Boris Groys

Introducción a la antifilosofía


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      INTRODUCCIÓN A LA ANTIFILOSOFÍA

      Boris Groys

      Con Marx y Kierkegaard se produce en el interior de la filosofía lo que Groys denomina “giro antifilosófico”, la antifilosofía ya no opera por medio de la crítica, sino por medio de consignas, órdenes; y lo que se ordena es transformar el mundo en lugar de explicarlo; esto, evidentemente, no estuvo exento de consecuencias. En esta serie de ensayos tan provocativos como novedosos, Groys relee a los principales antifilósofos contemporáneos. Søren Kierkegaard, Martin Heidegger, Walter Benjamin, Jacques Derrida, pero también otros más marginales, como Lev Shestov y Theodor Lessing, o intelectuales de campos heterogéneos, como Marshall McLuhan, son abordados con una actitud que intenta no dar directivas, pero tampoco retornar a la tradición de la crítica antifolosófica.

      Y en ese proceso, por supuesto, Groys va dando forma y consistencia a sus propios conceptos y motivos: la distancia insalvable entre el ámbito del pensamiento y el ámbito de la vida y la acción, la dialéctica de repetición y novedad, el concepto del “ready-made” como procedimiento filosófico –o más bien antifilosófico–: la recontextualización de una tesis o argumento filosófico para producir un efecto de extrañamiento u otro tipo de intervención en un determinado ámbito de discusión.

      Un abordaje singular de la filosofía y al mismo tiempo un fascinante recorrido por la historia intelectual del último siglo y medio.

      BORIS GROYS

      Introducción a la antifilosofía

      Traducción de Tadeo Lima

      INTRODUCCIÓN

      La filosofía es entendida en la mayoría de los casos como búsqueda de la verdad. De allí que en nuestro tiempo ya no se la practique muy a menudo, lo cual obedece a dos razones. En primer lugar, al hecho de que a través del estudio de la historia de la filosofía se llega en general a la conclusión de que la verdad es inalcanzable, y de que no tendría entonces mucho sentido ponerse a buscarla. Y, en segundo lugar, porque uno tiene la sensación de que, aun si existiera la verdad, encontrarla sería solo la mitad de la cuestión. Mucho más difícil sería vender esa verdad que se ha encontrado y poder vivir de ello en condiciones materiales relativamente seguras. La experiencia indica que no se puede sortear esa tarea. El actual mercado de verdad parece más que saturado. El consumidor potencial de verdad se ve confrontado con la misma sobreabundancia que en otros segmentos del mercado. Desde todos lados nos vemos realmente atacados por una publicidad de la verdad. En todas partes encontramos verdades, y en todos los medios, ya sean estas verdades científicas, religiosas, políticas o relativas a la vida práctica. El que busca la verdad calcula pues las pocas chances que tendría de dar al público ese tesoro al que quizás encuentre, y abandona su búsqueda a tiempo. En lo que respecta a la verdad, el hombre actual está equipado entonces con dos convicciones fundamentales que coexisten en su interior: que no hay ninguna verdad y que hay demasiada verdad. Estas dos convicciones parecen contradecirse, pero ambas llevan a la misma conclusión: la búsqueda de la verdad no es un buen negocio.

      Ahora bien, esta escena descripta aquí como la escena actual de la búsqueda de la verdad es a su vez la escena originaria de la filosofía. En pequeño formato, puede observarse en el ágora griega en la época en que el primer consumidor modélico de verdad, Sócrates, comenzó a someter a prueba la oferta de verdades disponible entonces en el mercado. Los sofistas afirmaban haber encontrado verdades y las habían puesto en venta. Pero Sócrates, como es sabido, no se definía como sofista, sino como filósofo, es decir, como aquel que ama la verdad (la sabiduría, el conocimiento, la sofía), pero que no la posee. O, dicho de otra manera: como aquel que si bien no tiene ninguna verdad a la venta sí está dispuesto de buen grado a adquirir una, siempre y cuando pueda ser convencido de que efectivamente se trata allí de la verdad y no de la mera apariencia de la verdad. El cambio de la posición de sofista a la posición de filósofo es el cambio de la producción de la verdad al consumo de la verdad. El filósofo no es un productor de verdad. Tampoco es un buscador de verdad en el sentido en que hay buscadores de tesoros o de materias primas. El filósofo es el hombre sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades. Y ahora está tratando de orientarse allí para encontrar al menos la señal de salida.

