de faltar a ellas en obsequio de un pedazo de papel pegado a una esquina.
Por otra parte, aunque los hombres encargados de su inmediata ejecución hubiesen sido tan resueltos como héroes, tan obedientes como monjes, y tan resignados como mártires, jamás hubieran llegado a conseguir el intento, tanto por ser inferiores en número a aquellos con quienes debían entrar en pugna, cuanto por la frecuente probabilidad de que los abandonasen, y quizá los sacrificasen los mismos que en abstracto, o digámoslo así, en teoría, les mandaban obrar. Además, estos encargados eran, por lo regular, hombres malos, canalla sacada de la hez del pueblo; su mismo encargo se tenía por vil, y su nombre como una afrenta. De aquí es fácil inferir que tales gentes, lejos de aventurar su vida en una empresa casi imposible, venderían su inacción y aun su connivencia a los poderosos, y se limitarían a ejercer sus detestables facultades y la fuerza que tenían en aquellas ocasiones en que no hubiese riesgo en oprimir, esto es, en vejar a los habitantes pacíficos e indefensos.
El hombre que trata de hacer daño o teme que se lo hagan, busca naturalmente aliados y compañeros; así es que en aquellos tiempos llegaba al exceso la tendencia de los individuos a reunirse en clases, a formar nuevas corporaciones, y a aumentar la fuerza de aquellas a que pertenecían. El clero trabajaba en defender y extender sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, y el militar sus fueros. Los comerciantes y los artesanos se reunían en sociedades y corporaciones; los letrados formaban liga, y hasta los médicos se clasificaban en compañías. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza propia y particular, y el individuo encontraba en cada una la ventaja de emplear para sí, en proporción de su crédito y de su habilidad, la fuerza de muchos. Los más honrados se valían de esta ventaja para su defensa, y los astutos y malvados se aprovechaban de ella para el logro de sus siniestras empresas, que no hubieran podido llevar a cabo con sólo el auxilio de sus medios personales, y menos asegurar su impunidad. Sin embargo, la fuerza de estas diversas ligas era muy desigual, sobre todo, fuera de las ciudades; el noble rico y perverso, con una cuadrilla de bravos, y rodeado de aldeanos acostumbrados por tradición doméstica e interesados, u obligados a considerarse como súbditos o soldados del amo, ejercía un poder al cual no era fácil que pudiese contrarrestar asociación alguna.
Nuestro don Abundo, pues, no siendo ni noble, ni rico, ni valiente, conoció casi al salir de las mantillas, que se hallaba en aquella sociedad como un vaso de barro precisado a caminar en compañía de otros muchos de hierro; de consiguiente se conformó gustoso con la voluntad de sus padres, que le destinaron a la Iglesia. A decir verdad (y sin que por esto se desentendiese de las obligaciones y fines sublimes del ministerio a que se dedicaba), el proporcionarse los medios de vivir con alguna comodidad, e introducirse en una clase fuerte y respetable, le parecieron desde luego dos razones más que suficientes para semejante elección. Pero una clase, cualquiera que fuese, no favorecía ni aseguraba al individuo sino hasta cierto punto, y ninguna le dispensaba de formarse un sistema particular. Ocupado continuamente don Abundo en mirar por su propia seguridad, no codiciaba aquellas ventajas cuyo logro exigía trabajar mucho o arriesgarse algún canto. Su sistema consistía principalmente en evitar coda contienda, y en ceder en aquellas de que no podía librarse: neutralidad desarmada en codas las guerras que se encendían por aquel contorno de resultas de las competencias, entonces frecuentísimas, entre el clero y la potestad civil, y en los altercados también muy frecuentes entre militares y nobles, entre nobles y magistrados, y entre valentones y soldados, y hasta en las quimeras entre dos aldeanos, originadas por una palabra y decididas a palos o a puñaladas. Si a la fuerza se veía precisado a tomar parce entre dos contrincantes, se declaraba siempre en favor del más fuerce; pero sin abandonar la retaguardia, y procurando manifestar al contrario que no era su enemigo por su propia voluntad. En fin, con mantenerse lejos de los poderosos, con disimular sus fechorías ligeras, con tolerar las más graves y trascendentales, y con obligar por medio de saludos y profundas reverencias a los más vanos y desdeñosos a corresponderle con una sonrisa cuando le encontraban, llegó el buen hombre a vadear los sesenta años de su vida sin grandes borrascas.
