puede intentar escaparse de un modo “inauténtico” (uneigentlich). Pero la angustia que anticipa la muerte fuerza al individuo a esa decisión también sin su consentimiento, y aunque este pase por alto subjetivamente la posibilidad de su muerte. Heidegger concuerda pues en lo esencial con el hombre ético B. de Kierkegaard en su análisis de la existencia auténtica dentro de la banalidad moderna: la tensión de O lo uno o lo otro se resuelve en una intelección determinada aunque tensa, que lleva a que el tiempo de la subjetividad se vuelva nuevamente finito.
En Kierkegaard, por el contrario, la elección ética no pone ningún fin al tiempo infinito de la actitud estética. Antes bien, dicho tiempo se vuelve, si cabe decirlo así, aún más infinito, porque el repertorio del juego con las máscaras de la realidad se amplía con una máscara adicional, a saber, la máscara de la banalidad. Al respecto, resulta particularmente llamativo que en los análisis del salto o de la elección posteriores a O lo uno o lo otro, Kierkegaard ya no habla de la elección de sí mismo. Y cuando habla de la elección de sí mismo se refiere a sí mismo como a aquel que elige a otro. En tanto cristiano, es pues aquel que elige a Cristo como Dios. Esta elección resulta igual de paradójica que la elección de sí mismo. La diferencia radica sin embargo en que la elección de sí mismo como cristiano podía ser considerada banal en el contexto de la sociedad copenhaguense del siglo XIX. Pero, al insistir en que la decisión por el cristianismo en el siglo XIX sigue siendo igual de exótica en el fondo que la elección de los primeros cristianos, Kierkegaard le concede a la subjetividad la capacidad de tomar también decisiones poco comunes, no banales y no auténticas a favor de figuras históricas determinadas –en virtud, por cierto, de lo que estas pueden llegar a ocultar–. Esta estrategia recuerda la disposición posterior de Nietzsche a encontrar nuevamente interesantes a los antiguos griegos precisamente porque la imagen alegre que había quedado grabada de ellos en la historia resultaba engañosa y debía ocultar detrás de sí una tragedia.
De allí resulta para Kierkegaard la posibilidad de duplicar el juego entre lo ético y lo estético, y de acoger siempre de nuevo en los espacios interiores de la subjetividad las mismas formas culturales ya validadas y valorizadas. Se abre así la perspectiva de un proceso de reciclaje potencialmente infinito que sin embargo escapa al carácter no vinculante de la actitud estética. Es cierto que se vuelve a recurrir siempre a las mismas figuras históricas, pero estas reciben en cada caso un significado radicalmente nuevo al interrogárselas por la naturaleza de aquello que ocultan detrás de sí. La pregunta que se plantea allí, sin embargo, es hasta qué punto puede aún subsumirse este secreto interno entre las categorías éticas universalmente reconocidas. Pues todo lo que se oculta da la impresión de ser criminal. El temor a la evidencia puede ser interpretado como un signo de mala conciencia. Si como ilustrado el filósofo es el prototipo del detective moderno, aquel que se oculta de él claramente es un criminal.
Con la imperturbabilidad ante las consecuencias del propio pensamiento que resulta tan típica de él, Kierkegaard recorre también este camino de la reflexión hasta el final. Es este camino el que lo lleva al que probablemente sea su libro más radical: Temor y temblor. Kierkegaard retrata la figura bíblica de Abraham como la de alguien que desde una perspectiva externa acusa todos los rasgos de un criminal, de un asesino común y corriente que a partir de una razón ininteligible se muestra dispuesto a asesinar a su hijo. Kierkegaard subraya allí que este acto criminal no puede entenderse como un sacrificio trágico en el sentido tradicional, puesto que no hay ningún apremio manifiesto que pudiera justificar de una manera inteligible semejante sacrificio. Kierkegaard compara a Abraham con Agamenón, que sacrifica a su hija Ifigenia para poder ganar la guerra de Troya, y muestra que Abraham no actúa como un héroe trágico que sacrifica sus sentimientos privados en aras de su deber para con la comunidad. Antes bien, Abraham obedece a su voz más interior, que reconoce como la voz de Dios, pero de la que no obtiene ninguna razón para el sacrificio que le exige.
