tal que se impone al individuo y que este solo puede aspirar a dilucidar mediante la reflexión. También Baudrillard tematiza una y otra vez la imposibilidad de adivinar el sentido o la realidad detrás de la superficie de las cosas, subrayando explícitamente que esta imposibilidad es una consecuencia de una estrategia del mundo o del objeto mismo –como lo formula–, que la subjetividad no puede más que recrear.13
Bajo el shock de los análisis kierkegaardianos de la evidencia racional, han surgido pues discursos filosóficos que aplican la paradoja existencial misma como creadora de sistema. El lugar de la duda no es allí el hombre, sino el Ser que duda de sí mismo, el lenguaje que duda de sí mismo, o la escritura que duda de sí misma. Y todos ellos dudan del hombre, que en consecuencia es dotado con el inconsciente, formado por esa duda en el individuo: el hombre ya no puede ver más a través de sí mismo, pero a todos los otros les resulta mucho más sencillo ver a través de él. La subjetividad da la impresión de haber sido despachada de ese modo, porque se la despoja de su principio constitutivo: la duda. Lo único que le es lícito ahora es adherirse a la duda objetiva de los sistemas en ella misma, pues esta duda sistémica es concebida como infinita (como trabajo infinito de la diferencia, juego infinito de signos, deseo infinito, etc.), ante la cual la subjetividad del individuo permanece finita.
Se produce así una situación realmente paradójica: la subjetividad se ve confrontada en el discurso filosófico actual con una descripción de situación que si bien proviene en lo esencial de Kierkegaard es presentada a la manera de Hegel, a saber: como una necesidad que se produce sistémicamente y que al individuo solo le cabe aceptar. Toda la diferencia se reduce a que antes la subjetividad debía adherir a la evidencia interna infinita del sistema, es decir, del espíritu absoluto, mientras que ahora se ve obligada a suscribir la duda interna del sistema en sí mismo, no menos infinita y absoluta. Es por eso que la escritura filosófica de Kierkegaard se lee hoy con sentimientos mezclados. Sus análisis, por un lado, parecen sumamente actuales. Pero, por otro lado, al lector que ha interiorizado los usos lingüísticos actuales, el lenguaje de la filosofía del sujeto empleado por Kierkegaard le resulta anticuado, y casi automáticamente intenta traducirlo al lenguaje de los discursos posestructuralistas, sobre todo porque esa traducción es bastante asequible y ya ha sido realizada varias veces. En esta perspectiva, Kierkegaard obtiene un lugar histórico determinado como aquel que aun en el lenguaje de la filosofía del sujeto ensayó por primera vez un tránsito desde la construcción de las evidencias a su deconstrucción.
De esa manera se pasa por alto, sin embargo, algo que para Kierkegaard tenía una importancia decisiva: su lucha contra la historización del individuo, su intento de abrirle a la subjetividad una puerta de salida de su destino histórico. Para Kierkegaard su propio pensamiento y su propia duda no eran universalizables, ni podían ser objetivados en la forma de un sistema. Hasta su propio nombre suena como uno más en la serie de distintos seudónimos cuando se enumeran sus escritos. Pero es sobre todo al crear esa ambivalencia entre sus roles como autor y como héroe de sus propios textos –ambivalencia que permanece irresoluble– que Kierkegaard escenifica el secreto de su propia subjetividad. Esta novedosa construcción literaria seguramente induce a que se la interprete como una descripción del mundo radicalmente nueva. Pero ese tipo de interpretación olvida que la construcción literaria de Kierkegaard funciona independientemente de con qué descripción del mundo se confronte a su héroe. Ya sea que deba dar su aprobación a las construcciones infinitas de Hegel, o a sus no menos infinitas deconstrucciones, la subjetividad finita del individuo se halla en la misma situación.
