por la figura de Cafiero y vuelto a la escena con el propio Menem.
Pero existe otra dimensión central a destacar. Una dimensión donde se vislumbran quiebres que explotarían con fuerza a partir de 2003. La dimensión vinculada a una de las banderas más sensibles desde la transición democrática y que ha configurado el universo progresista: los derechos humanos y sus organizaciones.
Las críticas al Gobierno de Menem por los indultos a los genocidas de la dictadura y a los efectos de sus políticas sociales fueron orientando a un progresismo más cómodo con las figuras de Estela de Carlotto y Graciela Fernández Meijide que con la de la propia Hebe de Bonafini. Hebe de Bonafini, que reivindicaba el carácter revolucionario de los desaparecidos, se negó a conciliar con la política de derechos humanos del alfonsinismo, como sí lo hicieron en alguna medida otros organismos. En 1994 se inició una discusión en términos muy duros por las indemnizaciones a los hijos e hijas de desaparecidos que profundizó aún más heridas y divisiones en ese pequeño pero tan potente universo de los organismos de derechos humanos.
En esos años se fue reconfigurando la grieta en el universo progresista que solo se hizo visible y estalló bien entrado el kirchnerismo. Esa grieta, solapada por el antimenemismo, tuvo su momento de unidad en 1996 cuando, a los veinte años del golpe de 1976, la única bandera que pudo juntar desde radicales alfonsinistas hasta la izquierda partidaria fue la de la recién nacida CTA opuesta a la CGT, que en su mayoría sostenía al Gobierno de Menem. El Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, (EMVJ) juntó a todo el arco progresista, la izquierda y los organismos de derechos humanos en el marco de la lucha contra la impunidad y contra el menemismo. Su unidad frágil y no exenta de tensiones estallaría diez años después, cuando se cumplieran los treinta años del golpe. La ruptura en 2006 del EMVJ marcó otra pata de la grieta del universo progresista: la división entre los que asumían al kirchnerismo como el gobierno popular que expresaba las mejores tradiciones y expectativas de la transición democrática renacidas después de la larga noche neoliberal, y la mayoría de la izquierda partidaria, algunas organizaciones sociales y organismos de derechos humanos también, que no reconocían en el kirchnerismo más que un menemismo con oportunismo progresista. Por derecha, la grieta del universo progresista ya estaba avanzada y su emblema sería Lilita Carrió, como representante de una mirada sobre el kirchnerismo muy parecida a la de la izquierda partidaria y que arrastraría a parte de ese universo progresista antiperonista configurado al calor del alfonsinismo a acompañar, con más o menos entusiasmo, a Cambiemos desde el ballotage de 2015 y después los cuatro años de gobierno. Intelectuales, periodistas y referentes de la cultura que habían sido antimenemistas durante toda la década de los noventa, y que siempre marcaron su repudio absoluto a la última dictadura, acompañaron al Gobierno de Mauricio Macri bajo la premisa de la no vuelta al Gobierno del kirchnerismo como ordenador de todas las ideas y posiciones políticas. Representaron la voz de ese progresismo que hizo las paces con la agenda neoliberal a cambio del no retorno del peronismo al control del Estado.
El menemismo había impulsado un progresismo que fue buscando formas de representación política y social. Quien mejor capturó ese impulso fue el Grupo de los 8, integrado por los únicos ocho diputados peronistas que rompieron con su bloque luego de las primeras medidas de Carlos Menem. De los 128 diputados que tenía el peronismo, entre los que continuaban y los que fueron electos en 1989, solo 8 rompieron el bloque. Luego varios de ellos serían los armadores del Frente Grande.
Después de quedar en claro que la Argentina, con un gobierno peronista, se estaba constituyendo en la primera experiencia monetarista y neoliberal del continente en democracia, se empezó a vislumbrar algo: el progresismo existía y podía ser representado. Salirse del bipartidismo argentino llevándose ese circulante identitario que no encontraba interpelación en un radicalismo en reordenamiento y en un menemismo prepotente. El Pacto de Olivos de 1993, que posibilitó la reforma constitucional de 1994, la crisis desbordante de 1989 y, en menor medida, la negociación con Aldo Rico en los sucesos de 1987, le habían provocado una herida a la relación entre radicalismo y progresismo.
