que ella apresuró el paso y alcanzó a sus compañeras, y que entretanto oyó al caballero reírse a carcajadas, y a don Rodrigo decir. «¡Apostemos!» Los dos al día siguiente se encontraron también al paso; pero Lucía iba entre sus compañeras con los ojos bajos; y mientras el caballero daba grandes risotadas, don Rodrigo decía: «Lo veremos, lo veremos.»
—¡Gracias a Dios —continuó Lucía— que aquel día era el último en que se trabajaba en la fábrica! Al instante se lo conté...
—¿A quién se lo contaste? —interrumpió apresuradamente Inés, como enojada de que otra persona hubiese merecido tal preferencia sobre su madre.
—Al padre Cristóbal en confesión —respondió Lucía con tono blando y de disculpa—, todo se lo conté la última vez que fuimos juntas a la iglesia del convento; y si usted aquella mañana hubiese puesto cuidado, hubiera visto que ocupándome ya en una cosa, ya en otra, iba retardando nuestra salida con objeto de que pasase gente con dirección al convento, para que tuviésemos compañía, porque desde aquel encuentro las calles me causaban miedo.
Al nombre respetable del padre Cristóbal, se mitigó el enojo de Inés.
—Has hecho muy bien —dijo—, pero ¿por qué no decírselo también a tu madre?
Dos buenas razones tuvo Lucía para ocultárselo. La primera por no afligir a su madre, y asustar a la buena mujer con una cosa a la cual no podía poner remedio; y la segunda por no exponerse a que pasase de boca en boca un hecho que Lucía deseaba no traspirase, tanto más, cuanto esperaba que su próximo casamiento pondría un término en sus principios a semejante persecución. De estas dos razones sólo alegó la primera.
—¿Y a ti —dijo luego volviéndose a Lorenzo con aquel modo con que se suele reconvenir a un amigo manifestándole que no tiene razón—, y a ti, fuera prudente que te hablase de esta ocurrencia? Demasiado la sabes ahora.
—¿Y qué te dijo el padre? —preguntó Inés.
—Me dijo que apresurase todo lo posible mi casamiento, que no me dejase ver, y que me encomendase a Dios, con lo cual esperaba que no viéndome don Rodrigo, ya no se volvería a acordar de mí: y entonces fue —prosiguió Lucía, volviéndose de nuevo a Lorenzo sin levantar la vista y poniéndose colorada—, entonces fue cuando con sobrada desenvoltura te rogué que se verificase nuestro casamiento antes del tiempo convenido. ¿Quién sabe lo que tú en aquella ocasión pensarías de mí?; pero yo lo hacía con buen fin; y esta mañana estaba tan lejos de pensar...
Aquí prorrumpió en copiosísimo llanto.
—¡Pícaro!, ¡bribón!, ¡malvado! —exclamó Lorenzo, paseándose presurosamente por el cuarto y apretando la empuñadura de su cuchillo.
—¡Qué apuro, Dios mío! —exclamaba Inés.
Paróse el joven de repente delante de Lucía que lloraba; la miró con ternura violenta, y dijo:
—Ésta es la última que hace ese malvado.
—¡Ah, no! —interrumpió Lucía—, no, por amor del cielo.
—¿Cómo quieres que Dios nos ayude, si obramos mal? No, por Dios —repetía Inés.
—Lorenzo —prosiguió Lucía con aire de esperanza y resolución—, tú tienes un oficio, y yo también sé trabajar; vámonos lejos de aquí, y no vuelva ese hombre a saber de nosotros.
—¡Ah Lucía! ¿Y luego? Aunque no somos marido y mujer, ¿querrá darnos el cura la certificación de estado libre? Si estuviésemos casados, ¡ah! entonces sería otra cosa.
Empezó Lucía a llorar otra vez, y los tres quedaron en un profundo silencio, haciendo su abatimiento triste contraposición con sus vestidos de boda.
—Oíd, hijos míos, escuchadme —dijo Inés al cabo de un rato—. Yo he nacido antes que vosotros, y conozco un poco el mundo; no conviene asustarse demasiado, pues no siempre es tan fiero el león como lo pintan. A nosotros los pobres nos parece la madeja más enmarañada, porque no sabemos encontrarle la cuerda; pero a veces el consejo de un sujeto que ha estudiado... yo bien me entiendo... yo bien me entiendo. Haz lo que te digo, Lorenzo; vete a Lecco, pregunta por el abogado Tramoya, y cuéntale... pero cuidado con que le llames así, porque ése es un mote. Debes decir al señor abogado..., ¡qué diantre!, ya no me acuerdo de su verdadero nombre: todos le llaman como te he dicho... No, no me acuerdo: en fin, preguntarás por aquel abogado alto, seco, calvo; con la nariz colorada y un lunar en un carrillo...