      A menudo, se lamenta el hecho de que la filosofía no se haya desarrollado en el trascurso de su historia, que no produzca resultados ni exhiba progreso alguno. Pero sería absolutamente catastrófico que la filosofía se desarrollara históricamente, porque, si bien es cierto que la situación del productor de verdad se transforma con el tiempo, la situación del consumidor de verdad permanece siempre igual. Lo que cambia es solo la oferta de verdad, pero no el desconcierto del consumidor ante dicha oferta. Toda “auténtica” filosofía no es más que la articulación lingüística de ese desconcierto. Ahora, ¿por qué debería articularse y formularse ese desconcierto? ¿Por qué no callar, simplemente?

      Sócrates ofrece, de hecho, una imagen con la que ya estamos familiarizados: la de ese consumidor receloso, crónicamente insatisfecho, permanentemente malhumorado y discutidor. Cada vez que Sócrates se pone a escuchar los bellos discursos de los sofistas, arruina el buen clima encontrando algún déficit o insuficiencia lógica que de no ser por él no le hubiera interesado ni molestado a nadie. Solemos toparnos con este tipo de figuras en nuestra cotidianeidad, en negocios, hoteles y restaurantes. Están siempre insatisfechos, les gusta discutir con el personal y les ponen los nervios de punta a otros consumidores. Ante estos personajes molestos y enervantes, uno no puede evitar añorar los buenos viejos tiempos en los que se los podía hacer callar rápidamente con ayuda de una copa de cicuta.

      Por otro lado, la argumentación crítica en el caso de Sócrates resulta sumamente ambivalente. Cuando uno escucha a Sócrates, no queda del todo claro, en cada caso individual, si interviene como un consumidor concienzudo que critica la oferta de verdad disponible aquí y ahora pero que no renuncia a la esperanza de poder aún ser confrontado en algún momento con la verdadera verdad; o si se opone de un modo fundamental a que la verdad sea tratada como mercancía y lanzada al mercado. Todo indica que la segunda suposición sería más probable. Sócrates es el auténtico inventor de la crítica del mercado. Para Sócrates, el mero hecho de que una determinada oferta de verdad funcione como mercancía en el marco de una economía de mercado es razón suficiente para rechazarla. La exposición de todas las otras insuficiencias y contradicciones que Sócrates descubre por añadidura en cada oferta de verdad individual puede resultar aleccionadora e interesante per se, pero es esencialmente superflua para el gesto general de rechazo. La constatación de que se está comercializando una doctrina de la verdad, la intuición de la forma de mercancía que adopta la verdad en cuestión, el descubrimiento de los intereses económicos que se esconden detrás de la formulación y divulgación de esa doctrina resultan suficientes para rechazar su pretensión de verdad. De Sócrates, pasando por Marx, a la teoría crítica de proveniencia frankfurtiana, rige que la verdad, cuando se presenta como mercancía, deja de ser una verdad. Lo cual significa, en definitiva, que no hay en general ninguna verdad. Porque bajo las condiciones de la economía de mercado ninguna doctrina de la verdad puede sustraerse al estatus de mercancía. Permanece, sin embargo, esa “débil esperanza mesiánica” –tan frecuentemente postulada– en el advenimiento de una verdad más allá de la verdad, de una verdad absolutamente diferente. Esta no se presentaría ya como verdad ni como doctrina, libro, teoría o método; tampoco sería consciente o inconsciente, y se sustraería así de manera fundamental a su posible comercialización. Pero es manifiesto que esa esperanza solo se postula para poder desilusionarse una y otra vez.

      Por otra parte, dicha esperanza puede ser diagnosticada ya en Platón. En su alegoría de la caverna describe la figura de un buscador de verdad que ha logrado ver la verdad y regresa a su lugar entre los hombres para informarlos sobre su vivencia. En la alegoría de la caverna no se trata entonces de un filósofo, como a menudo se supone (pues al filósofo le está vedada la contemplación de la verdad), sino de un sofista; pero de un verdadero sofista, cabría decir, un sofista que efectivamente ha visto la verdad. Pero, precisamente porque la ha visto, está hasta tal punto enceguecido y subyugado