de esta duda, por otro lado, no es más un tiempo histórico, porque ya no exhibe la forma de la reflexión histórico-dialéctica. La multiplicación potencialmente infinita de lo banal más allá de cualquier dialéctica histórica se corresponde con la duda infinita de una subjetividad que se ha vuelto infinita. Esta duda solo puede ser interrumpida mediante un salto, mediante una decisión que sin embargo no la supera de manera definitiva: las evidencias son definitivas, pero las decisiones son revisables. El salto existencial no pone fin a la duda, tan solo la manifiesta.
La sospecha de la diferencia oculta en lo banal abre la posibilidad de una estrategia que compensa sobradamente la célebre pérdida del aura a manos de la reproductibilidad técnica que Benjamin diagnosticaría en su momento. No es casual que Arthur Danto comience su discusión del procedimiento de ready-made, por el que el artista toma un objeto de una serie producida en masa y lo declara como obra de arte, con una referencia a Kierkegaard.3 La decisión de escoger precisamente este objeto como obra de arte resulta tan infundada como la elección de un hombre como Dios en ausencia de una diferencia visible respecto de los otros objetos o seres humanos. Pero en lugar de reaccionar a la aparición de lo banal con resignación, como Hegel, o con desprecio, como Nietzsche más tarde, Kierkegaard intenta encontrar los recursos teóricos para valorizar lo banal como objeto legítimo de la reflexión filosófica.
En efecto, la pregunta por la relación para con la banalidad de la vida moderna se encuentra ya en el centro del primer escrito importante de Kierkegaard, O lo uno o lo otro. Allí se construye la antítesis entre dos posiciones radicales inconciliables: una estética y una ética. El esteta quiere huir de la banalidad de su existencia. Permanentemente cambia de máscaras e identidades culturales. Convierte su vida en un teatro en el que él mismo adopta todos los roles que pone a su disposición la historia de las formas culturales superadas e incorporadas a la literatura y los museos. Kierkegaard describe la figura del esteta con abierta simpatía. El deseo de escapar a la monotonía de la vida en una pequeña ciudad provinciana –como lo era entonces sin lugar a dudas Copenhague– resulta más que comprensible. Y el único lugar donde uno puede huir en esas circunstancias es la propia imaginación, poblada por aquellas formas que han sido tomadas de la historia, la literatura y el arte, y resultan ciertamente más fascinantes que el burgués promedio de Copenhague.
Kierkegaard descubre sin embargo que la verdadera constitución interna del esteta es una profunda desesperación, que describe tanto en la sección “Diapsalmata” como, en colores aún más drásticos, en la titulada “El más desdichado”. El número potencialmente infinito de actitudes, roles e identidades que puede adoptar el esteta evidentemente excede la finitud del tiempo del que, como cualquier otro hombre, dispone para su vida. El esteta descubre su propia existencia en el mundo como limitación, carencia y derrota. De allí surge la desesperación de sí mismo y de su propia finitud, que resulta ser el estado anímico fundamental del esteta. Si bien Kierkegaard retrata esta desesperación autoinfligida del esteta con un dejo de alegría en el mal ajeno, valora la actitud del esteta como un primer paso indispensable –aunque sea bajo una forma negativa– hacia el autodescubrimiento. Cuando el esteta se descubre a sí mismo como su propio límite y desespera de sí, ese descubrimiento abre al mismo tiempo la posibilidad de una posterior valoración positiva. Porque es una desesperación todavía más radical la que conduce a la actitud ética, es decir, a la resolución de aceptar la propia existencia en toda su banalidad.
Kierkegaard parece seguir allí el conocido método de la dialéctica hegeliana: la negación radicalizada se invierte en positividad. La dirección de sus ataques teóricos también parece ser la misma. Kierkegaard argumenta contra el “alma bella” romántica, que se pierde en infinitudes ficticias, instándola a reconocer y aceptar de una vez la realidad. La diferencia con Hegel parece ser mínima en un primer momento.
