Alessandro Manzoni

Los novios


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respondiese que el señor cura se había metido en la cama con calentura. Subió luego lentamente la escalera, exclamando a cada tres escalones: «Estoy fresco»; y de veras se metió en la cama, en donde por ahora habremos de dejarle.

      Caminaba entre tanto Lorenzo con paso agitado a su casa, sin haber aún resuelto qué partido tomaría; no obstante, tenías vivas ansias de hacer alguna diablura. Los provocadores, los hombres injustos, todos los que hacen daño a los demás, son culpados, no sólo por el mal que cometen, sino también por los excesos a que provocan a los ofendidos. Lorenzo era un mozo pacífico, enemigo de verter sangre, un joven franco, y ajeno de toda alevosía; pero en aquel momento su corazón meditaba un atentado, y su imaginación estaba ocupada en tramar una traición. Hubiera querido buscar a don Rodrigo, agarrarle por el gañote, y... pero se acordaba que su casa era una fortaleza, guardada por bravos, interior y exteriormente, que sólo entraban en ella los criados y los amigos de mayor confianza; que a un artesano incógnito no se le admitiría sin mucho examen, y que él sobre todo sería muy conocido. Pensaba entonces tomar su escopeta, y oculto detrás de un vallado aguardar si por casualidad pasaba por allí don Rodrigo solo. Gozándose en esta feroz idea, se figuraba haber llegado el anhelado momento, oír el estampido del arma, y ver a su amigo caer y revolcarse en su sangre: le echaba una maldición, y marchaba a ponerse a salvo en la raya del país veneciano. ¿Y Lucía? A este recuerdo desaparecían los pensamientos criminales, y ocupaban su lugar los buenos principios a que Lorenzo estaba acostumbrado. Se acordó de las últimas palabras de sus padres; se acordó de Dios, de la Virgen y de los santos; se le presentó a la imaginación el placer que había experimentado muchas veces al considerar que no había cometido delitos, y el horror que siempre le había causado la noticia de un asesinato; y se despertó de aquel sueño de sangre con horror y remordimientos, y al mismo tiempo con cierta especie de gozo por no haber hecho más que imaginar semejante crimen. ¡Pero el recuerdo de Lucía qué distintos pensamientos no traía consigo! ¡Tantas esperanzas frustradas! ¡Tantas promesas fallidas! ¡Un porvenir tan halagüeño! ¡Un día tan anhelado! Por otra parte, ¿cómo anunciarle tan dolorosa noticia? Y sobre todo, ¿qué partido adoptaría? ¿Cómo se casaría con ella contra la voluntad y las tramas de aquel poderoso? En medio de estas reflexiones, le pasaba de cuando en cuando por la imaginación, no una sospecha decidida, sino cierta sombra, que le atormentaba; porque, aunque no dudase de la fidelidad de Lucía, le parecía muy extraño el arrojo de don Rodrigo. ¿Si tendrá Lucía algún antecedente? ¿Podría aquel malvado haber concebido tan infame designio sin que ella hubiese advertido cosa alguna? ¿Y no decirle nada a él, a su novio?

      Sumergido en estos tristes pensamientos, pasó delante de su casa, situada en medio del pueblo, y se dirigió a la de Lucía, que se hallaba a la salida del mismo. Tenía la casilla un pequeño corral delante, cercado con pared que le separaba de la calle. Entró Lorenzo en él, oyó en un cuarto alto ruido de voces confusas, y juzgando que serían vecinas y comadres que irían a dar el parabién a Lucía, no quiso meterse en aquella bulla con tan desagradable noticia en el cuerpo. Una niña que se hallaba en el corral, corrió a él gritando:

      —¡El novio! ¡El novio!

      —Calla, Betina, calla —dijo Lorenzo—, escucha: sube al cuarto, y llamando aparte a Lucía, dile al oído, y sin que nadie lo oiga, que venga a la sala baja, que tengo que hablarle, y que sea al instante.

      Subió la niña apresuradamente la escalera, muy ufana por tener un encargo secreto que ejecutar. Lucía iba a salir en aquel momento, muy ataviada por mano de su madre. Las amigas se la disputaban por verla y abrazarla; pero Lucía se negaba con aquella modestia algo rústica de las aldeanas; y aunque bajaba la cabeza y se tapaba desdeñosamente la cara con el brazo, no dejaba de asomar a su rostro una ligera y atractiva sonrisa. Sus nítidos y negros cabellos, separados en mitad de la frente, pasaban detrás de la cabeza formando en ella varios círculos de trenzas, sostenidos por largos alfileres de plata que repartían en rededor a manera de los rayos de las aureolas, como aún en el día usan las aldeanas del Milanesado. Rodeaba su garganta una sarta de granates alternados con cuentecillas de oro afiligranadas, y ceñía el suelto talle un juboncillo de brocado con flores, y las mangas abiertas, y atadas con hermosas lazadas. La falda era de seda con espesos y menudos pliegues; las medias de color rosa, y las chinelas de seda bordadas. Además de este adorno, que era el del día de la boda, tenía la joven el de todos los días, que era el de su modesta hermosura, a que daban mayor realce los afectos que retrataba su rostro, es decir, cierta alegría mezclada con una ruborosa turbación, con una plácida inquietud, que, sin alterar la belleza de una novia, le presta un carácter particular que interesa. Betina se metió en el grupo de las mujeres, se acercó a Lucía, y dándole a entender diestramente que tenía alguna cosa que comunicarle, le dijo su palabrita al oído.

      —Voy, y vuelvo al momento —dijo Lucía a las mujeres.

      Y bajó aprisa la escalera. Al ver la cara inmutada y el aspecto inquieto de Lorenzo:

      —¿Qué hay de nuevo? —le preguntó, no sin cierto triste presentimiento.

      —Querida Lucía —respondió Lorenzo—, lo que es peor; hoy todo se lo llevó Barrabás; ¡y quién sabe cuándo podremos casarnos!

      —¿Cómo? —dijo Lucía asustada.

      Contóle Lorenzo en pocas palabras lo que había sucedido aquella mañana. Escuchábale Lucía muy angustiada, y cuando oyó el nombre de Rodrigo:

      —¡Ah! —exclamó, poniéndose colorada y trémula—, ¿es posible?, ¡hasta este extremo!

      —¿Luego tú sabías... ? —preguntó Lorenzo.

      —Demasiado —respondió Lucía—, pero ¿quién creyera?...

      —¿Y qué es lo que sabías?

      —No seas impaciente, ni excites mi llanto; pero deja que llame a mi madre, y despida a esas gentes, pues conviene que estemos solos.

      Al irse Lucía, dijo Lorenzo como a media voz:

      —¡Nunca me has hablado palabra de esto!

      —¡Ah, Lorenzo! —respondió Lucía, volviéndose sin pararse.

      Comprendió Lorenzo muy bien que su nombre pronunciado en aquel momento y con aquel tono, era lo mismo que decir, que no debía dudar de que había tenido los motivos más puros y justos para callar.

      Entretanto, la buena de Inés (que así se llamaba la madre de Lucía), entrando en sospecha y curiosidad por aquella palabrita al oído, y por haber visto ausentarse a su hija, bajó a saber qué novedad había ocurrido. Lucía la dejó con Lorenzo, volvió donde estaban sus amigas y vecinas, y disimulando lo mejor que pudo la alteración de su ánimo, dijo:

      —El señor cura está malo, y hoy nada se hace.

      Con esto las saludó a todas apresuradamente y volvió a bajar.

      Desfilaron entonces las mujeres, y todas corrieron a divulgar lo que había sucedido, y muchas a averiguar si efectivamente estaba enfermo don Abundo; mas la verdad del hecho cortó todas las conjeturas, indicándolas desde luego con medias palabras y expresiones misteriosas.

      CAPÍTULO III

      Con gran zozobra estaba Lorenzo informando a Inés, que no le escuchaba con menos, cuando entró Lucía en el cuarto bajo. Volviéronse entrambos a quien sabía más que ellos sobre el particular, y de quien esperaban con ansia mayor aclaración, dejando traslucir en medio de la pena, y con el amor distinto que cada uno de aquéllos profesaba a Lucía, un sentimiento también diverso por haberles ocultado una cosa de aquella naturaleza. Aunque Inés estaba en ascuas por oír a su hija, no pudo dejar de reconvenirla con esta expresión:

      —¡No decir nada a tu madre!

      —Todo lo diré ahora —contestó Lucía, enjugándose las lágrimas con el delantal.

      —Habla, pues, habla —dijeron a una vez el novio y la madre.

      —¡Virgen Santa! —exclamó Lucía—. ¿Quién hubiera creído que las cosas llegasen a este término?

      Y