La foto emblemática de Alfonsín y Menem caminando por la Residencia de Olivos, en las vísperas de la negociación de la salida del radicalismo del poder, marcó una reunificación de la clase política, de la realpolitik, y dejó poco espacio para un horizonte progresista.
Menem pactó una salida del radicalismo y construyó un orden neoliberal a partir de la estrategia económica de Domingo Cavallo. El peronismo tomó el poder y se fundamentó en la hipercrisis, pero no se llevó puesto al radicalismo: fue un pacto de clases políticas destinadas a perdurar, a negociar grandes líneas económicas y a establecer una reforma constitucional que reimprimiera una nueva dinámica a ese bipartidismo. La reelección de Menem a cambio de un tercer senador por provincia para el partido que saliese segundo en las elecciones fue la marca pragmática de ese pacto. Esto va a herir de muerte al lazo del progresismo en su conjunto con Alfonsín. El Frente Grande, desde 1993, y luego el FREPASO, constituido para las elecciones presidenciales de 1995, lograrían aglutinar mucho de esto.
El menemismo pudo estabilizar al país. Transformó al peronismo en un bombero de crisis y en un gran productor de orden. La convertibilidad y la modernización fueron consensuadas socialmente durante más de una década y se logró la paz social entre clases. A ello se sumó el estilo de liderazgo de Menem, que combinaba la picardía, la fiesta y el poder.
Un Carlos Menem que bailaba en el programa de Mirtha Legrand con una odalisca movilizaba un progresismo que se nutría de esas imágenes que oscilaban entre el tirano oriental y la desmesura peronista. Y la foto de este presidente jugando al tenis con George Bush padre le colocaba un aditamento espiritual a ese moralismo: una lectura de la memoria izquierdista. Si Alfonsín posibilitó el nacimiento del progresismo entre esas fronteras establecidas de la no repetición de la violencia política (revolucionaria y/o guerrillera) ni la vuelta de los militares, Menem instaló un gran cuartel para la recreación del progresismo. Habilitó otras agendas que ya estaban en dicho imaginario, pero que fueron reforzadas por su Gobierno, con la impugnación a la corrupción y a la revitalización de miradas de izquierda que se conectaban con la política de los organismos de derechos humanos y de ciertas reformulaciones de la propia izquierda.
La conformación del Frente Grande en 1993 por parte de miembros del Grupo de los 8 y de otros referentes de ese progresismo antiperonista como Fernández Meijide y al que se le sumó el director de cine Pino Solanas, que con su película El viaje (1992) había construido una semblanza de lo que representaba el menemismo, fue el primer intento de representar a ese progresismo malhumorado con el radicalismo y el peronismo menemista. Este Frente nacía de la mano de dirigentes que venían del peronismo fundamentalmente, pero no exclusivamente. Otros actores políticos también participaron en una reformulación de la política, la democracia y la dinámica de las instituciones. No hay progresismo sin institucionalismo, sin reivindicación del ciudadano y sus derechos. El progresismo se socializó en esas coordenadas y en su interior se articularon varias lecturas de lo que era ser progresista. El Frente Grande logró representarlos. La primera disputa institucional donde se midió fueron las elecciones de 1994 para reformar la Constitución. Si bien el peronismo (35,5%) y el radicalismo (19,7%) obtuvieron 211 constituyentes sobre un total de 305, garantizándose acuerdos bipartidistas, el Frente Grande consiguió 31 constituyentes (13,2%), abriéndose un lugar en la escena política. La previa a la elección nacional de constituyentes de abril de 1994 fue la elección a legisladores de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de 1993, en la que los espacios progresistas iban en dos listas: la del Frente Grande y la de Unidad Socialista. Entre las dos sacaron poco menos del 20% de los votos y tres diputados. En la constituyente de 1994, el Frente Grande ganó en la ciudad de Buenos Aires y salió segundo en la provincia con Pino Solanas como cabeza de lista, dejando tercero al mismísimo Alfonsín, que encabezaba la lista del primer distrito electoral del país.
El universo progresista se fue nutriendo de las explosiones en las provincias contra las consecuencias del ajuste. La primera fue en diciembre de 1993, el “Santiagazo”, prolegómeno a la explosión de diciembre de 2001: un levantamiento popular contra la gobernación, que derivó en la intervención de la provincia ordenada por el presidente Menem. El interventor fue alguien que sería central en la política argentina en la transición de Cambiemos al Frente de Todos: Juan Schiaretti, actual