Alessandro Manzoni

Los novios


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de los demás montes de menos nombradía y más común configuración que componen aquella prolongada cordillera. Desde la orilla del río va subiendo la ribera con suave y regular declive, que interrumpen después algunas colinas y valles de poca extensión, formando alturas y sinuosidades según la estructura de los montes y el continuo lamer de las aguas. Los puntos más altos de aquel terreno, socavados por los cauces de los torrentes, están por lo común cubiertos de piedras y cascajo, pero el resto son campos y viñedos, aldeas y granjas, con algunos bosquecillos que suben por la falda de los montes. No lejos del puente y tan cerca del lago, que en las grandes avenidas llega a circundada, está situada Lecco, la principal de aquellas poblaciones, tan aumentada en nuestros días que casi presume de ciudad.

      En el tiempo que sucedieron las cosas que vamos a referir no era ciertamente de tanta consideración, pero ya se reputaba por un pueblo regular, y tenía su castillo, guarnecido por un comandante y soldados españoles, que cuidaban de inspirar modestia a las muchachas del país, de sacudir el polvo de tiempo en tiempo a sus padres y maridos, y de esparcirse por las viñas en el otoño para aliviar en parte a los aldeanos del trabajo de la vendimia. Todo el terreno, desde el lago a los montes, de un collado a otro, de casería a casería, estaba y está cruzado de caminos y sendas, unas llanas y otras pendientes, quedando algunas tan hondas entre los vallados de las heredades, que apenas descubre el caminante otra cosa que el picacho de algún monte o el pedazo de cielo que está sobre su cabeza. A veces permite la altura del terreno que la vista descubra perspectivas más o menos extensas, pero siempre variadas y ricas, según campean o se esconden los diferentes puntos y objetos de aquellos amenos contornos. Ya brilla y deslumbra por una parte la tersa superficie del lago, que oculta después un grupo de árboles o de casas. Ya vuelve a aparecer más extenso entre los montes que le circundan, y se pintan inversamente en sus ondas. A este lado se descubre el río, más allá el lago, y el río otra vez, que serpeando y luciendo como plata al pie de la cordillera que le acompaña, se pierde por fin y desaparece con ella en el horizonte.

      Por uno de los caminos arriba descritos volvía de paseo hacia su casa, al caer la tarde del 7 de noviembre de 1628, don Abundo, cura de una de aquellas aldeas, cuyo nombre no se expresa en el manuscrito que nos sirve de guía. Iba rezando en su breviario pacíficamente, cerrándolo a veces entre salmo y salmo, y cruzando las manos a la espalda con un dedo puesto por vía de señal entre las hojas. Ya caminaba con los ojos bajos, echando con el pie hacia las cercas los guijarros del camino, ya levantaba la vista fijándola en la cima de algún monte, en que los rayos del sol en su ocaso, penetrando por las quebradas de otro situado enfrente, formaban largas y brillantes fajas de púrpura.

      Abierto otra vez el breviario, y rezando de nuevo, llegó adonde torcía el camino, y en este paraje levantó los ojos mirando adelante como solía hacerlo los demás días. La senda después de torcer seguía derecha como unos sesenta pasos, dividiéndose luego en dos, de las cuales la derecha subía hacia la montaña, y era la que conducía a la parroquia, y la izquierda bajaba al valle hasta llegar a un torrente, siendo por esta parte más baja la pared. Las cercas interiores de las dos sendas, en vez de formar ángulo al reunirse, remataban en una pequeña ermita en que estaban pintadas varias figuras largas, undosas, y acabadas en punta, las cuales, según la intención del pintor, y a los ojos de los habitantes, debían significar llamas, alternando entre ellas ciertos mamarrachos como personas de medio cuerpo arriba, que significaban ánimas del purgatorio, y unas y otras de color de ladrillo sobre un fondo blanquizco, con algunos desmochados de trecho en trecho.

      Al volver don Abundo de la esquina, y dirigiendo la vista hacia la ermita, según tenía de costumbre, vio lo que no esperaba ni hubiera querido ver. Casi en la confluencia de las dos sendas se hallaban dos hombres, uno enfrente de otro: el uno de ellos sentado en la pared más baja con una pierna colgando por la parte de adentro, y el compañero en pie, apoyado en la tapia de enfrente y con los brazos cruzados. Por el traje, el aire, y lo que podía divisarse desde el punto a que había llegado el cura, era fácil inferir su condición. Los dos llevaban en la cabeza una redecilla verde, que con gran borla caía sobre el hombro izquierdo, saliendo de ella en la frente un gran mechón de pelo a manera de tufo; dos grandes bigotes ensortijados por la punta, y la chaquetilla ajustada al cuerpo, con un cinturón de cuero muy reluciente, de donde colgaban un par de pistolas. Pendiente del cuello, y caído sobre el pecho en forma de dije, traían un cuernecito con pólvora. A la derecha salía de un bolsillo lateral de los anchos calzones el mango de un gran puñal, y colgaba a la izquierda una disforme espada con el puño de metal muy labrado y terso. Manifestaba semejante atavío que aquellos dos hombres eran de los que en aquel tiempo se llamaban bravos o valentones.