Esto no es decir que no tuviese también él su poquito de hiel en el cuerpo; y la necesidad continua de aguantar, el dar siempre la razón a los demás, y las muchas píldoras amargas que callando había tenido que tragar, se le habían acedado en términos, que si no hubiese podido darle de cuando en cuando un poco de desahogo, hubiera padecido bastante su salud. En efecto, como había en el mundo y a su lado personas que tenía por incapaces de hacerle daño, desahogaba con ellas su mal humor por largo tiempo reprimido, y podía satisfacer su deseo de ser algún tanto caprichoso y de regañar sin razón. Por otra parce, era un censor rígido de los hombres que no se conducían como él, con cal que en la censura no hubiese el menor riesgo. El apaleado era para él, cuando menos, un imprudente; el muerto había sido siempre un hombre turbulento; al que, por haber sostenido su derecho contra un poderoso, salía con las manos en la cabeza, siempre le encontraba don Abundo alguna culpa, cosa bastante fácil, porque nunca la razón y la sinrazón tienen can claros y exactos límites que no se hallen de algún modo mezcladas una con otra.
Declamaba sobre todo contra sus compañeros, que de su cuenta y riesgo tomaban la defensa de algún débil contra un opresor poderoso. A esto llamaba él comprarse cuidados y querer enderezar el mundo; y regularmente concluía todos sus discursos con esca máxima: que casi nunca le sucede mal al que no se mece en camisa de once varas.
Háganse ahora cargo nuestros lectores de la impresión que haría en el ánimo de don Abundo el encuentro que hemos referido. El susto que le causó el terrible ceño de los valentones, el escándalo de aquellos votos, las amenazas de un poderoso que nunca amenazaba en balde, su sistema de vida alterado en un momento después de tantos años de estudio para mantenerle, el atolladero sin salida en que se hallaba; todos estos pensamientos rodaban tumultuariamente en la cabeza de don Abundo, el cual se decía a sí mismo:
—¡Si pudiera enviar a pasear a ese Lorenzo!... ¡Válgame Dios!, ¿qué podré yo decirle? Sobre todo... ¡él también tiene una cabecilla!. .. muy buena si no le tocan, mas si le contradicen, a Dios, es una furia, y más ahora que está enamorado perdido de esa Lucía!... ¡Mozalbetes, que no saben qué hacerse, se enamoran, y quieren casarse luego, sin hacerse cargo de los conflictos en que ponen a los hombres de bien!... Yo no sé por qué aquellos dos bribonazos no irían con su intimación a otra parte... ¡Qué desgracia no haberme ocurrido entonces esta especie!, pudiera habérsela insinuado...
Pero reflexionando don Abundo que el arrepentirse de no haber aconsejado una maldad era cosa demasiado inicua, volvía su cólera contra el que turbaba su sosiego. No conocía a don Rodrigo sino de vista y de fama, ni había tenido con él otras relaciones que la de tocar el pecho con la barba y el suelo con el sombrero las pocas veces que le había encontrado. Habíale ocurrido más de una vez defenderle contra los que privadamente reprobaban alguna de sus iniquidades; mil veces había dicho que era persona muy respetable; pero ahora le dio en su interior todos aquellos títulos que nunca oyó en otras ocasiones sin interrumpirlos con un «¡vamos, vamos, pocas murmuraciones!»
Llegado entre el tumulto de semejantes ideas a la puerta de su casa, situada en la extremidad de la aldea, metió aprisa el picaporte, que ya tenía en la mano, abrió, entró y cerró de nuevo con mucho cuidado; y ansiando por hallarse con persona de su confianza, empezó a gritar: «¡Perpetua! ¡Perpetua!» dirigiéndose al comedor en que aquélla estaba poniendo la mesa para cenar. Era Perpetua, como ya lo conjeturará cualquiera, el ama de don Abundo, criada afecta y fiel, que sabía obedecer y mandar a su tiempo, y sufrir con oportunidad los regaños y las extravagancias del amo, para hacerle luego sufrir las suyas, que eran de día en día más frecuentes, pues ya había pasado la edad sinodal de los cuarenta sin haberse casado, bien fuese por haber desechado, según ella decía, no pocos partidos, bien por no haberse presentado ninguno, según se decía en el pueblo.
—Voy —respondió Perpetua, dejando en la mesa la botella del vino predilecto de don Abundo.
Y echó a andar pausadamente; pero aún no había llegado a la puerta del comedor cuando entró su amo, tan mustio, y con las facciones tan alteradas, que no se necesitaban los ojos expertos de Perpetua para conocer al instante que le había sucedido algún contratiempo.
—¡Jesús! Señor, ¿qué tiene usted?
—Nada,