con ellos contaminamos el ambiente; además de alterar, cuando exceden dicha cantidad, los procesos digestivos y