      Esta clase de individuos, que en el día ya no existe, era muy antigua y entonces muy floreciente en la Lombardía. Para dar una idea a los que no la tengan de su carácter principal, de los esfuerzos que se hicieron para extinguirla y de su larga y tenaz resistencia, presentaremos los trozos auténticos siguientes:

      Desde el 8 de abril de 1583, don Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Ávila, conde de Burgueto, gran almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milán y capitán general en Italia por S. M. C., «informado de los trabajos en que vivió y vivía la ciudad de Milán por causa de los bravos o vagamundos, publicó un bando contra ellos, declarando estar comprendidos en él dichos bravos o vagamundos, los cuales siendo forasteros o del país no tienen oficio alguno, o teniéndolo no lo ejercen, sino que sin salario o con él, se ponen a la merced de algún caballero o hidalgo, oficial, o comerciante, para guardarle las espaldas, o más bien, como es de presumir, para armar asechanzas a otros». En el expresado bando se mandaba «que en el término de seis días saliesen del país, bajo la pena de galeras a los que no lo verificasen»; y se concedía a los dependientes de justicia las facultades más amplias y extraordinarias para la ejecución de la orden. El año siguiente, en 12 de abril, sabedor el mismo capitán general de que la «ciudad estaba todavía llena de dichos bravos, los cuales vivían como antes, sin haber mudado de conducta, ni haber disminuido su número», publicó otro bando más enérgico y riguroso, en el cual, entre otras cosas, mandaba «que cualquier individuo de la ciudad o forastero a quien se le justificase con dos testigos ser considerado, o generalmente reputado, por bravo, o tener este nombre aunque no constase haber cometido delito alguno, por la sola opinión de bravo, y sin más indicios, pudiese por los jueces y por cualquiera de ellos ser puesto al castigo de la cuerda y al tormento por información sumaria... Y aunque no confesase delito alguno, pudiese, sin embargo, ser condenado a tres años de galeras por sola la opinión y nombre de bravo». Y concluía diciendo: «Todo esto, y lo demás que se omite, porque S. E. está resuelto a que todos le obedezcan.»

      Al oír palabras tan terminantes, y disposiciones de tanto rigor, nadie habrá que no piense que todos los bravos desaparecerían para siempre; pero el testimonio de un personaje de no menos autoridad ni menos títulos nos obliga a creer lo contrario. Este es el Excmo. señor don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, mayordomo mayor de S. M. C., duque de Feria, conde de Haro, señor de la casa de Velasco, y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del estado de Milán, etc. «En 5 de junio de 1593, también informado plenamente de los perjuicios y ruinas que causaban los bravos y vagamundos, y de los pésimos efectos que por esta clase de gente resultaba al bien público en menosprecio de la justicia, mandó de nuevo que saliesen del país en término de seis días, repitiendo las mismas penas y castigos de su antecesor. Luego el 23 de mayo de 1598, informado con no poco sentimiento suyo de que se aumentaba cada día más en aquella ciudad y estado el número de bravos y vagamundos, y que día y noche sólo se oían heridas alevosamente dadas, homicidios y robos, y otros delitos semejantes que cometían con tanta más facilidad cuanto confiaban en el favor de sus principales y fautores, prescribía de nuevo las mismas medidas y remedios», aumentando la dosis como en las enfermedades rebeldes, y concluía el bando en estos términos: «Cuiden, pues, de no contravenir de modo alguno al presente bando, pues en vez de encontrar clemencia en S. E., experimentarán su rigor y su cólera, por haber resuelto que éste sea el aviso último y perentorio.»

      Poco o ningún efecto produjeron semejantes medidas, pues vemos renovadas las mismas disposiciones por el gobernador de Milán, conde de Fuentes, en 5 de diciembre de 1600, por el marqués de Hinojosa en 22 de septiembre de 1612, por el duque de Frías en 24 de diciembre de 1618, por don Gonzalo