El propio Kierkegaard en los últimos años de su vida hizo profesión de una posición “real” en el mundo “real”, trabándose en una contienda abierta con la cristiandad danesa oficial, la cual de manera directa o indirecta domina sus últimos escritos. Kierkegaard pareció haber abandonado con ello el teatro de la subjetividad para trasladarse a la realidad de la fe. Pero en modo alguno “siguió adelante” por eso. Él mismo ironizó sobre una interpretación de este tipo en una de sus cartas:
[…] todo lo moderno sigue adelante… Uno “sigue adelante” como la fe — al sistema, ¡uno asciende! Uno “sigue adelante” como “el individuo” — a la comunidad, ¡uno asciende! Uno “sigue adelante” como la subjetividad — a la objetividad, ¡uno asciende!, y así sucesivamente, y así sucesivamente14
Si Kierkegaard firmó sus textos filosóficos más importantes, Migajas filosóficas y Postscriptum definitivo no científico a Migajas filosóficas, con el seudónimo Johannes Climacus, firmó en cambio La enfermedad mortal. Una exposición cristiano-psicológica para edificar y despertar con el seudónimo Anti-Climacus, con lo cual el lector puede pensar tanto en un movimiento ascendente como en uno descendente. Pero en esa misma carta Kierkegaard agrega: “Climacus = Anti-Climacus, ese sería para mí un epigrama feliz”. Nuevamente surge allí una identidad que oculta y torna irreconocible la diferencia entre lo más alto y lo más bajo. La escritura de Kierkegaard no es pues otra cosa que una introducción a la infinitud de la duda subjetiva, y fue practicada por su autor hasta el final como una escritura provisoria y nunca como descriptiva y conclusiva.
1 Boris Groys, Kierkegaard. Ausgewählt und vorgestellt von Boris Groys, Múnich, Eugen Diederichs, 1996, p. 328.
2 El término Aufklärung, con el que se designa en alemán a la Ilustración, se deriva del verbo aufklären, “esclarecer”. Lo mismo vale para el sustantivo Aufklärer, con el que se designa al integrante o seguidor de dicho movimiento y que vertemos como “ilustrado”. Vale la pena señalar que este último tiene un matiz activo y transitivo imposible de recoger en la traducción [N. del T.].
3 Arthur C. Danto, Die Verklärung des Gewöhnlichen. Eine Philosophie der Kunst, Frankfurt, Suhrkamp, 1984, pp. 17 y ss. [La transfiguración del lugar común, Barcelona, Paidós, 2002].
4 Carta a Emil Boesen del primero de enero de 1842, en Søren Kierkegaard, Briefe, Düsseldorf, Eugen Diederichs Verlag, 1955, p. 82.
5 Theodor W. Adorno, Kierkegaard, Frankfurt, Suhrkamp, 1962, p. 70. [Kierkegaard, Caracas, Monte Ávila, 1971].
6 Jean-Paul Sartre, L’Être et le néant, París, Gallimard, 1943, p. 105. [El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 1966].
7 John Langshaw Austin, Zur Theorie der Sprechakte, Stuttgart, Reclam, 1972. [Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982].
8 Martin Heidegger, Die Grundbegriffe der Metaphysik, Frankfurt, Vittorio Klostermann, 1983, pp. 117 y ss. [Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, Madrid, Alianza, 2007].
9 Regina Olsen, carta a Henrik Lund del 10 de septiembre de 1856, en Søren Kierkegaard, Briefe, ob. cit., p. 278.
10 Michail M. Bachtin, Literatur und Karneval. Zur Romantheorie und Lachkultur, Frankfurt, Suhrkamp, 1990.
11 “Propiamente consumable es por ello solo lo que ya es. Lo que empero ante todo es es el ser. El pensar consuma la referencia del ser a la esencia del hombre. No hace ni efectúa esta referencia. […] El pensar, por el contrario, se deja requerir por el ser para decir la verdad del ser” (Martin Heidegger, Platos Lehre von der Wahrheit. Mit einem Brief über den “Humanismus”, Múnich/Berna, Franke, 1975, pp. 53-54 [“Carta sobre el ‘Humanismo’”, en Hitos, Madrid, Alianza, 2000, pp. 259-297]).
12 Jacques Derrida, Falschgeld, Múnich, Wilhelm Fink, 1993, p. 191. [Dar (el) tiempo. 1. La moneda falsa, Barcelona, Paidós, 1995].
13 “No solamente ha desaparecido el mundo del horizonte de la simulación, sino que la pregunta misma sobre su existencia ya no puede ser planteada. Pero tal vez esto sea una astucia del propio mundo” (Jean Baudrillard, Das Perfekte Verbrechen, Múnich, Matthes & Seitz, 1996, p. 16 [El crimen perfecto. Madrid, Anagrama, 1996]).
14 Carta a Rasmus Nielsen del 4 de agosto de 1849, en Søren Kierkegaard, Briefe, ob.