Como en los casos del hombre ético B. y de los primeros cristianos, somos confrontados una vez más con una elección que no puede ampararse en ninguna reminiscencia ni encontrar en ella una justificación, ya que no hay diferencia visible entre un crimen cometido por un acceso de crueldad individual y un acto piadoso. El acto de Abraham no es trágico en una forma convencional, tiene la apariencia externa de la banalidad del mal. Como siempre en Kierkegaard, también aquí se trata de una banalidad que oculta detrás de sí la diferencia decisiva. Esta figura ya conocida de un acto más allá de cualquier justificación racional cobra sin embargo una nueva dimensión en Temor y temblor, pues esta vez el acto rompe con toda las convenciones éticas acostumbradas. Abraham prepara un infanticidio sin ser capaz de explicar a los otros su acto, ni de fundamentar en forma inteligible la diferencia decisiva entre un infanticidio simple y un sacrificio sagrado. La imposibilidad de una comunicación con los otros que allí se da no es una mera negativa de Abraham a hablar sobre su resolución. Un acto de ese tipo más bien no puede ser comunicado, porque el lenguaje trabaja solo con las diferencias visibles, articulando esas diferencias. La diferencia invisible es a la vez inarticulable. El hombre ético B. intentaba siempre explicarse, procurando de esa forma mantenerse dentro de la sociedad. Abraham abandona la sociedad mediante su silencio, pues la vida en sociedad es una vida en la comunicación. El acto de Abraham, por el contrario, es discomunicativo. No es casual que Kierkegaard publicara Temor y temblor bajo el seudónimo Johannes de Silentio.
Kierkegaard no vacila pues en aprobar el crimen en Temor y temblor, al abrir la posibilidad de reconocer en el criminal una dimensión de lo sagrado: un tema que más tarde adquiriría un rol central para Bataille, entre otros. Una interpretación del crimen como rechazo de la sociedad, del lenguaje, de la evidencia, como acte gratuit que deja ver la ambivalencia de lo criminal y lo sagrado, es empleada allí para conferirles a los crímenes y guerras exteriormente banales de la modernidad una dimensión más profunda y oculta. En este punto, precisamente, el que constituye el libro más radical de Kierkegaard ofrece sin embargo un indicio sobre cómo podría llegar a darse la reconciliación de su autor con la realidad. Pues Kierkegaard claramente se identifica más con Abraham en su interior que con el hombre ético B. de O lo uno o lo otro. Es evidente que Kierkegaard se ve a sí mismo como un burgués de Copenhague que cultiva en lo esencial el mismo estilo de vida banal que sus contemporáneos. Por eso quiere obtener, tanto para sí mismo como para los otros, un lugar en la historia universal del espíritu para poder escaparle de esa manera al sentimiento de haber vivido en vano. Pero detrás de la superficie de normalidad, el hombre ético B. oculta una distancia infinita respecto de sí mismo. En ese sentido, no podría estar más alejado de una reconciliación con la realidad, aunque esa distancia interior resulte invisible desde fuera y no pueda ser adivinada.
Por el contrario, a través precisamente de la inexplicabilidad manifiesta de su acto, Abraham crea una distancia visible entre sí mismo y todos los otros. Por medio sobre todo de ese silencio al que se ve forzado interiormente se excluye a sí mismo explícitamente de la sociedad de los otros. Abraham manifiesta así de una manera que resulta también experimentable para los otros la distancia interior que lo separa de sí mismo y de los otros. Los paralelos con la situación de Kierkegaard son manifiestos. Mediante su inexplicable ruptura con Regina Olsen, Kierkegaard había salido del clóset –como se dice hoy en día–. La interpretación que se insinúa no es para pasar por alto: Kierkegaard sacrificó a Regina Olsen del modo en que Abraham tenía intenciones de sacrificar a su hijo Isaac. Por medio de este sacrificio que permanece inexplicable, Kierkegaard cayó en un prolongado estado de aislamiento social que nunca intentó superar, ni a través de un nuevo matrimonio, ni mediante la obtención de una posición social sólida. Antes bien, fue adentrándose cada vez más en ese camino de apartamiento social, practicando un estilo de vida solitario y ascético que los otros no podían siquiera imaginarse, mientras seguía escribiendo libros incomprensibles. Kierkegaard fue tematizando y demostrando cada vez más abiertamente, a lo largo de su vida, la distancia interior que lo separaba de sí mismo y de los otros. Este camino no lleva, sin embargo, a una objetivación completa de esa distancia interior.
Cuando Kierkegaard habla de tres actitudes ante la vida, a las que entiende también como sus estadios –las actitudes estética, ética y religiosa–, la actitud religiosa no es otra cosa que una reinterpretación de la actitud estética, así como la actitud ética ante la vida representa una reinterpretación