—Le conozco de vista —dijo Lorenzo.
—Pues bien —continuó Inés—, ¡es un hombre como hay pocos! He visto yo varias personas más empantanadas que una carreta, y en media hora de plática de silla a silla con el abogado Tramoya (cuidado, que no le llames así) salir triunfantes con la suya. Toma las cuatro gallinas (¡qué lástima!) a que pensaba yo torcer el cuello para la cena de esta noche, y llévaselas, porque con estos señores no conviene irse con las manos vacías. Cuéntale codo lo sucedido, y verás cómo en un santiamén te dirá lo que a nosotros no nos hubiera ocurrido en diez años.
Lorenzo adoptó gustoso el consejo, le aprobó Lucía, e Inés, ufana por haberle dado, cogió una a una las cuatro gallinas, juntó sus ocho piernas a manera de ramillete, las ató con un cordelito, y se las entregó a Lorenzo, que con palabras de esperanza dadas y recibidas salió por la portezuela del huerto, para que no le viesen los muchachos que esperando los confites, empezaban a gritar: «¡El novio!, ¡el novio!»
Atravesando campos y buscando atajos, iba Lorenzo pensando con ira en su desgracia, y ensayándose en lo que debía decir al abogado. Dejo al lector hacerse cargo de cómo estarían aquellos cuatro animalitos con las piernas atadas y la cabeza colgando, en las manos de un hombre que, agitado por su pasión, acompañaba con gestos los pensamientos que pasaban a montones por su mente; y en ciertos momentos de enojo y desesperación, extendiendo con violencia los brazos, les daba terribles sacudidas, y hacía saltar aquellas cuatro cabezas pendientes, las cuales mientras tanto se entretenían en darse sendos picotazos, como con harta frecuencia suele suceder entre compañeros de desgracia.
Llegado Lorenzo al pueblo, preguntó por la casa del abogado; se la enseñaron y se fue a ella. Al entrar se sintió sobrecogido de aquella cortedad que experimentan los pobres aldeanos cuando se acercan a un gran señor o a un sabio. Se le olvidaron todos los discursos que había ensayado en el camino; pero cobró ánimo al mirar las cuatro gallinas. Entrando en la cocina preguntó a la criada si se podría hablar con su amo: vio la mujer las aves, y como acostumbrada a semejantes regalos, les echó la mano, a pesar de que Lorenzo las iba retirando, porque quería que el abogado supiese y viese que le llevaba alguna cosa. Llegó el amo al mismo tiempo que la criada le mandaba que entrase a hablarle. Hizo Lorenzo una gran reverencia al señor licenciado, que le acogió con semblante halagüeño: «Entra, hijo», y le recibió en su estudio.
Era éste un cuarto muy grande, y tan grande como destartalado: tres de las cuatro paredes estaban cubiertas con cinco o seis mapas antiguos y unas estampas alemanas sin marco, y tales que por su vejez apenas se distinguía lo que representaban. Ocupaba la cuarta pared un estante de libros viejos, desarreglados y cubiertos de antiguo polvo. En medio de la pieza había una gran mesa con legajos de papeles, expedientes, súplicas, bandos y cosas semejantes: detrás de la mesa estaba un gran sillón de vaqueta, cuya antigüedad no era menor que la de los demás muebles que todos se reducían a lo expresado, y además cuatro sillas del mismo gusto alrededor de la mesa. El abogado estaba en bata, esto es, llevaba una toga raída y sucia, que le había servido muchos años antes, cuando tenía que ir a Milán a defender alguna causa de importancia. Cerró la puerta, y animó al joven en estos términos:
—Vaya, hijo, di lo que se te ofrece.
—Quisiera consultar con usted en confianza cierto negocio.
—Aquí estoy —dijo el abogado—, habla.
Y se sentó en el sillón nonagenario. Lorenzo, de pie delante de la mesa, dando vueltas con la mano derecha al sombrero, que tenía en la izquierda, empezó diciendo: