Guillermo Levy

La caída


Скачать книгу

coyuntura de 2015 a la luz del antecedente del progresismo encarrilado por la Alianza con su agenda infinitamente menos audaz que la de Alfonsín, se comprende más cómo parte de este universo progresista prefirió asumir el relato de que el kirchnerismo era una segunda parte del menemismo y adherir, ya con muchos menos matices, a un programa neoliberal encabezado por un apellido tan estrechamente vinculado a la última dictadura, al menemismo y a las corporaciones empresarias como Macri, antes que apoyar la continuidad vía Scioli en 2015 o la vuelta del peronismo vía Alberto Fernández en 2019. El menemismo y el kirchnerismo, para esa porción del progresismo que se cree superior moralmente y que no aspira más que a un neoliberalismo sin corrupción, son dos caras de la misma barbarie. Aun así, Cambiemos superó en complejidad las aspiraciones de ese progresismo descolorido. El Gobierno de Cambiemos no fue solo la aspiración de reeditar la Alianza sin el fracaso de 2001, como denunciaron sus detractores y aceptaban en secreto muchos de sus adherentes. Cambiemos fue más que eso. La Alianza, un antecedente lejano ineludible, un programa trunco a reeditar. La explosión de 2001 y el crecimiento económico logrado bajo el kirchnerismo son elementos mucho más cercanos para pensar al PRO y a Cambiemos.

      El cambio modernizador provisto por la globalización y el neoliberalismo revitalizaron un hilo cultural muy importante en el progresismo: su diálogo con el liberalismo. El proceso de individuación de los ciudadanos y ciudadanas, la globalización y el distanciamiento y recalibración de los individuos con respecto a las instituciones tradicionales, como la Iglesia católica, los sindicatos y los partidos, fue notorio y significativo en un ciudadano o ciudadana cada más autorreflexivo sobre sus derechos y deseos. Esto impactó en la política y en la relación de las personas con las distintas instituciones. El individuo retomó una fuerza inusitada. El mundo del consumo se fue personalizando y la crisis social y económica que atravesó a la Alianza reindividualizó los temores y las incertidumbres.

      La crisis de 2001, tras el fallido blindaje económico y la vuelta de Domingo Cavallo, hizo estallar todo. Luego de un enamoramiento generalizado con los primeros tiempos de Néstor Kirchner, las grietas que anidaban en el universo progresista, nunca del todo visibles en los noventa, explotaron cuando una parte del progresismo se fue volviendo furibundamente antikirchnerista y otra parte encontró en el kirchnerismo la realización de los objetivos más importantes que habían quedado inconclusos desde 1983, en el marco de un hemisferio que rompía con los legados del Consenso de Washington, las recetas del FMI y reivindicaba la vuelta de la política como herramienta de transformación social.

      Parte de esta porción del universo progresista, ya muy lejos de la militancia política y social, junto con otra parte de la población que había ido caminando por la senda de la denostación de la política y de la agenda neoliberal de la Alianza, tuvo un fugaz encandilamiento al principio del Gobierno de Néstor Kirchner. Su potente reivindicación de los ideales de la juventud militante de los setenta, la vuelta por una senda productiva, la fuerte impronta de la política educativa y los gestos fundantes como la solución inmediata de la huelga docente en Entre Ríos, la anulación de las leyes de impunidad y el fin del juicio irregular de la AMIA, fueron gestos que le ganaron el aplauso de buena parte de la militancia política y sindical que había resistido en los noventa, de los organismos de derechos humanos, pero también de parte de ese progresismo antiperonista que vio en el primer Néstor Kirchner un intento por restituir una agenda progresista y al mismo tiempo construirla por fuera del justicialismo. Esa parecía ser la situación para las elecciones de 2005 en la provincia de Buenos Aires, donde el kirchnerismo enfrentó al aparato del justicialismo conducido por Eduardo Duhalde.

      Al poco tiempo, la construcción efectiva de un relato de que el Gobierno kirchnerista era una vuelta al menemismo que usaba banderas progresistas solo a modo de oportunismo, junto a la aparición con fuerte presencia mediática de denuncias de corrupción y la relación privilegiada con la Venezuela de Hugo Chávez –personaje resistido por el progresismo liberal heredero del alfonsinismo– fue sacando a la superficie definitivamente la división del antiguo universo progresista al calor de un reagrupamiento regional: el kirchnerismo pasó a ser un gobierno central dentro del rearmado progresista del hemisferio, que desempolvaba y reactualizaba para la nueva escena política a las banderas de los años setenta y principios de los ochenta. La radicalización de la política y la aparición de una agenda progresista enfrentada a la agenda de los Estados Unidos –lo opuesto de lo que había pasado en los noventa– pusieron en la vereda de enfrente a ese otro progresismo que entendía que la política no debía caer en excesos ni en confrontación y que debía limitarse a una gestión moral y eficiente del Estado.

      El antikirchnerismo, entonces, se fue nutriendo en un ancho océano donde convivía la derecha nostálgica de la dictadura militar –que nunca le había perdonado a Alfonsín el Juicio a las Juntas y mucho menos al kirchnerismo la reactivación de los juicios a los represores–, el universo de la antipolítica potenciado desde fines de los noventa y la minoritaria, pero potente, porción del universo progresista antiperonista que, poco después de 2005, había roto en gran medida lanzas con el kirchnerismo. Más adelante, la ruptura abrupta del Gobierno de Cristina Fernández con la dirigencia comunitaria judía a partir del pacto con Irán y la muerte del fiscal Alberto Nisman, operada desde los medios y desde parte de la justicia federal, articulada con campañas internacionales contra el Gobierno, dejaron el campo reconfigurado como “antikirchnerismo” en condiciones de ganar elecciones.

      El progresismo antikirchnerista pasó a ser una derecha no conservadora (no está en contra de la despenalización del aborto, no tiene una mirada punitiva sobre la pobreza ni con el delito, ni añora la dictadura). Aun así, está totalmente encolumnada con las derechas que se van articulando como respuesta a la década de gobiernos populares en el hemisferio, que no son solo las derechas oligárquicas tradicionales, pero tampoco constituyen una derecha moderna y democrática, como algunos intelectuales pensaron sobre el PRO luego del triunfo de Cambiemos en 2015.

      Dirigentes como Gustavo Petro en Colombia, López Obrador en México, o el mismo Alberto Fernández, dan cuenta de intentos progresistas que buscan construir nuevas mayorías que reediten una agenda progresista no sumisa a la agenda neoliberal ni a la agenda política de los Estados Unidos, pero sin apelar a épicas refundadoras ni a la profundización de enfrentamientos. El gobierno más de izquierda de la historia de Bolivia pudo fortalecerse en base a sostener crecimiento económico, una macroeconomía controlada, la nacionalización de los recursos energéticos y el agua y niveles crecientes de inclusión social de los sectores desde siempre sumergidos, en su mayoría indígenas. Hechos resistidos de distintas maneras y con distintas belicosidades tanto por las clases altas como por las clases medias tradicionales. Este ejemplo de reformismo exitoso en el marco de la democracia liberal es enfrentando con una dureza desproporcionada si se tiene en cuenta la renuncia a un programa revolucionario por estas izquierdas progresistas del continente. El golpe a Evo Morales y el exilio forzado de Rafael Correa en Ecuador dan cuenta de esta belicosidad. En Argentina la “belicosidad” antikirchnerista no logró destitución alguna, pero sí un cambio de gobierno que duró menos de lo esperado. El progresismo liberal, que nació como un límite a los excesos, terminó en la vereda del antikirchnerismo furioso, aceptando del macrismo todo tipo de excesos en el manejo del Estado, sus recursos y la relación entre el Poder Ejecutivo y Judicial. Todo el otro progresismo, heredero de la renovación, del Partido Intransigente, de los organismos de derechos humanos y de la militancia política y social de los noventa, leyó el 2001 en clave kirchnerista en sintonía con la mucha y nueva militancia juvenil que pariría la épica kirchnerista.

      Alberto Fernández dijo en su discurso inaugural que quería terminar con la grieta. Seguramente no podrá con el núcleo duro del macrismo, que tiene agenda regional y programa de derecha tanto en lo económico como en lo social. Sí quizás gane la apuesta a capturar parte de un electorado que arrancó en el progresismo y terminó en Cambiemos.

      La apuesta a diluir en parte la grieta progresista necesita de una moderación potente que permita construir mayorías duraderas para garantizar un programa de profundización de la democracia y reparación social, como bandera del legado trunco de Alfonsín y del “volver mejores”, como repitió la campaña del Frente de Todos.

      3 Este capítulo fue pensando, discutido y