Pero esta diferencia resulta más tarde decisiva. El hombre ético de Kierkegaard no elige su propia existencia merced a una mejor intelección, ni a partir de un convencimiento, de una necesidad interior o de alguna evidencia descubierta a último momento. El acto de su elección de sí mismo no supera la desesperación interior. El hombre ético de Kierkegaard no se convierte en sí mismo. Más bien se elige a sí mismo como una nueva máscara entre muchas otras. La distancia infinita entre su interioridad y su existencia ética exterior y banal permanece insalvable: no hay ninguna evidencia interior que lo lleve a una síntesis. Más bien puede afirmarse que mediante su elección de sí mismo el hombre ético se coloca a una distancia aún mayor respecto de sí mismo que lo que jamás lo hiciera el esteta.
Esta constatación nos obliga a preguntar con mayor exactitud por la constitución de la elección existencial, es decir, de la elección de sí mismo. Esta elección no significa de ninguna manera un cambio del estado en el que se encuentra permanentemente el que elige. Si se produjera un cambio de ese tipo la elección sería todavía estética. La elección existencial más bien significa una renuncia a la búsqueda de la transformación. Una elección como esta no conduce evidentemente fuera de la interioridad de la desesperación, sino que la radicaliza, dotándolo a uno de la capacidad de observarse y elegirse a sí mismo como una especie de pieza de museo digna de ser conservada.
Así, la existencia promedio de un burgués casado, domesticado y de un comportamiento programáticamente banal –que es como Kierkegaard describe a su hombre ético B.– adquiere una dignidad y un valor infinitos mediante la suposición de que detrás de la máscara de esa existencia banal se oculta la desesperación más profunda que pueda haber existido en toda la historia universal, y que se ha ganado de esa forma su lugar en ella. A diferencia de Hegel, entonces, a Kierkegaard no lo preocupa tanto la realidad exterior. Y cuando menos lo preocupa es precisamente cuando escoge dicha realidad como signo de su desesperación radical. Lo único importante para Kierkegaard es crear la posibilidad, para sí mismo tanto como para sus contemporáneos, de volver a encontrar la entrada a la historia universal del espíritu después de que Hegel fijase sobre su puerta una placa con la inscripción “cerrada para siempre”. Kierkegaard sabía, por supuesto, que su contemporáneo de Copenhague apenas tenía alguna chance de encontrar un lugar en los espacios interiores del espíritu, ya que claramente no era nada especial en comparación con los Platones, Cicerones y Cleopatras. Este contemporáneo tenía, pues, que ser elegido por lo que ocultaba dentro de sí. Y si exteriormente no aparentaba nada determinado, por eso mismo tenía que tener todo oculto dentro de sí.
La elección de sí mismo se efectúa entonces para Kierkegaard desde una distancia interior que hace imposible una identificación consigo mismo: la elección de sí mismo en modo alguno significa una aceptación de o un acuerdo consigo mismo. Al respecto, puede resultar particularmente esclarecedor que en el capítulo de O lo uno o lo otro dedicado a la actitud ética, la situación del hombre ético B., que llega a y relata la elección de sí mismo, es descripta como la situación contraria a aquella en la que se encontraba el propio Kierkegaard en el momento de la redacción del texto. Kierkegaard completó su texto en Berlín, inmediatamente después de haber disuelto, sin ofrecer ninguna razón atendible, su compromiso con Regina Olsen. Kierkegaard había llegado con ello a una decisión que parecía tener también la forma de una elección arbitraria e infundada, pero que al mismo tiempo representaba lo contrario de la elección existencial tal como se la describe en los papeles del hombre ético B. De ninguna manera se trata allí de una autoironía solo accesible para el autor. La ruptura con Regina Olsen había causado sensación precisamente en los círculos sociales de la pequeña ciudad de Copenhague entre los que Kierkegaard podía suponer que se hallarían los lectores de su escrito. El libro estaba, pues, conscientemente dirigido a lectores que sabían muy bien que la figura del hombre ético que se elige a sí mismo casándose e integrándose por completo a la vida familiar no se correspondía en absoluto con la figura real de Kierkegaard. Es decir que no era posible que la elección fuese malinterpretada como una reconciliación de Kierkegaard con el rol social previsto para él. El comportamiento público de Kierkegaard más bien se correspondía con la figura del esteta, descripto en O lo uno o lo otro como un seductor inescrupuloso que juega con los sentimientos de las muchachas inocentes. Y esa es también la forma en la que Kierkegaard se presentó ante Regina Olsen en la escena de su despedida, si cabe confiar en los indicios que ofrece su correspondencia.4
Mucho